TOMÁS
CARRASQUILLA
Cuento
EL ANIMA SOLA
En aquel
tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó
al universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida;
sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquisimos sus feudos
y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó
un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios
que en el recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su
época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.
En su ansia de perpetuarse,
de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones
por decenas. Como no se los diese bajó a dígitos y, por
último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de
la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale
una hembra, cuando no dos.
Entre la ilusión y el
desengaño llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa,
sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus
crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una
multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los ciervos
en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al
magnate un heredero. Pagado resarcido de todo se consideró con
el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto
que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién
nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios.
Su Sacra Real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse
ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse
fiesta por ocho días, y numerosos mensajeros llevaronla nueva a
ciudades y castillos. Timbre de Gloria se nombró al heredero.
Rejuveneció el castellano
con la dicha: de sombrío y sanguinario, tornóse regocijado
y compasivo. Bajó a sus pecheros los impuestos; envió sus
mesnadas en defensa de la cristiandad; dos galeras, costeadas a sus expensas,
purgaban los mares de expensas, purgaban los mares de infieles; y las
limosnas salían de sus arcas como manantiales insecables. Colmó
a sus hijas y a la esposa, especialmente, de atenciones y finezas, hizo
alianza con muchos caballeros, y grandes agasajos en su castillo.
Señores y vasallos,
amigos y extraños competían en cariño al vástago
precioso que trajo a la comarca tantas bendiciones. Timbre de Gloria confirmaba
día por día el nombre que le dieron; en su persona pareció
concentrarse el lustre y la grandeza de sus antepasados. El castillo,
enantes tedioso y solitario, convirtiólo el infante en animada
corte de placeres y discreteos. Tenía a perpetuidad un cuerpo de
físicos que le velaban por turno, para extirpar, en cuanto asomase,
el amago de la enfermedad; y todo por lujo solamente, por que Timbre de
Gloria era la misma salud. Academias laicas y clericales lo instruían
en matemáticas, humanidades y ciencias teológicas. Habilisimos
maestros en artes bélicas, musicales y venatorias, fueron llamados
de lejanas tierras, para adiestrarlo en tan caballerescos ramos.
No en balde: a los dieciséis
años daba quince y raya a unos y otros. Abismados se quedan los
frailes con las hondas cuestiones que a menudo les propone; con silogismos,
en la más castiza latinidad, de que se vale a cada paso. No menos
se pasman los matemáticos, al ver cómo caben y se relacionan
en tan juvenil cabeza lo mismo los ápices del número y de
la fórmula que las abstracciones del plano y del sólido.
Ninguno como Timbre para garbear en el potro más indómito;
ninguno como él en el manejo de gerifaltes y halcones; ninguno,
para disparar venablos y ballestas. A su flecha no se escapan las pajaritas
del cielo, y en cuanto echa la jauría por delante, no hay alimaña
segura, a ver por qué no se enmadriguera en el mismo centro de
la tierra. Traslada a grandes distancias pesos enormes, como si fueran
copos de algodón; para trepar y dar saltos solo las corzas lo rivalizan;
en canto y danza, parece hijo de Apolo y Terpsícore; tañe,
como él sólo, desde el pastoril caramillo hasta la cítara
del poeta; y en cuanto a desatarse en improvisadas endechas, al compás
de un laúd, es para el doncel lo mismo que conversar.
Como, ya en esa edad, tuviera
una fiereza, una lozanía y una beldad que ponían pálida
y convulsa a cuanta hembra le mirase, quiso el padre darle estado, a fin
de que le dejara, antes de marchar a la guerra, un par de nietos, por
lo menos. Tras de largo discurrir y excogitar, atúvose a la fama,
y eligió a Flor de Lis, hija de un poderoso castellano y tenida
en el reino por la más bella y recatada.
Distante muchas jornadas del
castillo de Timbre de Gloria estaba el de la hermosa; a él se encaminaron
padre e hijo, cargados de riquísimos presentes, con gran séquito
de escuderos y servidumbre. No bien hizo la petición el caballero
cuando le fue concedida; y al avistarse los prometidos, ambos a dos estuvieron
a punto de desmayarse: tan hermosos y seductores se hallaron uno a otro,
de tal modo traspasados por puntas de amor. Concertáronse las bodas
con el plazo perentorio de los preparativos y, después de tres
días de espléndidos festejos, partieron los peticionarios.
