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Su majestad el señor cerdo
Por Lácydes Moreno Blanco

De pequeño, mientras agobia con voracidad instintiva los pezones de su madre, la señora marrana, es hasta gracioso con su piel lampiña y los ojillos vivaces, aunque en veces adormilados. Esa imagen risueña varía tristemente más tarde, al trasegar por los bosques muchas veces pantanosos, cuando se vuelve gruñón, pesado con sus gloriosas carnes, grotesco con su hocico achatado o perdido en la morbidez de los mdeletudos carrillos. Su vivir es de resignada y estoica filosdeía ante el ineluctable sacrificio, estrella de su destino fatal.

En la identificación zoológica se le nombra cerdo, puerco, gocho, verrón, verraco, varraco, marranchón, tunco, chancho, choncha o choncho; verriondo, gruñete, lechón, lechona, cochinillo, porcachón, guarro, gorrino, en fin, por ahí andarán otros apelativos regionales, muchas veces con susurrante ternura o desprecio a la hora de reconocer a tan noble y benéfico amigo del hombre. Que en otros idiomas variarán esas gracias. Los franceses, por ejemplo, dirán cochón. Apreciado, cuando no adorado, es también denostado hasta el fanatismo, como es el caso de judíos y musulmanes, ya por criterios de higiene o, como quieren otros, por contingencias económicas. Según lo ha querido establecer Marvin Harris, todos los pueblos del planeta podrían agruparse en dos grandes bloques: porcófilos y porcófobos.

El señor cerdo no tiene escrúpulos en cambiar de amantes cada vez que puede y de reproducirse, con las consecuencias de lo que ha dado en llamarse diferentes razas porcinas. En lo que a España respecta, fuente de sus excelentes jamones y embutidos, está acreditada la raza de las islas baleares, animales de cuerpo alargado, ancho y corto el cuello, negro el color de su cerda. Son golosos del higo chumbo, regalándose con esta fruta silvestre, aunque su carne carece de delicadeza. Le sigue la extremeña, habitante en libertad del campo y las montañas, cuya carne magra estiman altamente por su sabor exquisito. Es la raza más extendida en toda la Península.

Encuéntranse también las razas inglesas, que por su pericia en los cruces tienen óptimas carnes, cuyo mejor testimonio es el jamón de York que, según el gusto de muchos, no tiene rival. Entre las variedades principales de los gochos ingleses se pueden establecer tres grandes divisiones de acuerdo con su corpulencia, es decir, grandes, medianos y pequeños. Las más conocidas son las Large White, Tamworth, Berkshire y Yorkshire. Y están las razas francesas, la celta, que se considera es la más autóctona, pues existió en Francia durante la época de los celtas, así como la ibérica, cuya carne es muy apreciada por su delicadeza. Se incluyen, así mismo, las razas húngaras, clasificadas por los expertos como de las mejores que se crían en Europa. Una de sus características es que son aficionados a vivir en el campo con plena libertad. En fin, están las alemanas, sobresaliendo la de Westfalia, cerdos corpulentos y con una carne acreditada universalmente por su excepcional gusto.

Noticias espigadas estas entre múltiples categorías de cerdos que varían por su tamaño, forma de vida, alimentación, cuidos y muchas veces mimos. Todos estos factores contribuyen, desde luego, a la calidad de sus carnes, de sus tocinos y de sus consecuencias en la elaboración de productos de chacinería, como dirían en España.

Tiempos del sacrificio
Cuando aparece el invierno en Europa, entre ceremonias, ritos y tradiciones, es cuando llega la hora de sacrificar a los gruñetes que se han estado engordando durante algunos meses. La reserva de su sangre, la selección de los despojos y de sus piezas más nobles, en fin, las salazones para conservación de tan exquisita fuente alimentaria para los días por venir, conllevan un culto prdeundo en la gente del campo y los buenos burgueses de aquellas latitudes. Con tan rica vendimia porcina, afloran embutidos, jamones crudos, curados, cocidos y ahumados, de delicados y fuertes sabores algunos, como el ibérico, el serrano, allá en España. El de Praga, que saben aderezar, además, con vino de Borgoña y hortalizas, cuando no con mantequilla y setas; el de las Ardenas, famoso no sólo en Bélgica, sino en toda Europa. Los de Alsacia, Bretaña o Lyon, famosos por sus legendarias carnes curadas con sabores propios. Y pasando a E.U., allí aparece, para mí uno de los más pecaminosos, el jamón de Virginia. ¿Cómo olvidar el prosciutto italiano de Parma, el más divulgado, junto con el de di San Daniele, apreciado en lonchas muy finas para captar su prdeunda delicadeza, pues es el resultado de un largo proceso de curas y sabios tratamientos? ¿O los exquisitos salamis? Están también para el deleite del comer, embutidos curados al aire, chorizos de Jabugo, chorizos de Cantimpalos, salchichones, la sobrasada, butifarras crudas y cocidas, longanizas y salchichas. Que también aprecian las grasas que con las carnes sirven para la preparación de alegres terrines, cabezas de cerdo y patés, como el clásico de Campagne.

