MEDELLIN:
HISTORIA Y REPRESENTACIONES IMAGINADAS
1. HISTORIA Y NOSTALGIA
Lo primero que debe mencionarse es la
forma como las gentes de Medellín
viven y perciben su relación con
la historia de la ciudad. Desde el siglo
pasado, sus grupos dirigentes, probablemente
acompañados por el grueso de la
población, han compartido una inequívoca
fascinación por el progreso. Entre
otras expresiones, esto se ha manifestado
por una relativa indiferencia por las
marcas de su pasado y los elementos físicos,
arquitectónicos y del paisaje que
en algún momento hicieron parte
de la identidad de la ciudad. Esto ha
llevado por lo común a una fácil
destrucción de los hitos históricos
de la ciudad, o a ignorar los daños
causados por algunas obras de desarrollo
en edificios y paisajes tradicionales.
En una ciudad en la cual el 90% del espacio
actual, o aún más, no estaba
construido en 1900, se consideró
necesario alterar ese pequeño resto
de ciudad republicana, talvez ni siquiera
un centenar de hectáreas, para
no hablar de los débiles y pobres
signos de la experiencia colonial, para
encontrar sitio para nuevas construcciones.
Incluso muchas obras recientes, de comienzos
de siglo, que habían llegado a
hacer parte integral del espacio urbano,
como el teatro Junín y el Teatro
Municipal, fueron destruidas sin demasiada
preocupación, por alcaldes progresistas
e identificados, como don Jorge Restrepo
Uribe, con una actitud cívica y
de amor a la ciudad. Y esto, para no hablar
de la forma como se decidió cubrir
las principales quebradas, sobre todo
la Santa Elena, y la canalización
del río y su tratamiento como una
inmensa alcantarilla, que alteraron drásticamente
la relación de los habitantes de
Medellín con sus corrientes acuáticas.
Aun más recientemente, la forma
como el diseño del Metro reordenó
espacio que rodea y hace parte integral
de la gobernación o La Candelaria
es otra indicación de esta actitud,
común a buena parte de las ciudades
del Colombia y del tercer mundo.
Esta
actitud tiene sin duda que ver con la
velocidad de los cambios urbanos en nuestro
medio. Medellín cambia y crece
a un ritmo que no da tiempo para crear
tradiciones, para convertir gradualmente
partes substanciales de su estructura
urbana en elementos de definición
de la ciudad. No olvidemos que casi todo
lo que hoy está cubierto por casas
y cemento era hace 90 años tierra
de fincas y mangas, y que casi cualquier
barrio nuevo ha pasado por un proceso
de transformación que cambia del
todo su apariencia en dos o tres décadas.
Otro ha sido el proceso de la gran mayoría
de las ciudades del mundo desarrollado,
que aunque sufrieron entre 1700 y 1900
procesos de urbanización rápidos,
lo hicieron a un ritmo muy inferior al
de Medellín y sobre una estructura
cultural consolidada. En todo el siglo
XIX una ciudad como Paris cuadruplicó
su publicación, mientras Medellín
multiplicó su población
en los últimos cien años
por 50, y en el breve lapso de 23 años,
entre 1938 y 1951, prácticamente
la quintuplicó.
Este
crecimiento ha sido, sobre todo en este
siglo, el resultado de una rápida
migración. Por ello, en cualquier
momento, buena parte de los habitantes
de la ciudad habían pasado sus
años de infancia y a veces la temprana
vida adulta no en Medellín, sino
en un remoto pueblo antioqueño,
en el cual se habían constituido
sus valores y formado sus costumbres.
Hasta los años treintas esta migración
provino ante todo de sectores medios de
los pueblos antioqueños, con valores,
costumbres y recursos muy afines a los
de similares capas urbanas de Medellín,
que venían atraídos por
las oportunidades educativas y de otra
índole de la capital. Pero la migración
posterior a 1940 es diferente. Es de un
origen mucho más rural, y aunque
sigue siendo fuerte la presencia de gentes
de los pueblos más tradicionales
de la zona antioqueña, incluye
ahora contingentes notables de migrantes
de las tierras bajas. Además, está
compuesta por gentes de los grupos sociales
más débiles, por campesinos
expulsados por la miseria o la violencia,
que vienen a buscar en la ciudad un respiro
a las dificultades de la vida rural. Para
1951, mas de la mitad de la población
de Medellín debía ser de
migrantes, la mayoría de ellos
con una cultura campesina y sin mucha
experiencia en el manejo de las formas
de existencia urbanas. Sin embargo, no
parece que el choque entre recién
llegados y el medio que los recibía
haya sido especialmente brusco: la literatura
apenas da un testimonio diluido de las
tristezas y nostalgias de la bohemia de
Guayaquil, y de las formas tempranas de
marginalidad y desorden social asociados
con los más pobres de los montañeros.
