Antonio
José Restrepo (Ñito
Restrepo)
Antonio
José Restrepo nació en Concordia, departamento
de Antioquia, el 19 de marzo de 1855 y
falleció en Barcelona, España, el 1º de
marzo de 1933. Fueron sus padres D. Indalecio,
"de los Restrepo de cepa ilustre", y doña
Teresa Trujillo. Cursó las primeras letras
en su tierra natal y en Titiribí, terminó
el bachillerato en la Universidad de Antioquia
y luego adelantó estudios de literatura
y jurisprudencia en la Escuela de San
Bartolomé de la Universidad Nacional.
Ñito
Restrepo, como se le designó y trató familiarmente
en su tiempo, fue diputado a la asamblea
legislativa del Estado Soberano de Antioquia,
secretario y miembro de la cámara de representantes,
senador de la república, procurador general
de la nación y del mencionado Estado Soberano
de Antioquia, cónsul en El Havre (Francia),
ministro plenipotenciario y delegado de
nuestro país a conferencias internacionales
en varias oportunidades. Fue, así mismo,
miembro honorario de las academias de
Historia de Bogotá y Medellín y numerario
de la Academia de Jurisprudencia.
En
el ámbito de las letras, Antonio José
Restrepo sobresale como escritor de señalados
méritos y peculiar estilo. "Prosa como
la de Restrepo —anota José Camacho Carreño—,
con igual maestría, la habrán escrito
o hablado contadísimos varones del mundo
español; pero no sé de ninguno que la
dijese tan garrida como la derramaba su
pluma". Como profesional del periodismo,
campo en el cual se distinguió por sus
páginas polémicas y de combate, fue fundador
y redactor de varias publicaciones periódicas
aparecidas en Bogotá y Medellín. Como
orador parlamentario hizo gala de una
expresión fina y elocuente. Aún se hace
memoria del sonado debate que sostuvo
en el hemiciclo del senado con el maestro
Guillermo Valencia sobre la pena de muerte,
en la legislatura del año veinticinco.
Sobre
este acontecimiento, el escritor caucano
Dr. Luis Carlos Iragorri, fraternal amigo
del maestro Valencia y testigo presencial
de aquel duelo oratorio, anota lo siguiente:
Valencia
era el orador elegante, culto, convencido,
irónico, veraz, documentado y subyugador.
Restrepo divagaba largamente entre la
insidia, la crueldad y la anécdota: no
le importaba "hacer historia o inventar
historia", como se lo dijo su gallardo
contendor; deleitaba con su gran elocuencia
y con la frase fustigante, empleada magistralmente,
y desconcertaba con el cinismo.
La
pluma de Juan de Dios Uribe, en el denso
e intenso prólogo que escribió desde Quito
para el libro Poesías originales y
traducciones poéticas (Lausanne, 1899)
de su coterráneo y amigo inseparable,
nos pinta de este modo la singular figura
de tan eminente colombiano:
Antonio
José Restrepo era, en 1878, alto de cuerpo,
inclinado de espaldas para caminar, de
frente no muy explayada, más saliente
y protuberante, cara enjuta y huesosa,
dominada por larga nariz de inclinación
suave, ojos obscuros de foco intenso,
boca mediana y maliciosa de labios delgados,
negrísimo pelo en el bozo, en la barba
y en la cabeza; y por todo el busto un
baño señorial de vieja estirpe, algo raro
que iba pregonando la calidad del sujeto,
aunque no se le supiera el nombre. Su
palabra pausada, con el dejo característico
de los antioqueños, tenía tonos y genuflexiones
de voz para todas las circunstancias,
siendo suave y musical en las recitaciones
de salón y corrillo, llena y de cuerpo
con más auditorio, y amplia y resonante
si había de acomodarse a un gran concurso.
Serio al parecer, sin vulgarizar sus preferencias,
y a distancia conveniente de los que no
eran sus amigos, se mantenía, en realidad,
de excelente ánimo, pronto a divertirse,
y con el corazón en la mano para los suyos,
y para los que sabían interesar sus delicados
sentimientos. "Muchas horas de mi vida
bogotana, dice el poeta argentino García
Merou, fueron amenizadas por su conversación
reposada y tranquila, llena de reflexiones
prdeundas y de juicios maduros, que revelaban
el equilibrio perfecto de su carácter".
