Oscar Dominguez / Columna Desvertebrada, El Colombiano,
Estos largos meses de encierro me han puesto en contacto con páginas de mi diario que dormían en el cuarto del reblujo de la memoria. Llegué a ellas por arte de serendipia, buscando otras cosas.
Las líneas que siguen relatan una circunstancia en la que padre e hijo nos quedamos solos en nuestra casa bogotana por ausencia de la esposa y madre:
Si una golondrina no hace verano, dos hombres solos en casa tampoco hacen un carajo. Poco a poco las frutas se irán pudriendo; el arroz esperará en vano que una mano amiga lo prepare; el pollo que aguarda en la nevera se morirá del frío. Las arepas generarán hongos.
La casa anda manga por hombro. El polvo se acumula. Las matas están condenadas a quedarse sin agua durante varios días.
¿Y las flores que siempre están en su sitio? Pues nadie reemplazará las astromelias de la buena suerte que suele comprar la mandamás del hogar.
Los claveles rojos tampoco nos harán compañía. Sobeida, la mata que trajimos de Cuba y a la que le pusimos el nombre de la habanera que nos hospedó y nos la regaló para que nunca falten el pan en nuestra mesa, muere de sed junto a la fuente de agua (se trata de una variedad de trébol morado).
Yo prepararé el desayuno. Siempre el mismo. Él se encargará de la comida. Siempre la misma. Algunas visitas meridianas a restaurantes variarán el menú.
Incluido uno chino. Cualquier día que pasamos frente a él, se nos prende el bombillo. Miramos al interior . Ni un solo cliente. De las paredes cuelgan cuadros y leyendas en chino que para nosotros son griego. Al fondo, en la cocina, una solitaria mujer de ojos rasgados como los de su flaco marido, sueña con su país donde nacen tres letras: el sol.
El dueño mira un periódico vespertino que habla de muertos. Mal síntoma, me digo. Tocamos. El hombre nos abre la puerta que está asegurada con candado. Otro mal síntoma. Pero ya estamos adentro y con hambre. Nos ponemos de acuerdo en lo que nos vamos a engullir. Salimos con la barriga llena y el buche no tan contento. Pagamos, nada de poner conejo, y de nuevo al asfalto.
Aprovechamos para acortar distancias en nuestra relación. De pronto, nos encarretamos en discusiones de fondo. Cada uno encasillado en sus tesis.
Con frecuencia, llegamos al tema de Dios. El caballero, antropólogo de los Andes recién egresado, aclara que no es ateo, sino escéptico. Dice que duda de la existencia de Dios por ética.
Según mi interpretación, necesita un Dios que se pueda explicar. Yo invoco mi poca convincente fe del carbonero para creer.
Le digo que no importa que no crea en Dios que trabaja para todos. Le comento que él vive a Dios en la medida en que actúa según preceptos morales que es lo que cuenta. Me mira como a un bicho raro.
Me quito el sombrero ante la forma de explicarme sus puntos de vista. También yo confieso mis dudas: por ejemplo, no entiendo cómo nosotros hemos tenido que heredar el pecado original. No tengo velas en ese entierro. A mí el pecado original que me lo den en plata.
Aprovecho para que me dé cartilla sobre antropología. Porque llega el momento en que los padres aprendemos de los hijos. Mejoran la vara que les pusimos. Solo entonces podemos dar un parte de misión cumplida.
Mi interlocutor me sugiere lecturas para que crezca culturalmente. Insiste en que los periodistas somos muy superficiales. Solo nos interesan los hechos. No la interpretación de los mismos.
Trato de interesarlo en el periodismo. Le digo que la combinación antropología-periodismo puede producir una magnífica síntesis. No lo cree mucho.
No logramos ser buenos camaradas de charla en todo, pero hemos avanzado. Hasta dormimos juntos en ausencia de la mamá. El hombre no se siente durmiendo.
De niño nos dijo una vez: Estoy aprendiendo a quedarme solo: cuando duermo. También nos preguntó por qué él tenía pipí y su hermanita no. La hermana, Andrea, nos sacó de líos: Juan, sí lo tengo, pero escondido.
Lo miro dormir y digo: a este caballero la vida lo tiene que tratar muy bien. Se lo merece. Es una persona íntegra. Lamento que tenga muchos de mis defectos. Creo que por eso chocamos tanto. ¿Será que somos celosos de nuestros defectos y no resistimos verlos en otros?
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Originally posted on 12 junio, 2021 @ 1:26 am