Hay
días en que somos tan móviles,
tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar...
Tal
vez bajo otro cielo la Gloria nos sonría...
La vida es clara, undívaga, y abierta
como un mar...
Y
hay días en que somos tan fértiles,
tan fértiles,
como en Abril el campo, que tiembla de pasión;
bajo
el influjo próvido de espirituales
lluvias,
el alma está brotando florestas de
ilusión.
Y
hay días en que somos tan sórdidos,
tan sórdidos,
como la entraña obscura de obscuro
pedernal;
la
noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútilas monedas tasando el Bien
y el Mal.
Y
hay días en que somos tan plácidos,
tan plácidos...
-¡niñez en el crepúsculo!
¡lagunas de zafir!-
que
un verso, un trino, un monte, un pájaro
que cruza,
¡y hasta las propias penas! nos hacen
sonreír...
Y
hay días en que somos tan lúbricos,
tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer;
tras
de ceñir un talle y acariciar un
seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y
hay días en que somos tan lúgubres,
tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto
del pinar:
el
alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos pueda consolar.
Mas
hay también ¡oh Tierra! un
día... un día... un día
en que levamos anclas para jamás
volver;
un
día en que discurren vientos ineluctables...
¡Un día en que ya nadie nos
puede retener!
FUTURO
Decid
cuando yo muera... (¡y el día
esté lejano!):
soberbio y desdeñoso, pródigo
y turbulento,
en el vital deliquio por siempre insaciado,
era una llama al viento...
Vagó,
sensual y triste, por islas de sur América;
en un pinar de Honduras vigorizó
el aliento;
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, su fuerza... Y era una llama
al viento.
De
simas no sondadas subía a las estrellas;
un gran dolor incógnito vibraba por
su acento;
fue sabio en sus abismos -y humilde, humilde,
humilde-
porque no es nada una llamita al viento...
Y
supo cosas lúgubres, tan hondas y
letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trágico
lamento...
Era
una llama al viento y el viento la apagó.
SOBERBIA
Le
pedí un sublime canto que endulzara
mi rudo, monótono y áspero
vivir.
Él
me dio una alondra de rima encantada...
¡Yo quería mil!
Le
pedí un ejemplo del ritmo seguro
con que yo pudiera gobernar mi afán.
Me
dio un arroyuelo, murmullo nocturno...
¡Yo quería un mar!
Le
pedí una hoguera de ardor nunca extinto,
para que a mis sueños prestase calor.
Me
dio una luciérnaga de menguado brillo...
¡Yo quería un sol!
Qué
vana es la vida, qué inútil
mi impulso,
y el verdor edénico, y el azul Abril...
¡Oh
sórdido guía del viaje nocturno!
¡Yo quiero morir!
BALADA DE LA LOCA ALEGRÍA
Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
Ciñe
el torso oloroso, tañe el jocundo
címbalo.
Una
bacante loca y un sátiro afrentoso
conjuntan en mi sangre su frenesí
amoroso.
Atenas
brilla, piensa y esculpe Praxiteles,
y la gracia encadena con rosas la pasión.
¡Ah
de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!
Danzad
al soplo de Dionisos que embriaga el corazón...
La
Muerte viene, todo será polvo
bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,
polvo de Codro, polvo de Cimón!
Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
De
Hispania fructuosa, de Galia deleitable,
de Numidia ardorosa, y de toda la rosa
de los vientos que beben las águilas
romanas,
venid, puras doncellas y ávidas cortesanas.
Danzad
en deleitosos, lúbricos episodios,
con los esclavos nubios, con los marinos
rodios.
Flaminio,
de cabellos de amaranto,
busca para Heliogábalo en las termas
varones de placer... Alzad el canto,
reíd, danzad en báquica alegría,
y haced brotar la sangre que embriaga el
corazón.
La
Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Augusto, polvo de Lucrecio,
polvo de Ovidio, polvo de Nerón!
Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
Aldeanas
del Cauca con olor de azucena;
montañesas de Antioquia, con dulzor
de colmena;
infantinas de Lima, unciosas y augurales,
y princesas de México, que es como
la alacena
familiar
que resguarda los más dulces panales;
y mozuelos de Cuba, lánguidos, sensuales,
ardorosos, baldíos,
cual fantasmas que cruzan por unos sueños
míos;
mozuelos
de la grata Cuscatlán -¡oh
ambrosía!-
y mozuelos de Honduras,
donde hay alondras ciegas por las selvas
oscuras;
entrad
en la danza, en el feliz torbellino:
reíd, jugad al son de mi canción:
la piña y la guanábana aroman
el camino
y un vino de palmeras aduerme el corazón.
