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Antonio José Restrepo (Ñito Restrepo)

Antonio José Restrepo nació en Concordia, departamento de Antioquia, el 19 de marzo de 1855 y falleció en Barcelona, España, el 1º de marzo de 1933. Fueron sus padres D. Indalecio, "de los Restrepo de cepa ilustre", y doña Teresa Trujillo. Cursó las primeras letras en su tierra natal y en Titiribí, terminó el bachillerato en la Universidad de Antioquia y luego adelantó estudios de literatura y jurisprudencia en la Escuela de San Bartolomé de la Universidad Nacional.

Ñito Restrepo, como se le designó y trató familiarmente en su tiempo, fue diputado a la asamblea legislativa del Estado Soberano de Antioquia, secretario y miembro de la cámara de representantes, senador de la república, procurador general de la nación y del mencionado Estado Soberano de Antioquia, cónsul en El Havre (Francia), ministro plenipotenciario y delegado de nuestro país a conferencias internacionales en varias oportunidades. Fue, así mismo, miembro honorario de las academias de Historia de Bogotá y Medellín y numerario de la Academia de Jurisprudencia.

En el ámbito de las letras, Antonio José Restrepo sobresale como escritor de señalados méritos y peculiar estilo. "Prosa como la de Restrepo —anota José Camacho Carreño—, con igual maestría, la habrán escrito o hablado contadísimos varones del mundo español; pero no sé de ninguno que la dijese tan garrida como la derramaba su pluma". Como profesional del periodismo, campo en el cual se distinguió por sus páginas polémicas y de combate, fue fundador y redactor de varias publicaciones periódicas aparecidas en Bogotá y Medellín. Como orador parlamentario hizo gala de una expresión fina y elocuente. Aún se hace memoria del sonado debate que sostuvo en el hemiciclo del senado con el maestro Guillermo Valencia sobre la pena de muerte, en la legislatura del año veinticinco.

Sobre este acontecimiento, el escritor caucano Dr. Luis Carlos Iragorri, fraternal amigo del maestro Valencia y testigo presencial de aquel duelo oratorio, anota lo siguiente:

Valencia era el orador elegante, culto, convencido, irónico, veraz, documentado y subyugador. Restrepo divagaba largamente entre la insidia, la crueldad y la anécdota: no le importaba "hacer historia o inventar historia", como se lo dijo su gallardo contendor; deleitaba con su gran elocuencia y con la frase fustigante, empleada magistralmente, y desconcertaba con el cinismo.

La pluma de Juan de Dios Uribe, en el denso e intenso prólogo que escribió desde Quito para el libro Poesías originales y traducciones poéticas (Lausanne, 1899) de su coterráneo y amigo inseparable, nos pinta de este modo la singular figura de tan eminente colombiano:

Antonio José Restrepo era, en 1878, alto de cuerpo, inclinado de espaldas para caminar, de frente no muy explayada, más saliente y protuberante, cara enjuta y huesosa, dominada por larga nariz de inclinación suave, ojos obscuros de foco intenso, boca mediana y maliciosa de labios delgados, negrísimo pelo en el bozo, en la barba y en la cabeza; y por todo el busto un baño señorial de vieja estirpe, algo raro que iba pregonando la calidad del sujeto, aunque no se le supiera el nombre. Su palabra pausada, con el dejo característico de los antioqueños, tenía tonos y genuflexiones de voz para todas las circunstancias, siendo suave y musical en las recitaciones de salón y corrillo, llena y de cuerpo con más auditorio, y amplia y resonante si había de acomodarse a un gran concurso. Serio al parecer, sin vulgarizar sus preferencias, y a distancia conveniente de los que no eran sus amigos, se mantenía, en realidad, de excelente ánimo, pronto a divertirse, y con el corazón en la mano para los suyos, y para los que sabían interesar sus delicados sentimientos. "Muchas horas de mi vida bogotana, dice el poeta argentino García Merou, fueron amenizadas por su conversación reposada y tranquila, llena de reflexiones prdeundas y de juicios maduros, que revelaban el equilibrio perfecto de su carácter". Tenía Antonio José el imán del corazón, de que tanto se habla.