El rápido crecimiento de la industria
absorbe hasta mediados de esa década
buena parte de los recién llegados,
mientras los barrios especulativos de
los urbanizadores, como Manrique, Aranjuez
y Berlín, mantienen un cierto grado
de orden, y la ciudad de las capas medias
encuentra en Otrabanda un nuevo horizonte.
Aún más, parecería
que la homogeneidad cultural de migrantes
y habitantes antiguos de Medellín,
los parentescos reiterados entre familiares
lejanos, favorecían aún,
hacia 1950 o 1960m una integración
rápida al nuevo ambiente, una menor
fragmentación social, una identificación
más fuerte con la ciudad, al menos
si se compara con la de otros centros
urbanos del tercer mundo.
Con
esto quiero señalar que la construcción
de ese complejo de representaciones propias
de los habitantes de Medellín va
dándose sobre la base de una población
siempre nueva, lo que hace que muchos
de los elementos de identificación
del habitante de Medellín sean
más bien los del antioqueño,
comunes a campesinos y pobladores urbanos.
Cada grupo generacional se apoya en memorias
y contactos rurales, y poco a poco va
haciendo suyos los elementos propiamente
urbanos, los recuerdos, las imágenes
de lugares, la memoria de símbolos,
emblemas, representaciones, acontecimientos,
que van definiendo la siempre cambiante
trama de lo que cada uno vive como su
ciudad. Esas imágenes, esas memorias,
esos símbolos, son en Medellín
todavía muy cambiantes, pues la
misma materia de la ciudad se transforma,
y su gente es siempre en buena parte nueva.
Por esta misma razón, muchos identifican
mas la ciudad con lo que puede ser, con
el futuro, con el desarrollo, con lo que
se construirá, que con su pasado,
su historia o la nostalgia de lo vivido
en ella. Por ello también la relativa
indiferencia ante la destrucción
de los elementos de vida urbana que durante
algunos años se habían convertido
en sitios de referencia general.
La misma velocidad del cambio provoca
sin duda reacciones contrarias, afanes
por fijar y amarrar esa corriente incesante
de cambios desordenados. Pero más
que esto, parece haber algunos factores
que en Medellín contribuyen a que
surjan contracorrientes, que tratan de
valorar y conservar las formas de cultura,
de intercambio social, que se constituyeron
en un momento determinado y que hicieron
parte de la imagen amable y positiva de
la ciudad, o que tratan de reforzar los
esfuerzos de constitución de una
identidad urbana compartida por buena
parte de sus habitantes.
Uno de esos factores favorables a la afirmación
del pasado, al que no me referiré
en extenso, tiene que ver con rasgos específicos
de lo que vemos como la cultura antioqueña.
No es difícil, en el abigarrado
y a veces contradictorio inventario de
lo que se considera como antioqueño,
encontrar algunos elementos que refuerzan
la solidaridad regional. Incluso además
de esos rasgos propios, la percepción
del valor de lo regional frente a lo no
antioqueño ha sido un factor de
cohesión y de identidad. Recordemos
que los antioqueños, desde el siglo
pasado, han sido definidos como particularmente
trabajadores, sometidos a una ética
de consumo austero, igualitarios, llenos
de inventiva -" el antioqueño
no se vara, probablemente muy antiguo,
"los antioqueños podemos hacer
más", propuesto en los sesentas-,
abiertos y francos, auténticos,
como lo sostuvo en un extenso estudio
que contraponía a los antioqueños
con los simuladores de otras regiones.
