En los albores de 1964, la familia Salazar Suárez se embarcó en un viaje hacia lo desconocido, plantando las semillas de su futuro en Itagüí Antioquia, nuestra tierra prometida. Con un equipaje que apenas contaba con lo mínimo esencial, nuestra llegada a esta vibrante urbe se erigió como un monumento a la fortaleza del espíritu humano, una confrontación entre la esperanza y la adversidad.
La morada que nos brindó cobijo bajo la luna de esa primera noche, con su arquitectura cansada por los años y sus tejas que susurraban historias de antaño, se transformó instantáneamente en un oasis de esperanza en la vastedad de nuestra incertidumbre.
Esta antigua estructura, cuyas tejas desgastadas jugaban con el viento y la lluvia, filtrando gotas de agua en un suave murmullo durante los aguaceros, se convirtió en mucho más que un simple refugio; fue el escenario de un nuevo comienzo. A pesar de sus imperfecciones y de los desafíos que presentaba, cada gota que se colaba a través de su tejado era un recordatorio de que teníamos algo invaluable: un techo sobre nuestras cabezas, un lugar para llamar hogar. En este santuario de esperanza, la familia Salazar encontró la fuerza para tejer los sueños de un mañana, abrazando cada amanecer con gratitud y determinación.
Nuestros primeros días se desplegaron bajo el manto de una austeridad severa, con el suelo como lecho y la escasez como compañera constante. La metamorfosis de nuestro mundo fue tan repentina como un rayo de tormenta; abandonamos el amanecer campesino, orquestado por el trinar de los pájaros, por el ruido metálico de camiones y el incesante pulso de una ciudad que palpitaba sin descanso. Este cambio, tan drástico como pasar de la cálida luz del sol a la fría luminiscencia de neón, transformó hasta lo más básico de nuestra existencia.
De cocinar con leña sobre la ancestral danza de las llamas dio paso al silencioso calor de la electricidad, un cambio que fue menos sobre la técnica y más sobre la transición de lo viejo a lo nuevo, simbolizando el abandono de una vida de simplicidad campesina por la complejidad de la urbe. El paso de beber la leche directamente de la vaca a tomar “leche de carro”, como jocosamente lo expresaba nuestra madre Otilia, no era sino un reflejo de nuestra adaptación a una realidad inédita, un parecido de cómo debíamos transformarnos, no solo en nuestros hábitos sino en nuestro ser, para florecer en este nuevo habitat.
En aquel entramado de nuestra existencia, teñido por la incertidumbre y el desafío, nuestra madre, Otilia, se erigía como el faro que nos guiaba a través de las tormentas de la vida. En su camino se cruzó con el del Dr. Úsuga, un alma noble de San Carlos, quien, conmovido por la vulnerabilidad de nuestra situación y la llegada de Fabio al mundo bajo su cuidado, ofreció un gesto de generosidad tan grande como el cielo estrellado: proponer hacerse cargo y criar a Fabio el recién nacido. Aunque este ofrecimiento nacía del corazón y de bondad infinita, mi madre, con la fuerza de las montañas y la ternura de los ríos de nuestra tierra, se negó rotundamente, eligiendo mantener unidos los lazos que nos definían como familia.
El Dr. Úsuga, entendiendo las vicisitudes que enfrentamos, se convirtió en un puente hacia la esperanza, brindando información invaluable a mi madre que se transformaría en nuestra brújula en la vibrante y desconocida Medellín. Nos orientó sobre dónde encontrar asistencia médica, lugares esenciales para recibir vacunas, y direcciones donde extender la mano podría significar recibir el sustento y el apoyo necesarios para seguir adelante.
Nuestros vecinos en Itagui, doña Suzana y don Jesús Mejía se unieron a nuestra historia como los ángeles que, en tiempos de necesidad, nos ofrecieron más que ayuda material; nos brindaron un sentido de comunidad y pertenencia. Por su amable sugerencia, mi madre se dirigió al Hospital San Rafael de Itagui, encontrando valiosa ayuda. Le dieron una buena porción de leche en polvo y queso amarillo, incaparina, esta caritativa ayuda nos recordaban que, más allá de la supervivencia, existe la bondad y la compasión que tejen la red de generosidad humana.
Este capítulo de nuestra vida, está marcado por el rechazo de mi madre de una oferta tan conmovedora como la del Dr. Úsuga, para hacerse cargo de Fabio y la aceptación de la guía y ayuda de almas generosas, nos enseñó la importancia de la dignidad, la fortaleza familiar y la invaluable red de apoyo que se encuentra incluso en los lugares más inesperados. En este viaje, aprendimos que cada decisión, cada paso adelante, se convierte en un verso en la poesía de nuestra existencia, un canto a la vida que resuena con la melodía de la resiliencia y la esperanza.
La adquisición del primer fogoncito eléctrico de un solo puesto, provisto de unos resortes que se ponían rojos al calentar, se convirtió en el símbolo de nuestra lucha y perseverancia. De este tiempo queda una anécdota de mi hermano Francisco, una vez al ver que los resortes no estaban rojos le puso su dedo, llevándose un buen quemón por curioso. Con este desconocido y sencillo artilugio, de un solo puesto, el más ordinario de todos, mi madre enfrentó el desafío de alimentar a doce almas, una tarea titánica que cumplía con amor y una fe inquebrantable que todo cambiaría.