Entre las obras de mayor aliento literario, del más auténtico sabor colombianista y que mejor caracterizan al ingenioso antioqueño, es necesario mencionar El cancionero de Antioquia y la bautizada con el nombre original de Ají pique.

De los fragmentos autobiográficos que reproducimos a continuación, distinguidos con números romanos, el primero, o sea, el que lleva el título Conviene a saber, es el comienzo del estudio que precede al maravilloso acopio folclórico contenido en El cancionero de Antioquia (Medellín, Edit. Bedout, 1955, 4ª ed.), tomo III de la Colección Popular de Clásicos Maiceros, publicación realizada por doña Teresa Uribe Restrepo, sobrina de Ñito, y por D. Benigno A. Gutiérrez, con motivo del centenario natalicio del autor. Y los dos restantes hacen parte del libro titulado Sombras chinescas: tragicomedia de la regeneración, publicado en Cali, editorial Progreso, en 1947. Estos dos últimos fragmentos también aparecen al comienzo de la edición definitiva de Ají pique: Epístolas y estampas del ingenioso hidalgo don A. J. Restrepo, compiladas por Benigno A. Gutiérrez (Medellín, Edit. Bedout, 1955), tomo II de la citada Colección Popular de Clásicos Maiceros, aparecida, así mismo, con ocasión del referido centenario.

Páginas autobiográficas

I. Conviene a saber

Cuando los ojos abrí a la luz de la razón, como reza la copla que se verá más adelante, era yo en Concordia uno de los muchachitos menos aficionados a ir a la escuela, a frecuentar la iglesia del pueblo, ni arrodillarme a oír misa, mas antes huía de estos lugares y repugnaba aquella postura, prefiriendo hacer novillos o capar, como allá decíamos, que si no es tan pulcro parece que expresa la misma operación; y sin que se sepa por qué se aplique tal frase al hecho de no asistir a la escuela y tomar las de Villadiego a divertirse por los campos. Ello es que yo me hallaba en mis gustos jugando a las ochas con corozos grandes o a las casas con corozos chiquitos, que también llamábamos chascaraises, o echando cometas en el alto y trompos en todos los llanitos, cuando no era rompiéndonos la crisma con botones de guayaba y aun con piedras en las "guerras" con que ensayábamos los chicos de aquel pueblo belicoso los futuros pronunciamientos militares, o las temibles gazaperas de cuchillo y navaja en los bailes de garrote.

Pero como en estas diversiones urbanas quedaba siempre al alcance de la pretina materna que se esgrimía a más y mejor por cada barrabasada de la docena de perdularios que nos sentábamos a su mesa, mi más regalado contento era el huirme de la casa paterna y dar con mi inquieta personita en la casa de mi abuelo, fuera del poblado, o internarme decididamente en alguna de las montañas aledañas, donde mis hermanos mayores, mis tíos y otros parientes se empleaban en derribar selvas vírgenes, para convertirlas en dehesas, o en cultivar el tabaco en terrenos ya bien domados.

En aquellas excursiones, hechas generalmente con algún primo tan vagabundo como yo, o con el peón bastimentero u otro que había salido al pueblo a un mandado, aprendí lo poco que sé de agricultura y lo mucho que sé de duros padecimientos. Porque todos aquellos huéspedes de mi cimarronería tenían órdenes perentorias de mis padres de hacerme literalmente hipar en toda laya de trabajos, inclusive cargar a cuestas pesados tercios de maíz, deshojar caña de Castilla con mis manecitas de terciopelo y levantarme a medianoche a arrear en un trapiche desvencijado dos mulos pateadores, al resplandor mortecino de un hachón de bagazo que ardía en un rincón del andén.