Tenía Antonio José el imán del corazón,
de que tanto se habla.
Entre
las obras de mayor aliento literario,
del más auténtico sabor colombianista
y que mejor caracterizan al ingenioso
antioqueño, es necesario mencionar El
cancionero de Antioquia y la bautizada
con el nombre original de Ají pique.
De
los fragmentos autobiográficos que reproducimos
a continuación, distinguidos con números
romanos, el primero, o sea, el que lleva
el título Conviene a saber, es
el comienzo del estudio que precede al
maravilloso acopio folclórico contenido
en El cancionero de Antioquia (Medellín,
Edit. Bedout, 1955, 4ª ed.), tomo III
de la Colección Popular de Clásicos Maiceros,
publicación realizada por doña Teresa
Uribe Restrepo, sobrina de Ñito, y por
D. Benigno A. Gutiérrez, con motivo del
centenario natalicio del autor. Y los
dos restantes hacen parte del libro titulado
Sombras chinescas: tragicomedia de
la regeneración, publicado en Cali,
editorial Progreso, en 1947. Estos dos
últimos fragmentos también aparecen al
comienzo de la edición definitiva de Ají
pique: Epístolas y estampas del ingenioso
hidalgo don A. J. Restrepo, compiladas
por Benigno A. Gutiérrez (Medellín, Edit.
Bedout, 1955), tomo II de la citada Colección
Popular de Clásicos Maiceros, aparecida,
así mismo, con ocasión del referido centenario.
Páginas
autobiográficas
I.
Conviene a saber
Cuando
los ojos abrí a la luz de la razón, como
reza la copla que se verá más adelante,
era yo en Concordia uno de los muchachitos
menos aficionados a ir a la escuela, a
frecuentar la iglesia del pueblo, ni arrodillarme
a oír misa, mas antes huía de estos lugares
y repugnaba aquella postura, prefiriendo
hacer novillos o capar, como allá decíamos,
que si no es tan pulcro parece que expresa
la misma operación; y sin que se sepa
por qué se aplique tal frase al hecho
de no asistir a la escuela y tomar las
de Villadiego a divertirse por los campos.
Ello es que yo me hallaba en mis gustos
jugando a las ochas con corozos grandes
o a las casas con corozos chiquitos, que
también llamábamos chascaraises, o echando
cometas en el alto y trompos en todos
los llanitos, cuando no era rompiéndonos
la crisma con botones de guayaba y aun
con piedras en las "guerras" con que ensayábamos
los chicos de aquel pueblo belicoso los
futuros pronunciamientos militares, o
las temibles gazaperas de cuchillo y navaja
en los bailes de garrote.
Pero
como en estas diversiones urbanas quedaba
siempre al alcance de la pretina materna
que se esgrimía a más y mejor por cada
barrabasada de la docena de perdularios
que nos sentábamos a su mesa, mi más regalado
contento era el huirme de la casa paterna
y dar con mi inquieta personita en la
casa de mi abuelo, fuera del poblado,
o internarme decididamente en alguna de
las montañas aledañas, donde mis hermanos
mayores, mis tíos y otros parientes se
empleaban en derribar selvas vírgenes,
para convertirlas en dehesas, o en cultivar
el tabaco en terrenos ya bien domados.
En
aquellas excursiones, hechas generalmente
con algún primo tan vagabundo como yo,
o con el peón bastimentero u otro que
había salido al pueblo a un mandado, aprendí
lo poco que sé de agricultura y lo mucho
que sé de duros padecimientos. Porque
todos aquellos huéspedes de mi cimarronería
tenían órdenes perentorias de mis padres
de hacerme literalmente hipar en toda
laya de trabajos, inclusive cargar a cuestas
pesados tercios de maíz, deshojar caña
de Castilla con mis manecitas de terciopelo
y levantarme a medianoche a arrear en
un trapiche desvencijado dos mulos pateadores,
al resplandor mortecino de un hachón de
bagazo que ardía en un rincón del andén.