Todo esto, como ocurre con estos estereotipos
sociales, se apoya en conductas reales
y las idealiza, pero en el caso antioqueño
adopta una forma de reivindicación
de lo propio que tiene sus virtudes, así
caigan fácilmente en la caricaturización
populista. Subraya lo antioqueño
cierta democracia primigenia de origen
rural, que hace que hasta el oligarca
se precie a veces de su acento montañero,
haga alarde de su consumo de fritangas
o siga prefiriendo el aguardiente a otros
tragos, y que ha llevado a muchos escritores,
nacionales o extranjeros, a idealizar
los niveles de democracia de la región.
Esta situación hace posible una
reivindicación compartida de elementos
culturales que son comunes a todos los
sectores sociales, incluyendo a los de
migración más reciente,
y que en buena parte se generaron o consolidaron
en el ámbito de las pequeñas
localidades urbanas. Algunos se mantienen
con energía en las conductas de
los antioqueños y otros quizás
son ya sólo curiosidades nostálgicas:
unos y otros, esto es lo importante, son
promovidos y vividos como elementos de
la autodefinición del medellinense
y del paisa.
El otro factor tiene que ver con la magnitud
de la tragedia que ha vivido Medellín
en las últimas décadas,
que ofrece un dramático contraste
con el optimismo progresista que dominó
sin contradicciones nuestra retórica
hasta 1950 y que tampoco ha desaparecido
del todo. Medellín era la ciudad
de la eterna primavera, la tacita de plata,
la ciudad industrial de Colombia, una
ciudad afable que miraba con orgullo su
desarrollo y que pensaba que podía
convertirse en un emporio industrial,
moderno y progresista, Era una ciudad
cuyos conflictos no eran demasiado visibles:
las condiciones de vida, de los primeros
contingentes obreros, por deficientes
que fueran, parecían rápidamente
mejorables, con el avance económico
y el apoyo paternalista de los empresarios.
Era una ciudad en la que dominaba una
ética exigente, que exigía
la honradez, el cumplimiento de la palabra,
el respeto al honor, y en la que la religión
regulaba con provinciana rigidez la vida
privada y pública de todos.
Los habitantes de Medellín, me
parece, no están dispuestos a admitir
que el proyecto de ciudad que promovieron
sus dirigentes ha fracasado del todo.
Buena parte de los factores de la crisis
son externos a la ciudad y comunes a otras
zonas del país y del mundo. Y tampoco
importa ahora -aunque las formas de violencia
y las formas de lucha contra ella sin
duda entrarán a hacer cada vez
mas parte de la memoria urbana, a configurar
su simbolismo, a definir sus lugares-
en que medida esta violencia, aun si ha
sido desencadenada por factores casuales,
se apoya en condiciones reales de nuestra
sociedad. Lo que quiero es simplemente
destacar que la sordidez de la experiencia
diaria de zozobra y temor, el impacto
de las noticias de horror que la prensa
o la conversación traen todos los
días, producen como respuesta,
como una de las respuestas por supuesto,
la evocación de las cosas buenas
de la Villa de la Candelaria, de las cosas
buenas que compartíamos antes.
Por estas razones, Medellín (y
yo creo que esto se extenderá a
otras ciudades de Colombia) es, en los
medios en los que se genera un discurso
cultural o histórico sobre ella,
una ciudad poseída y habitada por
la nostalgia, por el recuerdo de una ciudad
idealizada, por el esfuerzo por construir
o reconstruir retrospectivamente hitos
urbanos identificadores, símbolos
de esa cultura positiva que a grandes
rasgos se identifica con lo antioqueño.
Q. No quiero parecer negativo o simplificador:
lo antioqueño no es algo definido,
pues fácilmente va adquiriendo
nuevos elementos. Tampoco puede ignorarse
que su percepción es contradictoria,
y que su exaltación, que tan fácilmente
bordea ramplonerías, gestos paternalistas,
vanidades ingenuas, simplificaciones racistas,
produce en muchos justificada irritación.
Pero independientemente de exageraciones
asumidas, existen en la conciencia actual
de la ciudad señales de identidad,
huellas y palimpsestos siempre cambiantes,
lo que tiene consecuencias que vale la
pena explorar para el análisis
del pasado de la ciudad. Por supuesto,
la investigación histórica
pretende construir una imagen presuntamente
objetiva de esa evolución, y puede
por lo tanto sostener que su marcha debe
ser ajena a la forma como el pasado sigue
o se mantiene vive en la cultura de la
ciudad, pues estas imágenes, esas
supervivencias, esas reconstrucciones
permanentes, son ilusiones o deformaciones.