Tenían esas órdenes por objeto, después de majarme a mí, el que les cogiera aborrecimiento a las gentes bahunas con que por fuerza allá convivía y a los trabajos manuales, de destripaterrones como los calificaba mi buena madre, deendida de que mis hermanos mayores, de inteligencia clarísima ambos, hubieran abandonado los estudios y entregándose a las faenas del campo, que según ella ennegrecen, empobrecen y envejecen. Y mis tales hermanos, particularmente el mayor, ponían a prueba en toda suerte de labores mi constancia y fortaleza; pero sólo por algún acontecimiento fausto para mí lograban sacarme de los montes a la vida del colegio, de los condiscípulos, de los libros y maestros, tan aborrecible como la esclavitud, en sentir de los filósdeos.

Uno de estos sucesos de mi vida fue mi mudanza a Titiribí, río Cauca por medio, cinco leguas de viaje, mitad bajando al río y mitad subiendo al otro picacho en que se agarra este pueblo. Mi abuelo y mi padre eran de este rico municipio, pero mi bisabuelo era afuereño, como se decía por aquellos agrestes lugares de las gentes que procedían del valle de Medellín, donde estaba la poca civilización (si puede admitirse la palabra) que había en la provincia que conquistó don Jorge Robledo. Pasaron el río Cauca, cuando llegó la hora del empuje antioqueño, y fundaron a Concordia en tierras que los indígenas llamaban de Comiá. Concordia es netamente agricultora; Titiribí, minero; lo que es bueno retener, porque en las coplas que siguen hay de todo. Al par que el agricultor es apegado a su terruño y poco andariego, el minero se andaba toda la provincia desde Guamocó y Remedios y Zaragoza, que con Cáceres, Anorí y Amalfi formaban la llamada "Tierra abajo", donde se cantaban y bailaban el mapalé y el currulao, hasta Segovia, Frontino, Barbosa y Titiribí, con derivaciones a Farallón y Andes, donde había minas por entonces.

Como al pasar yo a estudiar a un famoso colegio en el pueblo de las íes no mejoré de conducta, sino que empeoré lastimosamente, pues me remonté a los socavones de una mina, donde trabajé como simple jornalero, olvidado de familia y amigos; habiendo ido a casa a la obligada reunión de Nochebuena, mi padre, que me había dado rienda suelta por ver si volvía de mi propio querer al buen camino, me alcanzó a determinar en la mesa, donde yo escondía el bulto a su mirada severa, y me dijo ante todos mis hermanos y muchos convidados:

—Antonio, ¿quieres irte a estudiar a la Universidad de Medellín?

Esta propuesta, que yo revolví en la cabeza cien veces en un segundo, me cabrilleó por todo el magín en arco iris y, hecho el cálculo instantáneo de placeres y penas, contesté redondamente:

—¡Sí, señor!

Y éste sí decidió de mi suerte, quiero decir, de mi carrera...

Era necesario ese introito personalísimo, para poder explicar a mis lectores cómo, cuándo y dónde me aprendí de memoria el rimero de coplas que constituyen el meollo de este libro, que por modo reverente derezco al público en general y a mis paisanos en particular. A mis paisanos antioqueños, entiéndase bien, y especialmente a mis contemporáneos, si algunos quedan, de los que no nacimos con chaqueta, como cantaba Gutiérrez González, tuvimos la cometa enredada en el papayo y les pusimos nombre a los primeros perritos de Marbella.

II

Era estudiante de la Universidad de Antioquia, por aquellos días, el D. Antonio que va a figurar en este relato y a infundirle vida; estudiante bien reputado ante sus prdeesores y condiscípulos, propagandista de liberalismo y anticlericalismo, a todas horas y en todas partes, hasta el punto de que el rector y su consejo se permitieran negarle matrícula el segundo año lectivo; lo que obligó al estudiante a chantarse el uniforme universitario y presentarse ante el Presidente señor de Villa, a reclamar de aquella medida subrepticia, irreglamentaria e inicua. El Presidente oyó atentamente, indagó motivos, conducta y aprovechamiento del querellante, vio sus certificados de cursos ganados con calificativo de sobresaliente, y tomó su pluma de oro y un pliego de papel con el membrete de la Presidencia del Estado y les espetó una reprimenda como la merecían al cura Gómez y sus secuaces, ordenándoles que procedieran inmediatamente a expedir las matrículas correspondientes al "hijo del come-clérigos", que era como osadamente y falsamente llamaba a D. Antonio aquel levita de abarcas y mondongo por agua de beber. Este recuerdo justiciero le guarda con cariño el D. Antonio al D. Recaredo.