Tenían
esas órdenes por objeto, después de majarme
a mí, el que les cogiera aborrecimiento
a las gentes bahunas con que por fuerza
allá convivía y a los trabajos manuales,
de destripaterrones como los calificaba
mi buena madre, deendida de que mis hermanos
mayores, de inteligencia clarísima ambos,
hubieran abandonado los estudios y entregándose
a las faenas del campo, que según ella
ennegrecen, empobrecen y envejecen. Y
mis tales hermanos, particularmente el
mayor, ponían a prueba en toda suerte
de labores mi constancia y fortaleza;
pero sólo por algún acontecimiento fausto
para mí lograban sacarme de los montes
a la vida del colegio, de los condiscípulos,
de los libros y maestros, tan aborrecible
como la esclavitud, en sentir de los filósdeos.
Uno
de estos sucesos de mi vida fue mi mudanza
a Titiribí, río Cauca por medio, cinco
leguas de viaje, mitad bajando al río
y mitad subiendo al otro picacho en que
se agarra este pueblo. Mi abuelo y mi
padre eran de este rico municipio, pero
mi bisabuelo era afuereño, como se decía
por aquellos agrestes lugares de las gentes
que procedían del valle de Medellín, donde
estaba la poca civilización (si puede
admitirse la palabra) que había en la
provincia que conquistó don Jorge Robledo.
Pasaron el río Cauca, cuando llegó la
hora del empuje antioqueño, y fundaron
a Concordia en tierras que los indígenas
llamaban de Comiá. Concordia es netamente
agricultora; Titiribí, minero; lo que
es bueno retener, porque en las coplas
que siguen hay de todo. Al par que el
agricultor es apegado a su terruño y poco
andariego, el minero se andaba toda la
provincia desde Guamocó y Remedios y Zaragoza,
que con Cáceres, Anorí y Amalfi formaban
la llamada "Tierra abajo", donde se cantaban
y bailaban el mapalé y el currulao, hasta
Segovia, Frontino, Barbosa y Titiribí,
con derivaciones a Farallón y Andes, donde
había minas por entonces.
Como
al pasar yo a estudiar a un famoso colegio
en el pueblo de las íes no mejoré de conducta,
sino que empeoré lastimosamente, pues
me remonté a los socavones de una mina,
donde trabajé como simple jornalero, olvidado
de familia y amigos; habiendo ido a casa
a la obligada reunión de Nochebuena, mi
padre, que me había dado rienda suelta
por ver si volvía de mi propio querer
al buen camino, me alcanzó a determinar
en la mesa, donde yo escondía el bulto
a su mirada severa, y me dijo ante todos
mis hermanos y muchos convidados:
—Antonio,
¿quieres irte a estudiar a la Universidad
de Medellín?
Esta
propuesta, que yo revolví en la cabeza
cien veces en un segundo, me cabrilleó
por todo el magín en arco iris y, hecho
el cálculo instantáneo de placeres y penas,
contesté redondamente:
—¡Sí,
señor!
Y
éste sí decidió de mi suerte, quiero decir,
de mi carrera...
Era
necesario ese introito personalísimo,
para poder explicar a mis lectores cómo,
cuándo y dónde me aprendí de memoria el
rimero de coplas que constituyen el meollo
de este libro, que por modo reverente
derezco al público en general y a mis
paisanos en particular. A mis paisanos
antioqueños, entiéndase bien, y especialmente
a mis contemporáneos, si algunos quedan,
de los que no nacimos con chaqueta, como
cantaba Gutiérrez González, tuvimos la
cometa enredada en el papayo y les pusimos
nombre a los primeros perritos de Marbella.
II
Era
estudiante de la Universidad de Antioquia,
por aquellos días, el D. Antonio que va
a figurar en este relato y a infundirle
vida; estudiante bien reputado ante sus
prdeesores y condiscípulos, propagandista
de liberalismo y anticlericalismo, a todas
horas y en todas partes, hasta el punto
de que el rector y su consejo se permitieran
negarle matrícula el segundo año lectivo;
lo que obligó al estudiante a chantarse
el uniforme universitario y presentarse
ante el Presidente señor de Villa, a reclamar
de aquella medida subrepticia, irreglamentaria
e inicua. El Presidente oyó atentamente,
indagó motivos, conducta y aprovechamiento
del querellante, vio sus certificados
de cursos ganados con calificativo de
sobresaliente, y tomó su pluma de oro
y un pliego de papel con el membrete de
la Presidencia del Estado y les espetó
una reprimenda como la merecían al cura
Gómez y sus secuaces, ordenándoles que
procedieran inmediatamente a expedir las
matrículas correspondientes al "hijo del
come-clérigos", que era como osadamente
y falsamente llamaba a D. Antonio aquel
levita de abarcas y mondongo por agua
de beber. Este recuerdo justiciero le
guarda con cariño el D. Antonio al D.