Algunas áreas de investigación,
como la historia económica, pensaría
uno a primera vista, tienen más
posibilidades, por la sofisticación
de su aparato cuantitativo y de sus modelos
teóricos, de evitar contaminarse
con ese problema de la historia como pasado
existente en las mentes de los ciudadanos,
con ese problema del pasado como presente.
Pero ni la historia económica puede,
es cierto, ignorar que algo tiene que
ver con ello, así sea para destruir
los mitos y percepciones que siguen teniendo
vida en nuestra imagen de la formación
industrial o de las relaciones entre obreros
y patronos, para mencionar solo uno de
los temas que más se prestan a
esta contaminación.
Esta neutralidad no es totalmente defendible
en términos teóricos, ni
tampoco es una asepsia fácil de
practicar, como lo ha mostrado la obra
de los historiadores extranjeros y locales
durante los últimos años.
De un modo u otro, los debates se van
amarrando a aspectos valorativos de la
tradición que están íntimamente
vinculados a las formas de percepción
de nuestra sociedad. Basta pensar en Parsons
o en Mayor, ajenos a la región,
pero que están metidos hasta el
cuello en los tópicos de nuestra
propia retórica: la sociedad democrática,
el origen popular de nuestros empresarios,
su voluntad de compartir el trabajo con
esclavos o trabajadores. La ambigüedad
de esto es tal que un libro que trató
explícitamente de separarse de
la identificación de la cultura
con una supuesta raza antioqueña,
la Historia de Antioquia que coordiné
hace 7 años, es percibido por un
historiador, Fabio Zambrano, como un libro
escrito para mantener el mito de la raza.
Aún en el terreno de la historia
económica, los argumentos sobre
el papel del café en el surgimiento
de la industria, sobre la distribución
de los capitales de nuestros primeros
industriales, resultan difíciles
de separar de percepciones cualitativas
y valorativas sobre estos empresarios.
Algo similar sin duda se produce en el
terreno de la historia obrera, de la historia
de la consolidación de un proletariado
enfrentado a un empresariado cuya imagen
es paternalista y benevolente: incluso
en los historiadores que han tratado de
tener una perspectiva obrera, resulta
evidente que sus argumentos están
tejidos alrededor de esa imagen recibida
socialmente.
Centrándonos en Medellín,
no tengo duda de que los estudios sobre
sus procesos del siglo XX van a seguir
especulando alrededor de tales tópicos.
En el campo más dramático,
que es el análisis de los factores
que han conducido a los fenómenos
de violencia recientes, esos rasgos estereotipados
desde el siglo XIX por los viajeros y
otros observadores, y compartidos como
autodefinición por nuestros coterráneos-el
afán de lucro, la capacidad de
iniciativa, el individualismo-, y esos
rasgos que supuestamente nos definían
y han cambiado -la familia tradicional,
la religiosidad que controlaba la conducta-
van a estar entreverados inevitablemente
con el discurso histórico sobre
nuestro pasado reciente, o con la argumentación
sociológica y política.
Como manejar esto, como establecer distancia
entre el discurso del historiador y los
tópicos de la retórica local,
es algo que no voy a discutir ahora, ni
tampoco el tema de la inevitable conversión
del discurso del historiador, si es exitoso,
en parte de esa retórica de identidad.
II.
Los lugares urbanos
Teniendo en cuenta lo anterior, quizás
vale la pena hacer un primer intento de
aproximación, perfectamente intuitivo
y descriptivo, a algunos de los lugares
mentales que hacen parte de la geografía
imaginaria de Medellín y que reconstruyen
también imaginariamente los hitos
centrales de su pasado. Por supuesto,
una lectura atenta de literatos, y viajeros,
un seguimiento de los esfuerzos de las
autoridades para dar sentido al desarrollo
de la ciudad, una revisión de los
gestos y rituales urbanos y sus transformaciones,
es el único camino para determinar
con algún grado de seriedad y amplitud
lo que presuntamente constituye la impronta
del pasado en nuestra ciudad y en nuestra
conciencia.
Lo
que sigue es una simple enumeración,
que probablemente ha sido hecha ya en
muchas mesas de café, y que puede
conducir a que convirtamos el juego de
la identidad en elemento de la misma identidad.