Pero lo importante es, por ahora, la sociedad Filopolita, en que fueran enrolados muchos condiscípulos universitarios y de otros colegios, adiestrándolos y sdeisticándolos para la guerra que ya estallaba. A tanto se propasaron en aquella apostólica escuela de demagogia, un cierto domingo, cuando ya las sociedades católicas, pares de ésta en lo de su amor a la política, como lo vendía su nombre, que la policía tuvo que invadir el local en que se reunían y llevar al retén a varios corifeos del bochinche, quedando como extinguida aquella fábrica de próximos viajeros a bailar al capitolio en Bogotá, que era la consigna de aquellos intoxicados muchachos. Al saber D. Antonio, por la mañana, en los claustros de S. Francisco, el fin trágico de la sociedad que tanto aturrulló por entonces, le dedicó el siguiente epitafio, que después tuvo el gusto de leer, escrito con carbón, en varios puentes del camino viniendo para Bogotá:

¡Ya seas hombre, mujer o hermafrodita,
Pasajero infeliz, mira esta losa,
Donde yace tendida y lacrimosa
La triste "Sociedad Filopolita!"...

Por esos medios terribles de 1876, antes del decreto de D. Recaredo en que declaró la guerra al gobierno nacional, hervía la agitación política en la Universidad, de donde salieron pronto para los campamentos muchos estudiantes. D. Recaredo estaba todavía firme contra la guerra, pues ya vemos que hizo cerrar el foco de infección filopolito. Pero se daba, desde mucho antes, enseñanza militar a los alumnos. Por cierto que en esos días vino el famoso jefe marinillo, general D. Obdulio Duque, muerto luego defendiendo la posición de San Antonio en Manizales, y nos pasó una revista a los estudiantes en formación. Pero se dijo entonces, y así debió ser, que Duque vino a Medellín de propio movimiento, a derecerle al Presidente del Estado que le permitiera ir con sus marinillos a poner orden entre los revoltosos del Sur, mas ya D. Recaredo como que se había dejado enganchar en la aventura. Papeles hablarán algún día. A su llegada a Guatemala, publicó D. Recaredo un folleto con el seudónimo "Elephas de Themán", en que trata los asuntos de su política; pero nosotros no tenemos a la mano ese precioso documento.

III. Don Antonio

(Entra veraz, sincero, modesto y franco y saldrá lo mismo).

Parece que ya es tiempo de liquidar nuestra situación con los amables lectores de estas historias, si fueren tan afortunadas que logren tener algunos. El estudiantillo que ha venido figurando en ellas, con Juan de D. Uribe, Joaquín Suárez Ramírez y otros, se llamaba D. Antonio, y con ese nombre de pila seguirá interviniendo en la narración, para mayor claridad y abreviación. No está por demás advertir que ese distintivo entre los de su casa, en la escuela y en todas partes donde ha comparecido, corresponde al santo italiano de Padua, a quien hasta los peces del mar le salían a escuchar "su sermón y doctrina", y no a otro caballero que debía firmar con las mismas letras (si por acaso sabía), que fue Abad de no sabemos dónde y que mantuvo siempre muy estrechas relaciones con un marrano.

Don Antonio se gloriaba de ser paduano más bien, aunque no habría desechado por inútil para su regocijo y divertimiento, una abadía de los tiempos idos, como la de Thelema, verbigracia. Mas ya que tal gollería no le cayó en suerte, siempre se resignó con la suya y hasta las fechas no se sabe que haya puesto, voluntariamente, fin a su plácida existencia. Ahí va, tirando, como dicen los españoles de Castilla, y es su ánimo dar mucha murga todavía en este mundo pecador.