Recaredo.
Pero
lo importante es, por ahora, la sociedad
Filopolita, en que fueran enrolados muchos
condiscípulos universitarios y de otros
colegios, adiestrándolos y sdeisticándolos
para la guerra que ya estallaba. A tanto
se propasaron en aquella apostólica escuela
de demagogia, un cierto domingo, cuando
ya las sociedades católicas, pares de
ésta en lo de su amor a la política, como
lo vendía su nombre, que la policía tuvo
que invadir el local en que se reunían
y llevar al retén a varios corifeos del
bochinche, quedando como extinguida aquella
fábrica de próximos viajeros a bailar
al capitolio en Bogotá, que era la consigna
de aquellos intoxicados muchachos. Al
saber D. Antonio, por la mañana, en los
claustros de S. Francisco, el fin trágico
de la sociedad que tanto aturrulló por
entonces, le dedicó el siguiente epitafio,
que después tuvo el gusto de leer, escrito
con carbón, en varios puentes del camino
viniendo para Bogotá:
- ¡Ya
seas hombre, mujer o hermafrodita,
- Pasajero
infeliz, mira esta losa,
- Donde
yace tendida y lacrimosa
- La
triste "Sociedad Filopolita!"...
Por
esos medios terribles de 1876, antes del
decreto de D. Recaredo en que declaró
la guerra al gobierno nacional, hervía
la agitación política en la Universidad,
de donde salieron pronto para los campamentos
muchos estudiantes. D. Recaredo estaba
todavía firme contra la guerra, pues ya
vemos que hizo cerrar el foco de infección
filopolito. Pero se daba, desde mucho
antes, enseñanza militar a los alumnos.
Por cierto que en esos días vino el famoso
jefe marinillo, general D. Obdulio Duque,
muerto luego defendiendo la posición de
San Antonio en Manizales, y nos pasó una
revista a los estudiantes en formación.
Pero se dijo entonces, y así debió ser,
que Duque vino a Medellín de propio movimiento,
a derecerle al Presidente del Estado que
le permitiera ir con sus marinillos a
poner orden entre los revoltosos del Sur,
mas ya D. Recaredo como que se había dejado
enganchar en la aventura. Papeles hablarán
algún día. A su llegada a Guatemala, publicó
D. Recaredo un folleto con el seudónimo
"Elephas de Themán", en que trata los
asuntos de su política; pero nosotros
no tenemos a la mano ese precioso documento.
III.
Don Antonio
(Entra
veraz, sincero, modesto y franco y saldrá
lo mismo).
Parece
que ya es tiempo de liquidar nuestra situación
con los amables lectores de estas historias,
si fueren tan afortunadas que logren tener
algunos. El estudiantillo que ha venido
figurando en ellas, con Juan de D. Uribe,
Joaquín Suárez Ramírez y otros, se llamaba
D. Antonio, y con ese nombre de pila seguirá
interviniendo en la narración, para mayor
claridad y abreviación. No está por demás
advertir que ese distintivo entre los
de su casa, en la escuela y en todas partes
donde ha comparecido, corresponde al santo
italiano de Padua, a quien hasta los peces
del mar le salían a escuchar "su sermón
y doctrina", y no a otro caballero que
debía firmar con las mismas letras (si
por acaso sabía), que fue Abad de no sabemos
dónde y que mantuvo siempre muy estrechas
relaciones con un marrano.
Don
Antonio se gloriaba de ser paduano más
bien, aunque no habría desechado por inútil
para su regocijo y divertimiento, una
abadía de los tiempos idos, como la de
Thelema, verbigracia. Mas ya que tal gollería
no le cayó en suerte, siempre se resignó
con la suya y hasta las fechas no se sabe
que haya puesto, voluntariamente, fin
a su plácida existencia. Ahí va, tirando,
como dicen los españoles de Castilla,
y es su ánimo dar mucha murga todavía
en este mundo pecador.
