El
chocolate, bebida sin fronteras en el siglo
XIX
Por: Aída Martínez Carreño. Aunque
su nombre provenga de la voz náhuatl xocóatl, y su materia
prima, el cacao, fuera usada de múltiples maneras en la gastronomía
prehispánica de Mesoamérica, la creación de esta
bebida requirió largos años de intercambios. ¡Cuántos
ensayos, qué inextrincable acopio de inventos, iniciativa, improvisaciones
y hallazgos debieron sucederse antes de dar con la fórmula del
chocolate, el néctar que España regaló al mundo!
UN SECRETO
MAL GUARDADO
Se
estima que al comenzar el siglo XVII ya estaba resuelta la fórmula
de su preparación (moler la semilla del cacao con azúcar
y especias aromáticas sobre una superficie caliente), y solucionada
la duda moral y teológica sobre si consumirlo quebrantaba el ayuno
eclesiástico o era acción pecaminosa; en esa centuria la
costumbre de beber varias tazas diarias se propaló desde España
al resto de las naciones europeas y las órdenes religiosas cumplieron
el papel de agentes para extender su disfrute. Después de 1728,
cuando Felipe V vendió el secreto de su preparación, las
chocolaterías se propagaron por el mundo.
En ese lapso, en las colonias
españolas de América se pasó de exportar el cacao
a la metrópoli a consumirlo en altas proporciones y en toda oportunidad:
los viajeros llevaban bolas de cacao en sus alforjas, las familias pudientes
las atesoraban en pesados cofres de nogal, en la intimidad de los estrados
las damas invitaban a sus amigas a refrescar con dulce, frutas y chocolate,
los médicos neogranadinos ordenaban beber chocolate para curar
la jaqueca, el constipado o el dolor de muela (en caso de debilidad extrema
las bolas de cacao se colocaban sobre la frente amarradas con un pañuelo).
Los ricos lo tomaban en adornadas jícaras de porcelana y los pobres
en tazón de barro vidriado... a nadie faltaba ese alimento apreciado
por virreyes y soldados, niños y ancianos, damiselas y prelados.
SIN BANDERA
POLITICA
Con
la derrota de los ejércitos españoles en 1819 dejó
de existir la Nueva Granada, huyeron los virreyes, emigraron los chapetones,
se abandonaron peluquines, calzones y casacas, los escudos españoles
y las efigies de Fernando VII se esfumaron con la Real Audiencia, los
Reales Tribunales de Cuentas y otras reales instituciones, pero el chocolate
que había sido símbolo de la grandeza del imperio español
pasó de uno a otro sistema, porque ya era uno de los pilares de
la alimentación y de la economía nacional.
Los puertos de Guayaquil y
de Caracas, que habían sido los encargados de remitir los mejores
cacaos de la región hacia España, continuaron haciéndolo
con destino a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos; la medida
usual no era de peso, sino que se contaba por unidades, teniendo como
base un millar de granos. La planta se cultivaba en las zonas cálidas
y húmedas (había grandes extensiones de cultivos en el Cauca,
Mompox, Honda, Cúcuta, Girón) a cargo de ricos hacendados
que podían esperar los cinco años que van desde cuando se
siembra la planta con buen sombrío hasta su primera cosecha; el
esfuerzo se compensaba por el largo tiempo de producción (cerca
de treinta años) y la alta demanda interna que no dejaba excedentes:
se bebía chocolate al desayuno, sobre el almuerzo, a la hora del
refresco, durante las visitas, en los actos públicos, en la intimidad,
en los duelos o en las fiestas nacionales, pero según y dónde
se hiciera, la bebida difería y hasta el mejor fruto se estropeaba
si no se dominaba el arte de prepararlo. Aun cuando el proceso requería
de cierta especialización y bastante esfuerzo físico, durante
el siglo XIX era parte de los oficios domésticos. Comúnmente
las molenderas eran trabajadoras independientes que se contrataban para
realizar su tarea a domicilio, fijándose su salario de acuerdo
con las libras o el número de semillas que lograran procesar.