En este aquelarre de carnes marranudas he de incluir el choucrut garnie, que tanto me hace revivir la grata memoria de D. Eduardo Guzmán Esponda, gran señor de las letras atildadas y gozón en la mesa frente a este plato que compartimos muchas veces y en el que entran, en amorosas esponsales, el choucrut con la tocineta ahumada, las chuletas de cerdo, también ahumadas, las salchichas tipo Frankfurt, con el aderezo de bayas de enebro, hojillas de laurel, diversas hierbas, y la bendición cardenalicia del kirsh. Todo un desafío para una buena panzada que haría feliz a mi caro D’Artagnan.

En el Nuevo Mundo
En el segundo viaje de Colón llegaron a la Española los caballos, los vacunos, aves de corral y sobre todo los señores cerdos, que habrían de reproducirse con alegría en aquel mundo paradisiaco, en libertad, no sin advertir que fueron preferidos por los indígenas más que la carne de res. Muchos se fueron luego a bosques y tierras despobladas, convirtiéndose en cerdos cimarrones de delicadas y sápidas carnes, tal vez por alimentarse con bayas y frutas nuevas sin el fastidio de las pocilgas denigrantes, bebiendo aguas salobres junto al mar que otorgaban a sus carnes magras inéditos sabores. Debían ser aquellos marranos de los primeros días de América, de padres ibéricos, de cerdas negras y nervios vibrantes.

En cita de D. Vicente D. Sierra, el historiador Carlos Pereyra evoca al capitán Belalcázar penetrando desde Quito a Cundinamarca, no al paso airoso ni avasallador del que anda con afanes de conquista, sino al que permiten las piaras de cerdos que marchan tras los soldados y constituyen la seguridad de no morir de hambre. Y un dato curioso dado por Pereyra: “En la almoneda de los bienes de Cristóbal Ayola una puerca aparecía en 1.600 pesos, que por aquellos días era una suma respetable. Y D. Sebastián de Belalcázar se comió tranquilamente esa puerca de 1.600 pesos en un banquete con que obsequió al licenciado Vadillo”.

De la maravillosa presencia del cerdo en la Española rápidamente se extendió no sólo por las islas del entorno Caribe, sino, como lo hemos visto, a lo que luego se llamaría Tierra Firme. En Cartagena fue de un éxito excepcional. Inclusive por la calidad que tomó allí la carne de este animal. Es así como D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa, en su ‘Relación Histórica del Viaje a la América Meridional’ (1748) al describir las costumbres y gustos alimenticios de la ciudad, dijeron: “el ganado de cerda es de tal delicadeza y buen gusto, que no sólo se tiene por el más sabroso de todas las Indias; pero en ninguna parte de Europa se cree que lo haya de igual sabor; y por esta razón, europeos y criollos le dan la preferencia a cualquier otro, y es el manjar ordinario de aquellos moradores. Además de las buenas calidades con que se lisonjea el gusto, lo consideran allí muy saludable, tanto que lo han hecho el alimento común y más seguro de los enfermos, con antelación aún al de las aves”.