Para
la época en que D. Antonio lanzó la candidatura
Núñez, influyendo quizá decisivamente
en asunto de tan funestas consecuencias,
como luego influyó del mismo modo el Paturro
con el feroz cafuche que le insufló a
D. Rafael, ya el sujeto que está ahora
en el telón (pues no hay que olvidar que
asistimos a una representación de sombras
chinescas, según la definición del
diccionario), era casi una notabilidad
entre los de su gremio y aun en más extensos
círculos. Porque ya había ocurrido lo
del discurso al Gral. Ibáñez, que lo hizo
conocer de los políticos; y ya en el campo
de las bellas letras, tan espacioso y
apreciado en Bogotá, se había también
singularizado: ya corrían publicadas y
de boca en boca sus dos composiciones
poéticas Al Salto de Tequendama
y Al poeta negro Candelario Obeso,
que le habían dado una fama bastante para
pasar a ser un sujeto conocido el que
antes fuera solamente "un árbol más en
una alameda", como dijo Larra por el estupendo
carpinterillo, D. Juan Eugenio Hartzembusch,
que de un día a otro hizo representar
en Madrid Los amantes de Teruel;
guardando la inmensurable distancia, por
supuesto.
Es
nuestra voluntad, como dicen los testadores,
detenernos un poco hablando de aquellos
versos, que le proporcionaron a D. Antonio
algunas honrosas amistades, no pocos aplausos
y hasta alguna molestia que ya contaremos.
El
primer viaje suyo al Tequendama fue un
encanto. Estaba interno en la Candelaria,
y un sábado de diciembre de 1878 se fueron
"a ver el Salto" J. de D. Uribe (que luego
había de describirlo maravillosamente),
Antonio María Restrepo Cadavid, Pedro
Pablo Mejía, Vicente Villegas y Lisandro
Villa, con el susodicho D. Antonio. El
viaje se hacía en el caballo de San Francisco,
enjaezado con unas sólidas alpargatas.
Por todo fondo para los gastos contábamos
con 18 reales, o sea, $1.80 de la nomenclatura
actual. Ninguno de los paseantes conocía
el camino, pero sí el refrán que reza:
"preguntando se va a Roma", y emprendimos
marcha más alegres que una bandada de
pericos. En Los Alisos (que pronto
iban a ser célebres por un horrendo asesinato),
encontramos unas yeguas paciendo en todo
el camino. Eran de coger a mano y se la
fuimos echando sin respeto a la propiedad.
Juancho, que era un gran lector de los
Evangelios, nos animaba con el ejemplo
del Divino Maestro: quien, para su entrada
en Jerusalén, ordenó a sus discípulos
que le aparejasen una burra ajena que
a esas horas comía o dormitaba debajo
de una higuera. D. Antonio autorizó el
uso de cosa de otro, sin urgencia de hambre
o necesidad mayor, recordando a sus amigos
que constaba, en letras de molde, el hecho
de que D. José Zorrilla, el que hizo "lamentar"
al cadáver de Larra, se había venido a
decir ese disparate al cementerio de la
coronada Villa, desde Valladolid, también,
montado en una yegua ajena. En las afueras
de Soacha soltamos nuestras caballerías
y seguimos al pie de la letra la polvorienta
ruta hasta Canoas, donde pernoctamos;
lamentando no haberle podido preguntar
a la ventera de la chichería, única puerta
abierta en aquel caserón, como Quevedo
a los cultos de su tiempo: "¿Hay dónde
pernoctar palestra armada?".
Los
realejos finaron allí en una frugalísima
merienda y quedaba pavoroso, ante aquellos
estudiantes, desguarnecidos hasta estar
mondos y lirondos, el problema de la dormida
en aquel rincón de la Sabana, recostado
a unos cerros pelados, guarida de los
Mochuelos, donde el frío helaba la chicha
aun ya ingurgitada. La ventera nos había
notificado que, en cerrando la noche,
cerraría ella la puerta, echando afuera
a todos los parroquianos, para irse a
coger su junco quién sabe dónde y con
quién según el sabio decir de los indios
en casos tales: "¡Al junco y... juntos!".