Sin duda, representa ante todo la percepción
de un sector urbano con afinidades culturales,
pues es ese el medio que al menos deja
un registro de estas representaciones.
1.
Sitios, edificios y lugares
Medellín
es supuestamente un valle, pero fuera
de la expresión "Valle de
Aburra" me parece que es la loma
y en particular el cerro el que define
el paisaje natural. El Pan de Azúcar
tiene quizás mayor tradición.
Era un presunto volcán, en las
historias de nuestras abuelas, y siempre
existía el temor de una explosión:
poco visitado en los paseos de la vieja
ciudad, comienza a diluirse entre las
invasiones recientes. El aviso de Coltejer
fue una adición significativa,
me imagino que a mediados de los cincuenta.
El cerro del centro de la ciudad, el Volador,
tuvo (¿tiene todavía?) un
aviso de Everfit: la publicidad entró
sin mucho rechazo en el paisaje urbano.
El Nutibara fue, en mis tiempos, obstáculo
imaginario a la aviación; ya don
Gonzalo Mejía había tenido,
hacia 1930, que mostrar que no había
riesgos de que un avión chocara
contra él. El cerro del Salvador
cambió de sentido a comienzos de
siglo, cuando se hizo la estatua que consagraba
la dedicación de Medellín
al Salvador. También el Picacho
incluye, como el Salvador, un referente
religioso.
Es
probable que todavía queden personas
que incluyan en su imagen de la ciudad
la visión del río bucólico
que sugieren algunas fotografías
de comienzos de siglo. Para una generación
intermedia domina probablemente su asociación
con los esfuerzos de progreso representados
por su canalización, y en los más
jóvenes la reiteración de
su contaminación, acompañada
posiblemente de una indiferencia por una
naturaleza que desaparece y se esfuma
entre edificios y parques en los que los
árboles surgen de los pisos de
concreto.
Muy
importante es el parque de Berrío,
pues todos los antioqueños nacimos
allí. Ha cambiado mucho, y en la
memoria se confunde el parque de pueblo,
con su estatua del gobernador, con la
invasión de vendedores de libros
y loterías y con el espacio en
el que hoy habita la gorda que, si nadie
la mueve, probablemente se convertirá,
con su tranquila solidez, en una de las
imágenes inevitables de la ciudad.
Son
muchos los edificios que han hecho parte
de la referencia mental de nuestros conciudadanos.
Unos han perdurado mas que otros, hacen
parte del contenido mental de unas generaciones
y no de otras, han sido desplazados. Me
limito en seguida a una desordenada enumeración:
la catedral de ladrillo más grande
del mundo, la Veracruz, la gobernación,
el palacio municipal y el palacio nacional,
con sus suicidios que llegan hasta Rodrigo
D., la estación del ferrocarril,
la vieja, con su función real de
transporte y los discursos políticos
desde sus ventanas, y la nueva, restaurada
y burocratizada, todo dentro de ese universo
de Guayaquil, sitio de bohemia romántica
de periodistas y estudiantes, y de descubrimiento
de la ciudad para los campesinos. Los
sitios de pernicia: del pasado, queda
la memoria de Lovaina, y la Curva del
bosque, idealizados en esas novelas llenas
de putas comprensivas y que recitan de
memoria a Barba Jacob y a Francisco Rodríguez
Moya. Los lugares de encuentro, los cafés,
entre los cuales La Bastilla fue central,
y en mi generación el Miami, el
Metropol, Versalles, los estaderos. Los
lugares deportivos: el ya borroso Libertadores,
el San Fernando, y en los últimos
cuarenta años el espacio deportivo
del Estadio. A pesar de su temprano recubrimiento
y de su reciente invasión por moles
urbanas y vendedores, imágenes,
fotografías y comentarios mantienen
viva la imagen idílica de la Playa
con su quebrada abierta. Los fotógrafos
de comienzos de siglo (Melitón
y Benjamín de la Calle, sobre todo)
se desdoblan y refuerzan en esas acuarelas
cuyas reproducciones adornan ahora cafés
de carreteras, con el Medellín
de los años treintas, y a los que
se añaden, en casas de campo y
sitios públicos, las imágenes
antioqueñas de Horacio Longas o
los dibujos estilizados y comerciales
de Ramón Vásquez.