Es que aquellos puercos de clara estirpe ibérica, debían enriquecer gozosamente sus carnes frente a unas playas llenas de olvidos comiendo regaladamente jobos, icacos, raíces nobles de yuca o batata. Que años más tarde lo diría Père Labat, clérigo naturalista, quien por once años recorrió las Islas Antillanas -a mediados del siglo XVII-, pero que al mismo tiempo fuera un gozón de la buena mesa y del buen vino, con estos apuntes: “Todos los cerdos de América, ya salvajes, ya domésticos, no comen porquería como los de todas las partes del mundo; viven de frutas, granos, raíces, cañas y cosas semejantes. A ello debe atribuirse la delicadeza y la bondad de su carne”. Estos de mi tierra, después de embaular con angustia, debían dormir y gruñir de lo lindo bajo las palmeras sin preocuparse por la muerte. Sin duda, Mahoma habría sido menos severo con tan noble amigo del hombre. ¡Qué cara de gozo no tendría este iluminado enfrentado a un suculento chicharrón carnoso, crocante y tallado por la fritura en los calderos antillanos!

Preparados caribeños y orientales
En el Caribe, junto con los pescados, los cangrejos, el cobo (caracol de pala), las langostas, la tortuga verde, e inclusive el cocodrilo, el cerdo participa en exquisitas viandas, como en Jamaica, a la pimienta, aderezado con leche de coco, azúcar morena, cebolla, pimienta de olor, vino, ron y el delirante ají. O el gustoso griots de porc de los haitianos a base de la espalda del marrano cortada en trocitos pequeños y condimentados pecaminosamente con guindilla, cebollino, zumo de naranja amarga, tomillo y pimienta; en Puerto Rico, dentro de una categórica tradición española, el lechón asado al espetón sobre hogueras de leña o de carbón, condimentándosele en el curso de su cocimiento con zumo de naranja amarga y colorantes de achiote. El pernil cubano, quejumbroso en su sabor con la naranja agria y otras especias. Que allí saben aprovechar también su ricura, preparando con ancestral devoción el arroz con cerdo, en el que participan, armoniosamente a más de la gramínea, el ajo, el orégano, el comino, la misma manteca de cerdo, pimientos verdes y el azafrán. En Barbados, la pierna o pernil va enriquecida en su sabor con mantequilla, nuez moscada, cebollino, incluyendo ron y Bitter. Trinidad regala una pecaminosa morcilla aliñada con mantequilla, cebollas tiernas, ajo, cilantro de monte, pimientos, guindilla, salsa Perrin's, tomillo, pimienta de Jamaica, dispuestas en los intestinos del animalucho. Todo un incitante paisaje gustativo para quienes no temen al colesterol.

Los chinos de Singapur, con su milenaria sabiduría en el arte de la cocina, incluyen entre sus maravillas para los gulosos el cochinillo, perfumado con agua de jenjibre y, entre otras obsesiones por el buen gusto, frotándole maltosa, vino chino, salsa de soya y aceite de sésamo, a medida que van asándolo sobre el fuego. Pero esencial es la calidad de su piel que debe quedar finamente tostada, como en el caso de los patos laqueados. Que en otras ocasiones el lomo de cerdo con algo de tocino será magnificado en exquisitos agridulces, comunión feliz de los trozos de chancho ungidos con la salsa de soya, vino blanco y otras especias, que, fritos luego, terminan sumergidos en una sutil salsa con vinagre, azúcar, soya, salsa de tomate, y enriquecido en su imagen con trozos de piña, pimientos, arvejas y zanahoria.

Y sorpresas para los deliquios del gusto. Hay también en las islas del Pacífico, como lo experimenté una noche cálida en las playas de Hawai, un lechón que preparan en el hueco que hacen en la tierra con leños encendidos y aromáticos, cubierto por último con hojas vegetales. Su cocimiento es lento, cadencioso como las caderas de aquellas niñas polinésicas que danzan al ritmo de las olas, haciendo vibrar las guirnaldas de orquídeas al son de la voluptuosa música. Fue una experiencia sibarítica y de la sensibilidad perdurables en la memoria.

En este aquelarre de gustos marranudos, el Tolima presenta con preferencia femenina su ya legendaria lechona, la que, una vez sacrificada, la chamuscan, acarician cepillándola y raspan su piel para que quede de finísima textura, dándole, por ultimo, un baño lustral. La inventiva radica en retirarle toda la carne, y la grasa, aderezándola con vino, cebolla, ajos, comino y pimienta. Y el festín prosigue cocinando esta carne hasta que quede para deshilacharla. Entonces se prepara un guiso enriquecido con papa finamente picada, arvejas previamente cocinadas y la carne ya lista, no sin agregarle pollo bien picadito. El cuero, predestinado al goce de la mesa, se condimenta y sala discretamente. El animal vuelve a tomar noble presencia cuando se le rellena y queda como un ídolo inerme hasta que aparece el sabio asado bien dorado, desafiando a los tragantones o tragaldabas.