Afortunadamente,
porque la fortuna ayuda a los friolentos,
estaban entre los oyentes y cenadores,
pues se charlaba y se comía, unos dos
artesanitos de Bogotá que le destajaban
unas obras a D. Pepe Urdaneta, dueño ausente
de aquel tambo incaico y su manimuerta
hacienda inmensísima. Las obras eran de
carpintería, como las tan celebradas de
D. Vicente Montero, y en la carpintería
hallaríamos montones de viruta, que desafiaban
con su acolchonado calentucho los mismos
hielos del Spitzberg. Tomada la del estribo,
a la salud de Morfeo, seguimos a nuestros
compasivos huéspedes a su albergue ocasional,
oloroso a cedro y laurel, con no poco
de colapiscis y pecueca. Al otro día emprendimos
la jornada, rompiendo la aurora los primeros
celajes, y estuvimos al frente de la gran
catarata antes que las nieblas por ella
misma levantadas con el sol, nos la ocultaran.
Allí compuso D. Antonio las dos primeras
estrdeas del poema, como lo cuenta Juan,
y la última, que fue variada un poco,
tiempo después:
Déjame
ver tus ondas, Tequendama,
Que
el viento en el espacio desparrama,
Cual
nítido vellón;
Déjame
colocar en tu corriente,
No
la corona que soñó mi mente,
!Mi
propio corazón!
Cansado
llego a tu silvestre orilla,
En
la que apenas el primero brilla
Rayo
del almo sol;
Leve
gasa de plata, como un velo,
Del
fondo de tu abismo sube al cielo
Con
tintes de arrebol...
!Adiós,
vertiginosa catarata!
Cuando
se acabe para mí la grata
Ilusión
de amar más, que es ya morir,
A
ti vendré, y en tu fulgente espira
Mi
mano inerte arrojará mi lira
Con
tus férvidas ondas a gemir...!
Hallado
ya el molde de la estrdea y la entonación,
que es para el poeta, suponemos, como
lo que llaman los músicos la embocadura,
en algunas noches de trabajo ulterior
quedaron a punto de echarlas a volar,
las sextinas estilo nuñista del ferviente
admirador del cisne curazoleño; pero con
una diferencia esencial: que D. Antonio
no ha dudado jamás de nada y ha sido siempre
afirmativo, en bien o en mal, de lo que,
en todo momento, ha creído en conciencia
que es la verdad. Nada de hibridar el
sí y el no para llegar al qué sé yo, cual
decía de Núñez D. Felipe Pérez en El
Diario de Cundinamarca. Así es que,
luego de una corta descripción de la portentosa
maravilla, D. Antonio se lanzó en disquisiciones
filosóficas, de esas que a las almas que
no son muy del puro barro paradisíaco,
sugieren espontáneamente las bellezas
extraordinarias de la naturaleza:
¿Es
consciente la fuerza que te empuja?
¿Lleva
vida en su seno la burbuja
Que
a tu fondo cayó?
¿No
es el mundo un autómata que gime
Bajo
una ley eterna que le oprime?
¿Es
esa ley un Dios?...
!Tinieblas
y mudez! En la penumbra
De
la conciencia humana sólo alumbra
La
luz de la razón...
Hoy
no existen ni sílfides ni ondinas,
Ni
náyades ni faunos; argentinas
Voces
no suenan ya
En
la concha de nácar de los mares:
El
ángel de la noche en los palmares
No
ha vuelto a suspirar...
Rompió
su carro el sol: hoy pobre estrella,
Con
manchas en la faz, aunque muy bella,
Cruza
la inmensidad...
Callaron
las sirenas y tritones,
El
error y la fe, las ilusiones,
!Y
aun los Dioses... se van!
Cuando
ya la oda estuvo leída y releída a los
amigos y que todos la hallaron digna de
la estampa (porque, en realidad, de ésta
no se puede decir, sin faltar a la verdad,
lo que D. Rafael de Arvelo, chusquísimo
poeta venezolano, dijo de otra que les
recitó en un banquete D. José Heriberto
García de Quevedo, al volver de España:
"—¡Eso es galerón, no oda!"); cuando ya
le sabía a cacho al mismo autor, se la
llevó al Dr. Narciso González Lineros,
para que saliera en La Reforma,
donde D. Antonio era colaborador adventicio.
Por primera vez se agotó la edición de
aquel periódico ramplonísimo aunque su
redactor en jefe era un escritor de fuste,
pero pesadote, y Desarmando Alcázar (como
llamó Pacho Carrasquilla al hermano de
Armando, que publicaba allí muchas tonterías)
le quitaba con sus garabatos lo que el
director pudiera darle con sus editoriales
sesudos.