No
es Medellín ciudad de grandes monumentos,
aunque he sido testigo al menos de dos
esfuerzos, que poco me dicen, por llenarla
de moles de piedra: los mitos paisas esculpidos
por José Horacio Betancur, en los
cincuentas y sesentas, y la profusión
de épicas figuras proyectadas al
aire y recubiertas de alusiones a la raza
de Rodrigo Arenas Betancur. No sé
si los habitantes de nuestra ciudad actual
identifican algunas de las obras financiadas
con las normas que obligan a los constructores
a contratar una obra de arte, pero por
lo menos en algunos sitios su presencia
empieza a hacerse reconocible.
Estas
imágenes son compartidas, mal que
bien, por toda la ciudad, pero hay que
preguntarse en que medida el barrio es
central, probablemente los barrios configurados
en la primera mitad del siglo tienen,
para sus gentes, una geografía
mental bien delimitada. Aranjuez, Manrique,
Gerona, Santa Ana, La América,
el Barrio Antioquia (que, avergonzado,
perdió no hace mucho su nombre)
Villahermosa. Antes de este siglo no había
propiamente barrios; los últimos,
los de las invasiones de los treinta años
recientes, no tienen mucho espacio público
y sus referentes son escasos. Un parque,
un colegio, una iglesia, una quebrada
todavía sin canalizar, configuran
los hitos del mapa mental de sus habitantes.
No he leído sino un puñado
de las historias de los barrios escritas
en esos concursos que sólo en Medellín
pueden suscitar semejantes aludes de textos
y que reflejan también la estrecha
relación que hay entre la constitución
de la identidad del barrio y el intento
de construirle, inventarle y reconstruirle
una historia, pero sin duda en ellos podrían
adivinarse muchos de los tópicos
de la identidad y de la creación
de lugares emblemáticos.
Tampoco
es Medellín ciudad de grandes espacios
abiertos, de parques, alamedas y avenidas.
Por un tiempo se caminaba, ociosa y placenteramente,
en la Playa y sobre todo en Junín,
como ahora se recorren los centros comerciales.
Y el parque por excelencia fue el bosque
de la independencia, con su mezcla de
segregación e integración
social.
Iglesias,
colegios, universidades, talleres y fábricas,
lugares comerciales -cada calle con sus
propios rasgos, sus almacenes, la tienda
que sirve para definir una dirección-
entran también en esa construcción
imaginaria de la ciudad, así como
algunos elementos vegetales: todavía
no hemos olvidado las palmas de Bolivia,
o las esquinas donde florecían
los guayacanes.
Y sin duda, hacen parte de todo esto instituciones,
frases hechas, lugares comunes del habla
y la escritura, personajes (hace cincuenta
años "los Echavarrías"
eran emblema de riqueza y de energía
empresarial; Ramón Hoyos fue el
primer ídolo deportivo, reconocido
a un punto al que no habían llegado
antes futbolistas como Turrón Álvarez
y Chonto Gaviria, el primero; obispos,
monjas, curas, delincuentes han ocupado
espacio notable en las páginas
de los periódicos y en las improntas
mentales de los paisas.
El
silletero es un esfuerzo nuevo, relativamente
artificial, de construir una tradición
folclórica. Una encuesta reciente
lo presentó como el símbolo
de la ciudad. Con ello entramos a una
nueva fase en la constitución de
las identidades urbanas: su creación
más o menos promovida, por los
medios de comunicación o las campañas
de publicidad. En forma paralela, los
rituales y conmemoraciones que antes provenían
ante todo del ritmo del calendario eclesiástico
(uno de cuyos momentos públicos
centrales fue, de los veintes a los sesentas,
la procesión del Corazón
de Jesús), quedan apenas en la
memoria y surgen las conmemoraciones y
festividades promovidas por las autoridades
y las fábricas de Licores, como
La Feria de las Flores. No tiene la ciudad
conmemoraciones de origen político,
y esto no es gratuito (tampoco tiene nada
parecido a Gaitán): dejo la sugerencia
como una invitación a meditaciones
posteriores, en las que podrán
introducirse ideas de moda, como el acceso
a la ciudadanía, los elementos
de la modernidad y muchas cosas más.