Para la época en que D. Antonio lanzó la candidatura Núñez, influyendo quizá decisivamente en asunto de tan funestas consecuencias, como luego influyó del mismo modo el Paturro con el feroz cafuche que le insufló a D. Rafael, ya el sujeto que está ahora en el telón (pues no hay que olvidar que asistimos a una representación de sombras chinescas, según la definición del diccionario), era casi una notabilidad entre los de su gremio y aun en más extensos círculos. Porque ya había ocurrido lo del discurso al Gral. Ibáñez, que lo hizo conocer de los políticos; y ya en el campo de las bellas letras, tan espacioso y apreciado en Bogotá, se había también singularizado: ya corrían publicadas y de boca en boca sus dos composiciones poéticas Al Salto de Tequendama y Al poeta negro Candelario Obeso, que le habían dado una fama bastante para pasar a ser un sujeto conocido el que antes fuera solamente "un árbol más en una alameda", como dijo Larra por el estupendo carpinterillo, D. Juan Eugenio Hartzembusch, que de un día a otro hizo representar en Madrid Los amantes de Teruel; guardando la inmensurable distancia, por supuesto.

Es nuestra voluntad, como dicen los testadores, detenernos un poco hablando de aquellos versos, que le proporcionaron a D. Antonio algunas honrosas amistades, no pocos aplausos y hasta alguna molestia que ya contaremos.

El primer viaje suyo al Tequendama fue un encanto. Estaba interno en la Candelaria, y un sábado de diciembre de 1878 se fueron "a ver el Salto" J. de D. Uribe (que luego había de describirlo maravillosamente), Antonio María Restrepo Cadavid, Pedro Pablo Mejía, Vicente Villegas y Lisandro Villa, con el susodicho D. Antonio. El viaje se hacía en el caballo de San Francisco, enjaezado con unas sólidas alpargatas. Por todo fondo para los gastos contábamos con 18 reales, o sea, $1.80 de la nomenclatura actual. Ninguno de los paseantes conocía el camino, pero sí el refrán que reza: "preguntando se va a Roma", y emprendimos marcha más alegres que una bandada de pericos. En Los Alisos (que pronto iban a ser célebres por un horrendo asesinato), encontramos unas yeguas paciendo en todo el camino. Eran de coger a mano y se la fuimos echando sin respeto a la propiedad. Juancho, que era un gran lector de los Evangelios, nos animaba con el ejemplo del Divino Maestro: quien, para su entrada en Jerusalén, ordenó a sus discípulos que le aparejasen una burra ajena que a esas horas comía o dormitaba debajo de una higuera. D. Antonio autorizó el uso de cosa de otro, sin urgencia de hambre o necesidad mayor, recordando a sus amigos que constaba, en letras de molde, el hecho de que D. José Zorrilla, el que hizo "lamentar" al cadáver de Larra, se había venido a decir ese disparate al cementerio de la coronada Villa, desde Valladolid, también, montado en una yegua ajena. En las afueras de Soacha soltamos nuestras caballerías y seguimos al pie de la letra la polvorienta ruta hasta Canoas, donde pernoctamos; lamentando no haberle podido preguntar a la ventera de la chichería, única puerta abierta en aquel caserón, como Quevedo a los cultos de su tiempo: "¿Hay dónde pernoctar palestra armada?".

Los realejos finaron allí en una frugalísima merienda y quedaba pavoroso, ante aquellos estudiantes, desguarnecidos hasta estar mondos y lirondos, el problema de la dormida en aquel rincón de la Sabana, recostado a unos cerros pelados, guarida de los Mochuelos, donde el frío helaba la chicha aun ya ingurgitada. La ventera nos había notificado que, en cerrando la noche, cerraría ella la puerta, echando afuera a todos los parroquianos, para irse a coger su junco quién sabe dónde y con quién según el sabio decir de los indios en casos tales: "¡Al junco y... juntos!".