Sobre
la marcha recibió D. Antonio carta enojadísima
de Adriano Páez, a quien no tenía el honor
de conocer, en que lo regañaba por haber
publicado tal poesía en un diario político,
teniendo él su revista La Patria,
que ponía enteramente a su disposición;
como en efecto siguió luego el regañado
colaborando en la revista de Adriano,
cuya amistad le fue grato cultivar hasta
la muerte de aquel poeta, escritor y hombre
excelente. Pero lo que más sorprendió
al autor de los versos tan alabados, sin
duda por la inagotable benevolencia bogotana,
fue la visita que por entonces recibió
en su propio cuarto (pues ya no estaba
interno), del renombrado poeta D. Rafael
Pombo, quien iba a reconvenirle también,
aunque por diferente motivo.
D.
Antonio vivía en la casa hoy contigua
al teatro Municipal, hacia el norte, donde
tenía hospedaje la señora Maldonado viuda
de del Río, con unos comensales muy escogidos,
como D. Francisco Antonio Uribe, el rubio
Espriella, magistrado de la Corte Suprema,
D. Emiliano Isaza, D. Rufino Gutiérrez
y demás hijos del gran poeta D. Gregorio,
etc. Allí tocó a la puerta del cuarto
el famoso autor de la Hora de tinieblas,
la Noche de diciembre, Edda,
etc., etc. Ya el visitado conocía de vista
al visitante, más de lo que éste pudiera
imaginárselo, pues en sus andanzas estudiantiles
por los vericuetos de la capital solía
caer, con su amigo del alma Juan de Dios,
a un tenducho que a obscuras tenía abierto,
a boca de oración, un tipo rarísimo de
prendero, un tal Isaza, que les daba un
duro justo, con plazo al fin del mes,
por el Libro de los oradores de
Timón, que D. Antonio desempeñaba puntualmente,
por la grande estimación en que tenía
a su obra de lectura predilecta.
Algunos
hallarán muy mal hecho esto de empeñar
los libros un estudiante, que tenía cuenta
abierta en casa de sus acudientes; pero
así es el mundo: a la hora que se necesitaba
el peso, no estaban allí los acudientes,
ni el acudido quería, para con ellos,
sentar plaza de informal y malbaratado,
yendo a cada nada a pedir miserias a caballeros
tan respetables como los hermanos D. Antonio
José y D. Mariano de Toro, titiribiseños
ambos, parientes lejanos y gente de pro.
Además, no está lo malo en empeñar alguna
vez, sino en no desempeñar nunca y ser
un calandrajo, tramposo y petardista,
feos defectos que jamás empecieron al
puntual pagador y correcto D. Antonio.
En fin, los malos ejemplos abundan y el
hombre es más frágil que las mujeres,
diga Shakespeare lo que quiera.
En
Madrid de España estaba un día D. Antonio,
tiempos después, comprando unos muebles
antiguos y vio un sillón majestuoso, parado
en patas de león y con corona regia en
lo alto del espaldar; y habiéndole preguntado
al vendedor por el precio de ese mueble,
le contestó que no se lo podía vender
todavía, porque era del Infante su tocayo,
quien se lo tenía dado en empeño y, lejos
de pagar y rescatar su alhaja, venía los
más días por algunas pesetas más... D.
Antonio, el que no era, pero sí había
sido infante hasta en lo de acudir a la
peña, apenas podía dar crédito a lo que
oyó cuando por otra puerta entró un caballero
"flaco, pálido y magro, que al arrimo
de la esquina del frente había estado
acechando" (Jovellanos) el momento de
colarse sin ser visto al mesón de la deensa
en que estábamos. El mueblero que columbró
a su deudor, corrió a él con grandes reverencias
y cuchichearon en un rincón algunas palabras,
que remataron en que le diera otras pesetas
al serenísimo señor. No sólo se empeña,
se vende hasta lo que no está escrito,
hasta lo que se pone por las leyes fuera
del comercio humano:
- Todo
se vende este día,
- Todo
el dinero lo iguala;
- La
Corte vende su gala,
- La
guerra su valentía,
- Y
hasta la sabiduría
- Vende
la universidad...
- ¡verdad!
(Góngora).