La Navidad, con menos pesebres que antes,
se confunde un poco con la visita al despliegue
de las iluminaciones instaladas por las
Empresas Públicas, cuya mención
permite, en asociación libre, destacar
que hacen también parte central
del mapa mental de la ciudad, con sus
asociaciones ya consolidadas de eficiencia,
mentalidad empresarial y privada.
Podrían
mencionarse muchas cosas más: los
periódicos: “El Colombiano”
es sinónimo de todos; Envigado
y otros sitios de beber, comer morcilla
y parrandear; tiendas y graneros que todavía
no se olvidan, panaderías y boticas;
mangas y quebradas, colores, sabores y
olores de la ciudad. Y muchas personas:
los personajes típicos, los hombres
de la bohemia, serenateros y borrachines,
homosexuales y poetas, cómicos
–Cosiaca y Montecristo ante todo
- mostrados por los padres a sus hijos
en las calles habituales de la ciudad.
Y eventos, algunos pocos políticos,
que escancian el paso del tiempo: el derrumbe
de Santa Elena, la Gran Misión,
el festival nadaísta de Ancón,
el 10 de mayo, el Congreso Eucarístico
y sus motines en 1936, uno que otro incendio,
la muerte de Escobar.
Expresiones,
formas de comportamiento, exclusiones
y rechazos harían parte también
de este inventario de lo que existe, no
necesariamente en el mundo real, sino
en la construcción afectiva del
Medellín mental.
3.
Algunas consideraciones finales
Muchas
disciplinas -antropológicas y semióticas,
sobre todo, pero también la geografía
y la historia-, pueden aproximarse con
sus métodos propios a estos procesos
de constitución de imágenes
mentales de identidad urbana. Usualmente
los historiadores no se han preocupado
mucho por lo que no parece ser más
que una representación mental,
pero en la última década
diversas corrientes han estimulado, directa
o indirectamente, estas cuestiones. A
veces, para interrogarse por las formas
de un proceso "civilizatorio",
que permitió interiorizar ciertas
conductas al convertirlas en elementos
esenciales de la identidad de determinados
grupos. Otras, como consecuencia de la
preocupación por iconos e imágenes
y su función social, y para responder
a la pregunta por los mecanismos simbólicos
que refuerzan y validan el ejercicio del
poder. Así, en Europa los historiadores
han estudiado las imágenes de los
reyes, las formas teatrales del castigo,
los rituales y celebraciones urbanas.
A
diferencia de algunas de esas disciplinas,
no busca el historiador ofrecer un desciframiento
sincrónico de los elementos que
constituyen hoy, por ejemplo, una representación
mental de Medellín, con sus componentes
geográfico-espaciales, sus percepciones
estéticas y valorativas. No le
basta señalar la coexistencia de
diversas imágenes y mapas mentales,
y su posible correspondencia con determinadas
posiciones en el tejido social. El eje
de la pregunta del historiador sigue estando
en la dimensión temporal, y en
la difícil relación entre
las percepciones de realidad y la función
retórica, simbólica o política
de una imagen, un signo, una representación,
una celebración o una conducta,
que cambian en el tiempo y son reinventadas
continuamente. Le interesa ante todo la
dimensión temporal: el rastreo
de las formas más antiguas de un
estereotipo y su progresiva modificación,
los olvidos y recuperaciones de lugares
imaginarios, símbolos y emblemas,
los nuevos sentidos y funciones de algo
que en apariencia permanece fijo, en fin,
la forma como la sociedad se apropia,
utiliza, recrea, modifica y rechaza las
imágenes de su propio pasado.
El
papel de los intelectuales, en cuanto
cristalizan y coagulan, en cuanto producen
el reconocimiento de lo que por habitual
se ignora y por el simple hecho de describirlo
y analizarlo cambian su sentido, es por
ello central y se mueve en la oscilación
insuperable entre imágenes que
sólo existen en espejos que multiplican
una y otra vez otros espejos.
(Publicado
en Medellín: ”Seminario:
‘Una mirada a Medellín y
al Valle de Aburra’ 1993, Memorias”.
Realizado entre julio 17 y diciembre 3
de 1993. U. N. de Colombia- Sede Medellín,
Biblioteca Pública Piloto de Medellín
para América Latina, Consejería
Presidencial para Medellín y su
área metropolitana, Alcaldía
de Medellín, pp.13-20. )
Jorge
Orlando Melo
FOTOS
DE MEDELLIN