Afortunadamente, porque la fortuna ayuda a los friolentos, estaban entre los oyentes y cenadores, pues se charlaba y se comía, unos dos artesanitos de Bogotá que le destajaban unas obras a D. Pepe Urdaneta, dueño ausente de aquel tambo incaico y su manimuerta hacienda inmensísima. Las obras eran de carpintería, como las tan celebradas de D. Vicente Montero, y en la carpintería hallaríamos montones de viruta, que desafiaban con su acolchonado calentucho los mismos hielos del Spitzberg. Tomada la del estribo, a la salud de Morfeo, seguimos a nuestros compasivos huéspedes a su albergue ocasional, oloroso a cedro y laurel, con no poco de colapiscis y pecueca. Al otro día emprendimos la jornada, rompiendo la aurora los primeros celajes, y estuvimos al frente de la gran catarata antes que las nieblas por ella misma levantadas con el sol, nos la ocultaran. Allí compuso D. Antonio las dos primeras estrdeas del poema, como lo cuenta Juan, y la última, que fue variada un poco, tiempo después:

Déjame ver tus ondas, Tequendama,
Que el viento en el espacio desparrama,
Cual nítido vellón;
Déjame colocar en tu corriente,
No la corona que soñó mi mente,
!Mi propio corazón!

Cansado llego a tu silvestre orilla,
En la que apenas el primero brilla
Rayo del almo sol;
Leve gasa de plata, como un velo,
Del fondo de tu abismo sube al cielo
Con tintes de arrebol...
!Adiós, vertiginosa catarata!
Cuando se acabe para mí la grata
Ilusión de amar más, que es ya morir,
A ti vendré, y en tu fulgente espira
Mi mano inerte arrojará mi lira
Con tus férvidas ondas a gemir...!

Hallado ya el molde de la estrdea y la entonación, que es para el poeta, suponemos, como lo que llaman los músicos la embocadura, en algunas noches de trabajo ulterior quedaron a punto de echarlas a volar, las sextinas estilo nuñista del ferviente admirador del cisne curazoleño; pero con una diferencia esencial: que D. Antonio no ha dudado jamás de nada y ha sido siempre afirmativo, en bien o en mal, de lo que, en todo momento, ha creído en conciencia que es la verdad. Nada de hibridar el sí y el no para llegar al qué sé yo, cual decía de Núñez D. Felipe Pérez en El Diario de Cundinamarca. Así es que, luego de una corta descripción de la portentosa maravilla, D. Antonio se lanzó en disquisiciones filosóficas, de esas que a las almas que no son muy del puro barro paradisíaco, sugieren espontáneamente las bellezas extraordinarias de la naturaleza:

¿Es consciente la fuerza que te empuja?
¿Lleva vida en su seno la burbuja
Que a tu fondo cayó?
¿No es el mundo un autómata que gime
Bajo una ley eterna que le oprime?
¿Es esa ley un Dios?...
!Tinieblas y mudez! En la penumbra
De la conciencia humana sólo alumbra
La luz de la razón...
Hoy no existen ni sílfides ni ondinas,
Ni náyades ni faunos; argentinas
Voces no suenan ya
En la concha de nácar de los mares:
El ángel de la noche en los palmares
No ha vuelto a suspirar...
Rompió su carro el sol: hoy pobre estrella,
Con manchas en la faz, aunque muy bella,
Cruza la inmensidad...
Callaron las sirenas y tritones,
El error y la fe, las ilusiones,
!Y aun los Dioses... se van!

Cuando ya la oda estuvo leída y releída a los amigos y que todos la hallaron digna de la estampa (porque, en realidad, de ésta no se puede decir, sin faltar a la verdad, lo que D. Rafael de Arvelo, chusquísimo poeta venezolano, dijo de otra que les recitó en un banquete D. José Heriberto García de Quevedo, al volver de España: "—¡Eso es galerón, no oda!"); cuando ya le sabía a cacho al mismo autor, se la llevó al Dr. Narciso González Lineros, para que saliera en La Reforma, donde D. Antonio era colaborador adventicio. Por primera vez se agotó la edición de aquel periódico ramplonísimo aunque su redactor en jefe era un escritor de fuste, pero pesadote, y Desarmando Alcázar (como llamó Pacho Carrasquilla al hermano de Armando, que publicaba allí muchas tonterías) le quitaba con sus garabatos lo que el director pudiera darle con sus editoriales sesudos.