FORMULA DEL
CHOCOLATE
Para
comenzar, debían tostarse las pepas, luego triturarlas y molerlas
a mano entre dos piedras. La piedra sobre la cual se molía el cacao
tenía la misma forma de un puente bajo el cual se encendía
un fuego suave alimentado con carbones; sobre la piedra caliente y bajo
presión de la "mano", o sea otra piedra de forma alargada
y cilíndrica, después de varias horas de manipulación
el cacao soltaba su grasa y comenzaba a reducirse a una pasta blanda que
se mezclaba con azúcar en cantidades que variaban de acuerdo a
los gustos: había quienes ponían el doble de azúcar,
otros lo revolvían en partes iguales; también variaban las
especias, pero comúnmente se aromatizaba con canela, clavos, vainilla
o nuez moscada, según las preferencias. Una vez hechas las mezclas,
la molendera --porque era oficio femenino-- arrebolada por el calor, sofocada
por el esfuerzo, con la cara ardiendo y las manos quemadas en las piedras
calientes, procedía a armar las bolas en las cuales imprimía,
como adorno o por placer, la huella de sus dedos. Después de secas
se guardarían en recipientes cerrados para el consumo diario; el
tamaño de cada una correspondía a una taza de agua, como
sucede con las pastillas que ahora consumimos. Pero cada porción
pesaba una onza y media, según se indica en un documento de raciones
para el ejército, mientras que actualmente una pastilla pesa menos
de una onza.
Ese era el procedimiento para
obtener un buen chocolate, pero abundaban los trucos para hacer rendir
el cacao mezclándole cascarilla o adicionando harina de maíz,
de los cual resultaba un chocolate más barato que se llamaba chucula
o gamuza. Por la higiene o la honestidad de las molenderas nadie ponía
la mano sobre el fuego, y muchos se lamentaban de tener que tomar "una
purga malísima, insípida y malsana". Pese a que las
tiendas ofrecían distintas calidades y varios precios según
fuera "chocolate de azúcar", "chocolate de canela"
o "chocolate de harina", y pese a que algunos empresarios ofrecían
venderlo al por mayor, era difícil confiar en la calidad de un
producto que nadie controlaba pero que todos consumían por ser
"tónico, estomacal, refrigerante, demulcente, laxante, analéptico
y lenitivo".
Quienes habían viajado
al exterior lamentaban la falta de una chocolatería bien establecida
y fueron varios los intentos por industrializar su producción.
El primer ensayo coronado por el éxito fue el de Chocolate Chaves,
cuya fábrica se inició en Bogotá en 1877 y abrió
el camino para muchos otros empresarios que, pese a su éxito, nunca
lograron exterminar el viejo oficio de moler cacao, que subsistirá
mientras la nostalgia aliente la idea de que "todo tiempo pasado
fue mejor".
CHOCOLATE
Y LITERATURA
En
las notas de los viajeros europeos del diecinueve abundan los comentarios
sobre la evidente afición nacional por la bebida. Si los efluvios
aromáticos de grandes tazas de cacao (como se lo denomina afectuosamente)
inspiraron a los literatos decimonónicos para su producción,
es algo que, aunque se afirme, no puede demostrase, como sí queda
demostrado que el chocolate les sirvió de tema para añoranzas
costumbristas, poesía jocosa y polémicas seudocientíficas.
Son prueba "Las tres tazas" de José María Vergara
y Vergara, "Una taza de chocolate" de Juan Francisco Ortiz,
ambos publicados en la biblioteca de El Mosaico, y las estrofas de Wenceslao
de Ayguays con respuesta de Fray Jerundio publicadas en El Rocío,
Bogotá, 1872, sobre el gran reto planteado en cuatro líneas
de soneto:
¿No es, hermano, solemne
disparate
Preferir chocolate al desayuno?
¿No es más estomacal, más oportuno
Un par de huevos fritos con tomate?
La ofensa exacerbó
a la intectualidad bogotana que se precipitó en un vértigo
laudatorio al chocolate, de cual salió convertido en "panacea
universal", "paradigma de la felicidad", "porción
divinal", "heroína de ambos mundos", y "alimento
de sabios enciclopedistas". En todo caso, símbolo de prestigio:
aún hoy, como hace doscientos años, se llama cacaos a los
hombres más ricos y poderosos del país.
Tomado de: Revista Credencial Historia.
(Bogotá - Colombia). Octubre 2000. No.130
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