Oración
del arriero
¡Señor!
Tú que me diste la sencilla alegría
de andar de madrugada en madrugada,
despertando caminos que llevan al trabajo
mientras sube a mis venas la tierra enamorada.
Tú que encendiste
el sol encima de mis mulas
y me diste un carriel y unas cotizas y un
rústico "yesquero”
y un arriador trenzado de paisajes
y un pan honrado y un amor sincero.
Tú que cuidas
mis hijos y mis viejos
y mi ranchito lleno de goces franciscanos,
Tú que me diste un tiple que canta
como el agua labrantía
que baja de lavarle a Dios las manos.
Tú que me velas mi sueño despues
de la jornada
y ajustas el corpiño de mis eras
el broche de la rosa,
Tú que haces florecer los arrayanes
y endulzas los mortiños
y repites tus cielos en los ojos de mi esposa.
Tú que me diste
un alma campesina
que cree en las campanas que llaman al rosario
y que se aprieta, igual que una mulera,
las indulgencias del escapulario.
Tú que me hiciste
simple, con inédita arcilla de montaña
y me enseñaste a perdonar la herida
y a ver en tu Evangelio de los pobres
la Verdad, el Camino y la Razón eterna
de la vida.
Hazme instrumento de tu
paz cristiana,
de la que necesitan mis maizales,
de esa paz que consuela los trapiches
y echa a rodar canciones entre los cafetales.
Señor: haz que donde
yo vaya
no llore un niño ni haya un padre
ausente,
con esa ausencia amarga, con esa ausencia
roja
que arruga los claveles a la altura del
pecho y de la frente.
Que no “tope”,
Señor, junto a la “trocha”,
al lado del yarumo solitario,
a una madre que enreda sus entrañas
en los rústicos brazos de un calvario.
Hazme, Señor, la
gracia de ser tu mensajero de cotizas,
que a donde llegue yo con mi mulada,
sea la tierra buena y esté la fe
junto al fogón prendida
y el saludo sea simple y no tenga violencia
la mirada.
Que el labriego no esconda
la semilla
por miedo al bandolero;
que no haya hilos de sangre en los machetes
ni cruces de madera en el lacre cansado
del sendero.
Que el leñador regrese
por la tarde
con su fatiga al hombro como cargando un
trino;
que en el rancho, la lámpara votiva
queme aceite y no llanto campesino.
Que si hay niños
sin madre y sin juguetes,
tengan, al menos, su ración de cielo;
que no zurza responsos la abuelita
ni fume más ausencias el abuelo.
Tú que inventaste
el trompo de “guayabo"
y la muñeca de cartón y la
sombra pequeña del niño montañero,
hazle a los huerfanitos sin amparo
aunque sea un amor de muñequero.
Diles que allá en
tu Reino,
donde la espina sirve para coser el velo
de la luna,
está la madre remendando nubes
para los niños que dejó en
la cuna.
Yo que todos los días,
desde que el sol despierta,
llevo sobre mis mulas un "jato”
de paisajes,
quisiera ser un santo: San Juancho de Arriería
para rezar la patria que me aprendo en los
viajes.
Y decir en las fondas:
hermanos de mi angustia,
barro del mismo barro, semillas de mi ancestro,
no asesinéis la patria que la patria
es tan dulce
como en el niño pobre la voz del
Padrenuestro.
Yo he visto madrugadas
de Antioquía y del Tolima:
son frescas y son pródigas como frutas
maduras.
Allí la tierra curva un himno de
azadones,
un himno de esperanza y un himno de herraduras.
Acompañadme, hermanos,
por la región del Cauca
y os mostraré la piedra en moldes
de hidalguía,
en Popayán cabalga de espuelas la
esperanza
y es sobre los blasones que se desmaya el
día.
Vamos a pie por Caldas
y entremos al Quindío.
Visitemos de noche sus aldeas dormidas
y los cafetos niños nos dirán
que el futuro
está esperando flores y no llanto
y heridas.
Bajemos a Nariño.
Silenciosos virreinales
nos dirán que Colombia tiene estampa
aldeana.
No le pidais violencia a quienes son tan
claros
como en sus campanarios la voz de la campana.
En el Valle del Cauca,
corazón de azúcar
en donde las palmeras son sombras de María,
no cabe la tristeza ni un muerto por rencores
porque nunca se ha visto de luto una sandía.
Sigamos tras las mulas
al litoral de yodo
y de arenas que cantan y de olas que besan;
el costeño no puede silenciar la
alegría
porque allí sangre y danza son dos
ritmos que rezan.
Vamos a ver los Llanos
donde el cielo va al anca
de los potros salvajes de cascos sobre el
viento,
en su esmeralda cabe el corazón de
América
pero su paz se arruga con un remordimiento.
Por Boyacá he pasado:
gente sencilla y buena
para quien es la Virgen su novia campesina.
Si un boyacense mata se entristece el paisaje
porque en las romerías ya falta una
guabina.
También he recorrido
la fría altiplanicie
donde el viejo Bochica peinó una
catarata
y dentro del florero de González
Llorente
la libertad tenía rumor de serenata.
En el Chocó he sentido
más liviano el platino
que el amor de la raza por su tierra bendita.
En el San Juan, los bogas hunden sus ojos
negros
para pescar canciones y ancestros de ebonita.
Tierra santandereana: descalzo
mis cotizas
para entrar en tu historia de sangre comunera;
tienes tanto heroísmo, que bastaría
El Socorro
para hacer otra patria si Colombia muriera.
Después de los combates
tíí tienes voz de agua
y empujas tus bambucos como empujando un
río;
cuando un santandereano tiene en su mano
un tiple,
es porque la bandera se le ha vuelto rocío.
Así quisiera hablarles,
yo, Juancho de Arriería,
a todos los hermanos de esta patria olvidada,
hazme, Señor, la gracia de ser tu
mensajero
de corazón sin odios y de conciencia
honrada.
Y si Tú me permites
que yo hable como arriero
y bendiga la tierra con fe y con mansedumbre,
tal vez no haya más niños
sin pan y sin juguetes
y no haya más hogares sin amor y
sin lumbre.
Tú, Señor,
que me diste la sencilla alegría
de tener un ranchito lleno de tu presencia,
déjame ser lo mismo que el Panchito
de Umbría
para amansar al lobo su instinto de violencia.
Y verás que los
hombres vuelven a ser felices
y que en los campos tornan a florecer las
eras
y un vendaje de olvidos, perdones y raíces,
le curará a la patria sus cruces
de madera.