Sobre la marcha recibió D. Antonio carta enojadísima de Adriano Páez, a quien no tenía el honor de conocer, en que lo regañaba por haber publicado tal poesía en un diario político, teniendo él su revista La Patria, que ponía enteramente a su disposición; como en efecto siguió luego el regañado colaborando en la revista de Adriano, cuya amistad le fue grato cultivar hasta la muerte de aquel poeta, escritor y hombre excelente. Pero lo que más sorprendió al autor de los versos tan alabados, sin duda por la inagotable benevolencia bogotana, fue la visita que por entonces recibió en su propio cuarto (pues ya no estaba interno), del renombrado poeta D. Rafael Pombo, quien iba a reconvenirle también, aunque por diferente motivo.

D. Antonio vivía en la casa hoy contigua al teatro Municipal, hacia el norte, donde tenía hospedaje la señora Maldonado viuda de del Río, con unos comensales muy escogidos, como D. Francisco Antonio Uribe, el rubio Espriella, magistrado de la Corte Suprema, D. Emiliano Isaza, D. Rufino Gutiérrez y demás hijos del gran poeta D. Gregorio, etc. Allí tocó a la puerta del cuarto el famoso autor de la Hora de tinieblas, la Noche de diciembre, Edda, etc., etc. Ya el visitado conocía de vista al visitante, más de lo que éste pudiera imaginárselo, pues en sus andanzas estudiantiles por los vericuetos de la capital solía caer, con su amigo del alma Juan de Dios, a un tenducho que a obscuras tenía abierto, a boca de oración, un tipo rarísimo de prendero, un tal Isaza, que les daba un duro justo, con plazo al fin del mes, por el Libro de los oradores de Timón, que D. Antonio desempeñaba puntualmente, por la grande estimación en que tenía a su obra de lectura predilecta.

Algunos hallarán muy mal hecho esto de empeñar los libros un estudiante, que tenía cuenta abierta en casa de sus acudientes; pero así es el mundo: a la hora que se necesitaba el peso, no estaban allí los acudientes, ni el acudido quería, para con ellos, sentar plaza de informal y malbaratado, yendo a cada nada a pedir miserias a caballeros tan respetables como los hermanos D. Antonio José y D. Mariano de Toro, titiribiseños ambos, parientes lejanos y gente de pro. Además, no está lo malo en empeñar alguna vez, sino en no desempeñar nunca y ser un calandrajo, tramposo y petardista, feos defectos que jamás empecieron al puntual pagador y correcto D. Antonio. En fin, los malos ejemplos abundan y el hombre es más frágil que las mujeres, diga Shakespeare lo que quiera.

En Madrid de España estaba un día D. Antonio, tiempos después, comprando unos muebles antiguos y vio un sillón majestuoso, parado en patas de león y con corona regia en lo alto del espaldar; y habiéndole preguntado al vendedor por el precio de ese mueble, le contestó que no se lo podía vender todavía, porque era del Infante su tocayo, quien se lo tenía dado en empeño y, lejos de pagar y rescatar su alhaja, venía los más días por algunas pesetas más... D. Antonio, el que no era, pero sí había sido infante hasta en lo de acudir a la peña, apenas podía dar crédito a lo que oyó cuando por otra puerta entró un caballero "flaco, pálido y magro, que al arrimo de la esquina del frente había estado acechando" (Jovellanos) el momento de colarse sin ser visto al mesón de la deensa en que estábamos. El mueblero que columbró a su deudor, corrió a él con grandes reverencias y cuchichearon en un rincón algunas palabras, que remataron en que le diera otras pesetas al serenísimo señor. No sólo se empeña, se vende hasta lo que no está escrito, hasta lo que se pone por las leyes fuera del comercio humano:

Todo se vende este día,
Todo el dinero lo iguala;
La Corte vende su gala,
La guerra su valentía,
Y hasta la sabiduría
Vende la universidad...
¡verdad! (Góngora).

Ello es que en la inmunda pocilga de aquel prendero Isaza, detrás del capitolio, habían conocido D. Juan y D. Antonio al serenísimo D. Rafael Pombo, que se acurrucaba en aquel mostrador infecto a esperar indias borrachas para requebrarlas de amores. ¡Estas son las sublimidades de la lírica clericonservadora en este valle de lágrimas!