La
Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!
Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...
La
noche es bella en su embriaguez de mieles,
la tierra es grata en su cendal de brumas;
vivir es dulce, con dulzor de trinos;
canta el amor, espigan los donceles,
se puebla el mundo, se urden los destinos...
¡Que
el jugo de las viñas me alivie el
corazón!
A beber, a danzar en raudos torbellinos,
vano el esfuerzo, inútil la ilusión...
EL SON DEL VIENTO
El
son del viento en la arcada
tiene la clave de mí mismo:
soy una fuerza exacerbada
y soy un clamor de abismo.
Entre
los coros estelares
oigo algo mío disonar.
Mis
acciones y mis cantares
tenían ritmo particular.
Vine
al torrente de la vida
en Santa Rosa de Osos,
una medianoche encendida
en astros de signos borrosos.
Tomé
posesión de la tierra,
mía en el sueño y el lino
y el pan;
y, moviendo a las normas guerra,
fui Eva... y fui Adán.
Yo
ceñía el campo maduro
como si fuera una mujer,
y me enturbiaba un vino oscuro
de placer.
Yo
gustaba la voz del viento
como una piñuela en sazón,
y me la comía... con lamento
de avidez en el corazón.
Y,
alígero esquife al día,
y a la noche y al tumbo del mar,
bogaba mi fantasía
en un rayo de luz solar.
Iba
tras la forma suprema,
tras la nube y el ruiseñor
y el cristal y el doncel y la gema
del dolor.
Iba
al Oriente, al Oriente,
hacia las islas de la luz,
a donde alzara un pueblo ardiente
sublimes himnos a lo azul.
Ya,
cruzando la Palestina,
veía el rostro de Benjamín,
su ojo límpido, su boca fina
y su arrebato de carmín.
O
de Grecia en el día de oro,
do el cañuto le daba Pan,
amaba a Sófocles en el Coro
sonoro que canta el Peán.
O
con celo y ardor de paloma
en celo, en la Arabia de Alá
seguía el curso de Mahoma
por la hermosura de Abdalá:
Abdalá
era cosa más bella
que lauro y lira y flauta y miel;
cuando le llevó una doncella
¡cien doncellas murieron por él!
...
Mis manos se alzaron al ámbito
para medir la inmensidad;
pero mi corazón buscaba ex-ámbito
la luz, el amor, la verdad.
Mis
pies se hincaban en el suelo
cual pezuña de Lucifer,
y algo en mí tendía el vuelo
por la niebla, hacia el rosicler...
Pero
la Dama misteriosa
de los cabellos de fulgor
viene y en mí su mano posa
y me infunde un fatal amor.
Y
lo demás de mi vida
no es sino aquel amor fatal,
con una que otra lámpara encendida
ante el ara del ideal.
Y
errar, errar, errar a solas,
la luz de Saturno en mi sien,
roto mástil sobre las olas
en vaivén.
Y
una prez en mi alma colérica
que al torvo sino desafía:
el orgullo de ser, ¡oh América!
el Ashaverus de tu poesía...
Y
en la flor fugaz del momento
querer el aroma perdido,
y en un deleite sin pensamiento
hallar la clave del olvido;
después
un viento... un viento... un viento...
¡y en ese viento, mi alarido!
CANCIÓN DEL TIEMPO Y EL ESPACIO
El
dulce niño pone el sentimiento
entre la pompa de jabón que fía
el lirio de su mano a la extensión.
El
dulce niño pone el sentimiento
y el contento en la pompa de jabón.
Yo
pongo el corazón -¡pongo el
lamento!
entre la pompa de ilusión del día,
en la mentira azul de la extensión.
El
dulce niño pone el sentimiento
y el contento. Yo pongo el corazón...
LAMENTACIÓN DE OCTUBRE
Yo
no sabía que el azul mañana
es vago espectro del brumoso ayer;
que agitado por soplos de centurias
el corazón anhela arder, arder.
Siento
su influjo, y su latencia, y cuando
quiere sus luminarias encender.
Pero
la vida está llamando,
y ya no es hora de aprender.