Tamaño acontecimiento
trascendió hasta los reinos limítrofes: apenas si cabría
en el mundo pareja más hermosa, más ilustre, y novios el
uno para el otro más apropiados. Timbre de Gloria estaba como loco:
aún las fieras del monte, hasta a los mismos muros del castillo
quería comunicarles su ventura; enajenábase con la ausencia:
eternidad se le volvía la rapidez vertiginosa con que se gestionaban
los aprestos y diligencias del matrimonio.
Mas que con los garzones de
su clase, le ligaban vínculos de tierna amistad con su maestro
predilecto, el licenciado Reinaldo, varón doctísimo y preclaro,
en quien cifró el mancebo cuanta fe y seguridad cupo entre amigos.
El tal se hallaba, últimamente, en la corte, y Timbre de Gloria
acudió en su busca, para hacerle partícipe de cuanto le
acontecía y esparcirse con el deliciosas confidencias.
Nunca tal hiciera. Grande atención
prestó el licenciado al desbordante relato del doncel; y luego
, con aire y tono de quien posee un secreto por nadie sospechado, dejóse
decir estas palabras:
-Hermosa como el sol es tu
prometida, amigo mío. Rica hembra más celebrada no conozco;
pero...
- Pero qué, maestro
?
-Pero!... - volvió a
decir el licenciado.
Y a que se explicase
no fueron parte ni el ruego, ni las promesas, ni las lágrimas de
su discípulo. Separóse del Reinaldo con el corazón
emponzoñado. Ese pero que nada definía, que nada concretaba,
tuvo para él, en la boca autorizada de su maestro y amigo, la sugestión
terrible de lo desconocido.
Qué sería? Qué
no sería? Una alerta, acaso? Un pronóstico? Cuántas
y cuales consecuencias tendría eso en su destino? Imposible adivinarlo!
más, fuese esto, aquello o lo de más allá, no le
cabía duda que era algo grave, tal vez vergonzoso, que, en su inexperiencia
de niño, no le era dado ni sospechar siquiera.
Sólo así se explicaba
la obstinación de su maestro en aclarar el asunto; de otra suerte
no concebía aquel pero en boca por lo que hablaban la prudencia
y la sabiduría.
Labrándole, corroyéndole
la palabra cada vez más, llegó al castillo tan tembloroso
y desencajado, que todos a una tuviéronlo por próximo a
expirar. Corrieron los escuderos, corrió el padre, corrió
la madre, corrieron las hermanas; bajáronlo del corcel como un
difunto y lo llevaron en vilo hasta su lecho. A la gritería y confusión
cobró alientos el mancebo; mas fue para arrojarse desalentado y
ponerse de hinojos a las plantas de su madre. En tal guisa sacó
la tizona y, con voces doloridas y entrecortadas dijo así:
- Padre y señor: tomad
mi propio acero y quitadme la vida; no la merezco ni la quiero. No la
merezco, porque tengo de faltar al honor; no la quiero, porque no hay
bajo el cielo hombre más desgraciado que vuestro hijo.
- Loco!... Mi hijo está
loco - prorrumpió el castellano, presa del espanto.
-De rodillas, peregrino, que
vas a comparecer ante el Supremo Juez!
Baja del féretro la
monja, acércase al licenciado y con la débil diestra le
arranca la lengua de raíz.
Al día siguiente, los
alguaciles reales llevaban un reo a la verguenza. Al acercarse a la picota
de piedra, vieron encima una lengua humana que aún palpitaba. Van
a quitarla y fuerza misteriosa los rechaza. Ni entonces ni después
pudo nadie acercarse. Cernióse el espanto es esa piedra como sobre
lugar de maldición; de él huyeron las aves y las brisas;
en torno de esa lengua hízose el vacío, que ni el aire impuro
quiso contaminarse. Ahí está: ni el agua la reblandece,
ni la calcina el resisterio, elemento alguno la destiñe. Ahí
está, sangrienta, palpitante, indestructible como la calumnia.
Y vosotras, hijas sencillas
de mis montañas, rezad poe el alma del licenciado. En los grandes
días de perdón, cuando se despuebla el purgatorio, allá
se queda esa alma solitaria. Si vuestras preces no acortan el plazo irrevocable,
amenguan, al menos, el fuego blanco de la purificación. En alta
noche, cuando el viento se queje en las ventanas y gima en las techumbres;
cuando los perros aúllen de triateza, rezad por el Anima sola.
FIN
TOMÁS CARRASQUILLA, EL ALMA DE UN PUEBLO