Cómodamente arrellanado en el sillón que D. Antonio le dereció (que no era por cierto ni prójimo del de su homónimo de la Real casa española), el señor Pombo se deshizo en elogios a su visitado y sus versos Al Tequendama, que había visto publicados y que al punto se había propuesto visitar al autor para sugerirle una modificación a ese poema, que valía la pena de continuarlo y acabarlo como tan felizmente se había comenzado; es decir, echar noramala las filosdeías en que se había extraviado el poeta y proseguir el poema descriptivo empezado; que... y siguió una larga y sabrosa parla sobre la poesía verdaderamente americana que todos debíamos cultivar, respetando eso sí los fueros de la lengua de Castilla; que era una chifladura de los liberales el pretender desligarse de España hasta en cuestiones de ortografía y gramática; que D. Antonio, entre cien jóvenes de porvenir literario, debía reaccionar en ese sentido: que sin lenguaje poético y castizo, vehículo digno de "sanas" ideas, no se podía producir nada duradero y que llevara el nombre de los distintos autores, en los distintos países, a la universidad de todos ellos, etc., etc.

D. Antonio le manifestó muy respetuosamente, que no se hallaba dispuesto a modificar su composición, ya conocida en la forma prístina que su inspiración le había dado, y que él creía, además, que se debía aprovechar la dicción y normas poéticas precisamente para cantar y propagar las sanas ideas, cuales lo eran las de su oda en cuestión; que él había desde muy joven puesto especial cuidado en el estudio de la lengua patria y la Gramática de Bello no le faltaba nunca al alcance de la mano; que estaba al tanto de las ideas y polémicas americanistas del mismo Bello, de Sarmiento, de Juan María Gutiérrez y otros, que reputaban nocivas nuestras relaciones con España hasta en lo tocante al lenguaje, pues la llamada madre patria era un país muy atrasado, retrógrado, abrumado de preocupaciones y supersticiones, cuya influencia era deletérea para las jóvenes nacionalidades de América, como lo había expuesto tan magistralmente el Dr. Murillo en su célebre carta a Vergara y Vergara, cuando regresó éste de Madrid, deslumbrado, a fundar la Academia de la Lengua aquí, etc., etc.

D. Rafael Pombo y el D. Antonio quedaron amigazos y se trataron un poco hasta que llegaron los conservadores al poder. Pero cuando la suerte los vino a ver, cual se dice por las inesperadas ocurrencias fortunosas, todos ellos cambiaron de actitud para con los liberales, como para que se les hiciera menos bochornosa su función de ejecutores sumisos de las venganzas ajenas y al comenzar a satisfacer las que por su cuenta tenían reprimidas "y en un rincón de la memoria echadas". Entonces el Pombillo se puso insoportable: centralista furibundo fundó una hoja de col para atacar la Federación y el liberalismo; azuzador de toda fechoría, adulador de todo el que mandara, de Núñez, de Payán, del diablo y del demonio, este gran poeta, humanamente, no valía la cuerda con que lo ahorcaran...

El estudiantillo, pues, que figura en estas sombras chinescas y que usa de vez en cuando la pluralidad ficticia para darle variedad al relato, evitando el pretencioso yo, no era por aquellos días todo un pintado en la pared. Tenía autoridad y cariño entre la gran falange universitaria, y al lanzar, en nombre de ella, la candidatura de D. Rafael para la presidencia de la república, se tiró la plancha más monumental, y de la mayor buena fe del mundo, que vieron los pasados y esperan ver los venideros tiempos. "¡Ah, Fortuna, niño en cuna, viejo en cuna, qué Fortuna!", como dizque cantaba D. Francisco de Carvajal, yendo camino de la horca, montado en un burro, con la cara para atrás, afrentoso predicamento a que lo condujo su adhesión a un Pizarro que valía menos que Núñez...

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 151,
Bogotá, 1º de agosto de 1973, pp. 6-13
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La autobiografía en Colombia
Vicente Pérez Silva (compilador)
© Derechos Reservados de Autor
Banco de la República  Biblioteca Luis Ángel Arang

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