Yo
no sabía que tu sol, ternura,
da al cielo de los niños rosicler,
y que, bajo el laurel, el héroe rudo
algo de niño tiene que tener.
¡Oh,
quién pudiera de niñez temblando,
a un alba de inocencia renacer!
Pero la vida está pasando,
y ya no es hora de aprender.
Yo
no sabía que la paz profunda
del afecto, los lirios del placer,
la magnolia de luz de la energía,
lleva en su blando seno la mujer.
Mi
sien rendida en ese seno blando,
un hombre de verdad pudiera ser...
¡Pero
la vida está acabando,
y ya no es hora de aprender!
LOS DESPOSADOS DE LA MUERTE
Michael
Farrel ardía con un ardor puro como
la luz.
Sus
manos enseñaban a amar los lirios
y sus sienes a desear el oro de las estrellas.
En
sus ojos bullían trémulas
luces oceánicas.
Sus
formas eran el himno de castidad de la arcilla,
suave y fragante y musical.
Bajo
sus bucles rubios, undosos y profusos,
parecían temblar las alas de un ángel.
Emiliano
Atehortúa era muy sencillo
y traía una infantilidad inagotable.
Su
adolescencia láctea, meliflua y floreal,
fluía por las escarpas de mi madurez
como fluye por el cielo la leche del alba.
Cuando
le vi en el vano ejercicio de la vida
me pareció que me envolvía
el rumor de una selva
y me inundó el corazón la
virtud musical de las aguas.
Hay
almas tan melódicas como si fueran
ríos
o bosques en las orillas de los ríos.
Guillermo
Valderrama era indolente y apasionado.
Como
un licor de bajo precio,
la vida le produjo una embriaguez innoble.
Sus
formas pregonaban el triunfo de una estirpe.
Había
en su voz un glú-glú redentor
y su amante le llamó una vez
"el Príncipe de las hablas de
agua".
Leonel
Robledo era muy tímido
bajo una apariencia llena de majestad.
En
el recóndito espejo de su ternura
se le reflejaba la imagen de una mujer.
Toda
su fuerza era para el ensueño y la
evocación.
Le
vi llorar una vez por males de ausencia
y me dije: hay una tempestad en una gota
de rocío,
y, sin embargo, no se conmueven los luceros...
Stello
Ialadaki era armonioso, rosáceo,
azulino,
como los mares de Grecia, como las islas
que ellos ciñen.
Efundía
del mundo algo irreal, risueño, fantástico.
Se
le veía como marchando de las playas
de ensueño
que rozaron las quillas de Simbad el Marino,
hacia las vagas latitudes
por donde erró Sir John de Mandeville.
Cuando
le conocí tuve antojo de releer la
Odisea,
y por la noche soñé en el
misterio de las espigas.
¡Evanaam! ¡Evanaam!
Juan
Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía
como los roncos ecos del monte a los pinos.
Alma laboriosa, la soledad era su ambiente
necesario.
Sus
ilusiones fructificaban como una floresta
oculta por los tules del "todavía-no".
Sus
palabras revelaban la fuerza de la realidad,
y sus actos tenían la sencillez de
un gajo de roble.
ELEGÍA DE SEPTIEMBRE
Cordero
tranquilo, cordero que paces
tu grama y ajustas tu ser a la eterna armonía:
hundiendo en el lodo las plantas fugaces
huí de mis campos feraces
un día...
Ruiseñor
de la selva encantada
que preludias el orto abrileño:
a pesar de la fúnebre muerte, y la
sombra, y la nada,
yo tuve el ensueño.
Sendero
que vas del alcor campesino
a perderte en la azul lontananza:
los dioses me han hecho un regalo divino:
la ardiente esperanza.
Espiga
que mecen los vientos, espiga
que conjuntas el trigo dorado:
al influjo de soplos violentos,
en las noches de amor, he temblado.
Montaña
que el sol transfigura.
Tabor
al febril mediodía,
silente deidad en la noche estilífera
y pura:
¡nadie supo en la tierra sombría
mi dolor, mi temblor, mi pavura!
Y
vosotros, rosal florecido,
lebreles sin amo, luceros, crepúsculos,
escuchadme esta cosa tremenda: ¡He
Vivido!
He
vivido con alma, con sangre, con nervios,
con músculos,
y voy al olvido...