La sangre, bendita sangre, es el alma y sustancia de las rellenas, tan tradicionales en muchas regiones del país, producto que, desde luego, tiene muchos adeptos. Es pecado mortal de tripudos, sobre todo cuando son hechas con el aditamento de arroz, arvejas y aderezadas con cebolla y el excepcional poleo. Con esta misma sangre se hacen las apetitosas morcillas, que varían en el tono de sus sazones, según las tradiciones o gustos terrígenos. En la Costa, por ejemplo, especialmente en Cartagena, son sencillas en su condimentación con algo de dulce. Aunque pueden no ser del todo originales estas si tenemos en cuenta que en la matanza que hacen ritualmente en la Coruña, España, preparan también la morcilla dulce que derecen como postre. Se prepara con la sangre del cerdo añadiéndole miga de pan, uvas pasas, piñones y azúcar, embutidas en la tripa gruesa y cocinadas. Las curan luego al humo, se cortan en rodajas, se fríen y queda listo el curioso postre.

Y paradojas de la cultura cibaria. Entre nosotros del cerdo apenas se le aprovecha en elementales técnicas y preparaciones sin mayor imaginación. Unas veces asado, otras en divisiones fritas, o en guisos de criollísimo acento. Y, desde luego, como complemento indispensable y categórico en tamales, pasteles o sancochos. La imaginación no se ha aplicado en la elaboración de carnes curadas con sazones propias, ni siguiera en salazones con especias, perdiéndose así la posibilidad de contribuir no sólo al enriquecimiento del recetario nativo, sino la perspectiva de renovados goces en la mesa. Que, ya lo sé, hay chorizos, algunos muy gustosos en muchas islas del Caribe y pueblos de Colombia en particular; mas todos con el genio de lo que dejó España, quizá el más original de sus embutidos, pues longanizas, morcillas, sobrasadas y chicharrones les llegaron por las vertientes griega y romana, aunque ya el viejo Marcus Gavius Apicius, en la antigua Roma Imperial, hacía unos chorizos con huevos, sesos, riñones y garum, que, para decir la verdad, son poco atractivos hoy, por falta de mandarria. Y, a propósito de Apicius, este trae en su Re Coquinaria otra receta no menos curiosa: después de haber cocido el jamón (pernil) con muchos higos y tres hojas de laurel, quitarle la corteza, dar unos cortes de cuadrados y rellenar con miel. Cubridlo a continuación con una pasta de harina y aceite y ponerle otra vez la corteza; cuando la pasta esté cocida, sacar del horno y servir.

Abundan variedades de carnes tratadas de charcutería o salsamentaria en los supermercados, bien lo sé, pero no podríamos decir que esos abigarrados productos se diferencien sustancialmente en sabores y aliños. Predomina una uniformidad de sal, nitro y adherentes químicos que les conceden una monotonía fatal. Carecemos de un jamón, de unas chuletas, de unos lomos de cerdo en criollísimas curaciones. ¿Por qué no criar en forma especializada al ya célebre gruñete, para que hablemos del jamón a la colombiana o del costillar a la colombiana?

Pero el señor cerdo tiene momentos también de venganza después de que tan gratuitamente lo han deendido en el curso de su vida con los más infames epítetos. Es que se asimila patéticamente al caso de muchos hombres. En estado natural, según observó un estudioso del tema, vive en piaras, pero cuando un macho llega a los siete u ocho años, época en la que empieza la decadencia de sus fuerzas, los machos más jóvenes lo expulsan de la manada, y entonces se convierte en un animal solitario y suele ser temible, no sólo por su corpulencia mucho mayor, sino por su carácter colérico y su ferocidad natural. ¡Cuántos viejos no he visto que van apenas por el mundo rumiando sus amarguras en soledad! Para nosotros, tan noble animal representa en asados, en fritangas, en perniles, en lomos con salsas afrutadas o acaramelados, en tamales y pasteles, el sentido pagano de celebrar la Natividad, día en que la luz es más pura y cuando los hombres todos retornamos a las gracias de la niñez, aunque en la otra cara de la moneda aparezcan miles de infantes lacerados por los crímenes que claman la justicia de Dios, de los nuevos bárbaros que están a las puertas de Roma y que a todos entristecen.

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