Ello
es que en la inmunda pocilga de aquel
prendero Isaza, detrás del capitolio,
habían conocido D. Juan y D. Antonio al
serenísimo D. Rafael Pombo, que se acurrucaba
en aquel mostrador infecto a esperar indias
borrachas para requebrarlas de amores.
¡Estas son las sublimidades de la lírica
clericonservadora en este valle de lágrimas!
Cómodamente
arrellanado en el sillón que D. Antonio
le dereció (que no era por cierto ni prójimo
del de su homónimo de la Real casa española),
el señor Pombo se deshizo en elogios a
su visitado y sus versos Al Tequendama,
que había visto publicados y que al punto
se había propuesto visitar al autor para
sugerirle una modificación a ese poema,
que valía la pena de continuarlo y acabarlo
como tan felizmente se había comenzado;
es decir, echar noramala las filosdeías
en que se había extraviado el poeta y
proseguir el poema descriptivo empezado;
que... y siguió una larga y sabrosa parla
sobre la poesía verdaderamente americana
que todos debíamos cultivar, respetando
eso sí los fueros de la lengua de Castilla;
que era una chifladura de los liberales
el pretender desligarse de España hasta
en cuestiones de ortografía y gramática;
que D. Antonio, entre cien jóvenes de
porvenir literario, debía reaccionar en
ese sentido: que sin lenguaje poético
y castizo, vehículo digno de "sanas" ideas,
no se podía producir nada duradero y que
llevara el nombre de los distintos autores,
en los distintos países, a la universidad
de todos ellos, etc., etc.
D.
Antonio le manifestó muy respetuosamente,
que no se hallaba dispuesto a modificar
su composición, ya conocida en la forma
prístina que su inspiración le había dado,
y que él creía, además, que se debía aprovechar
la dicción y normas poéticas precisamente
para cantar y propagar las sanas ideas,
cuales lo eran las de su oda en cuestión;
que él había desde muy joven puesto especial
cuidado en el estudio de la lengua patria
y la Gramática de Bello no le faltaba
nunca al alcance de la mano; que estaba
al tanto de las ideas y polémicas americanistas
del mismo Bello, de Sarmiento, de Juan
María Gutiérrez y otros, que reputaban
nocivas nuestras relaciones con España
hasta en lo tocante al lenguaje, pues
la llamada madre patria era un país muy
atrasado, retrógrado, abrumado de preocupaciones
y supersticiones, cuya influencia era
deletérea para las jóvenes nacionalidades
de América, como lo había expuesto tan
magistralmente el Dr. Murillo en su célebre
carta a Vergara y Vergara, cuando regresó
éste de Madrid, deslumbrado, a fundar
la Academia de la Lengua aquí, etc., etc.
D.
Rafael Pombo y el D. Antonio quedaron
amigazos y se trataron un poco hasta que
llegaron los conservadores al poder. Pero
cuando la suerte los vino a ver, cual
se dice por las inesperadas ocurrencias
fortunosas, todos ellos cambiaron de actitud
para con los liberales, como para que
se les hiciera menos bochornosa su función
de ejecutores sumisos de las venganzas
ajenas y al comenzar a satisfacer las
que por su cuenta tenían reprimidas "y
en un rincón de la memoria echadas". Entonces
el Pombillo se puso insoportable: centralista
furibundo fundó una hoja de col para atacar
la Federación y el liberalismo; azuzador
de toda fechoría, adulador de todo el
que mandara, de Núñez, de Payán, del diablo
y del demonio, este gran poeta, humanamente,
no valía la cuerda con que lo ahorcaran...
El
estudiantillo, pues, que figura en estas
sombras chinescas y que usa de
vez en cuando la pluralidad ficticia para
darle variedad al relato, evitando el
pretencioso yo, no era por aquellos días
todo un pintado en la pared. Tenía autoridad
y cariño entre la gran falange universitaria,
y al lanzar, en nombre de ella, la candidatura
de D. Rafael para la presidencia de la
república, se tiró la plancha más monumental,
y de la mayor buena fe del mundo, que
vieron los pasados y esperan ver los venideros
tiempos. "¡Ah, Fortuna, niño en cuna,
viejo en cuna, qué Fortuna!", como dizque
cantaba D. Francisco de Carvajal, yendo
camino de la horca, montado en un burro,
con la cara para atrás, afrentoso predicamento
a que lo condujo su adhesión a un Pizarro
que valía menos que Núñez...