Esta etapa de nuestra vida, llena de sacrificios y aprendizajes, forjó en nosotros un vínculo indestructible y una profunda gratitud hacia aquellos que nos tendieron una mano cuando más lo necesitábamos. La historia de la familia Salazar en Itagüí es un testimonio de cómo, incluso en los momentos más oscuros, la solidaridad, la esperanza y el amor familiar pueden alumbrar el camino hacia mejores días.
En este contexto, –“la incaparina”–, precursora de la “bienestarina”, se erigió como el pilar de nuestra alimentación, transformándose en el sustento diario que mitigaba las punzadas del hambre en nuestro estómago. Este complemento nutricional, distribuido de manera gratuita a familias vulnerables, se convirtió en la base de nuestra dieta, ofreciendo no solo alimento sino también esperanza y la promesa de un mañana más saludable.
Reflexionando sobre esta época de nuestra vida, comprendimos la profundidad de la máxima: “Un estómago hambriento, un monedero vacío y un corazón roto enseñan las mejores lecciones de vida”. En aquellos momentos de desafío, algunos nos apodaban despectivamente “Los incaparinos”, intentando marcar nuestra situación con un estigma. Sin embargo, lejos de disminuirnos, este apelativo se convirtió en un símbolo de nuestra resiliencia y capacidad para superar las adversidades. A través de la experiencia de depender de la incaparina, aprendimos sobre la fortaleza del espíritu humano.
La historia de nuestra familia, entrelazada con la de la incaparina, es un relato de superación, un testimonio viviente de cómo, incluso en las circunstancias más adversas, es posible encontrar fuerza, esperanza y dignidad. Este capítulo de nuestra vida nos enseñó que, más allá de las etiquetas y los prejuicios, lo que verdaderamente nos define es nuestra capacidad para enfrentar las pruebas con valentía y salir adelante, fortalecidos por las lecciones aprendidas en el camino.
En aquellos días de incertidumbre y lucha, cuando la familia Salazar enfrentaba la adversidad en Itagüí, Antioquia, tras nuestro arribo por allá 1964, dos figuras emergieron como columnas de fortaleza y esperanza: nuestra madre, Otilia, y Gonzalo, el mayor de los hermanos. Juntos, sostuvieron el peso de nuestra familia, cada uno desde su frente de batalla, en una época donde el futuro parecía tejido de sombras y desafíos.
El siguiente capítulo en nuestra saga familiar lo escribiría Gonzalo, cuya astucia y habilidad para negociar pronto se convertirían en la llave que abriría nuevas puertas. En Medellín, residía Gustavo Yepes, hijo heredero de Don Delio Yepes, el capataz antiguo propietario de la hacienda Dinamarca y figura paterna que, en su partida, había precipitado nuestra hecatombe familiar. Gustavo Yepes, afortunado en recursos y dueño de varias empresas en Medellín, entre ellas, “Transportes Yepes”, una empresa de trasteos, cuyos camiones fueron los primeros de su género a ser vistos en Medellín, además poseía la mayoría de los autobuses del Barrio Castilla, flota con el mismo nombre, dicho señor, sería nuestro aliado inesperado.
La destreza de Gonzalo para tejer relaciones y su inquebrantable determinación lo llevaron a acercarse a Gustavo Yepes, quien se convertiría en un instrumento crucial para nuestro renacimiento. Gracias a la conexión de Gustavo Yepes con “Superbus”, el taller de más renombre concerniente a la reparación de buses, y que era afiliado a la empresa canadiense “Superior Coach”, allí era donde él enviaba a reparar sus buses. Gracias a los buenos oficios de Gonzalo, Gilberto y luego Manuel encontraron un empleo, marcando el inicio de una serie de oportunidades laborales para los hermanos Salazar Suárez.
Gonzalo, por su parte, encontró su lugar en el bullicioso Guayaquil, donde Gustavo tenía un depósito de compra venta de café, allí a Gonzalo le tocaba de “bulteador” un trabajo nada fácil, cargar y descargar camiones todo el día, trabajando en el corazón de Guayaquil. Recuerdo más de una vez haber ido a llevarle su almuerzo y quedar impresionado con tan duro trabajo. Por otro lado Alfonso, con la ayuda también de Gustavo Yepes consiguió empleo como “carretillero”, con otro de sus amigos en el “Almacén “Su Papá”, una cacharrería de variedades en pleno Carabobo.
Estos empleos, aunque eran de “mala muerte”, representaban para nosotros una victoria monumental en aquellos tiempos de desesperanza. Gonzalo, con cada triunfo, no solo añadía logros a su palmarés personal sino que reafirmaba la capacidad de nuestra familia para sobreponerse a las circunstancias más adversas. En cada carga que levantaba, en cada bus que se reparaba, en cada café que se movilizaba, se tejía la historia de una familia que, contra todo pronóstico, encontraba su camino a través de la oscuridad hacia la luz de días mejores.
Esta fase de nuestra historia es un testimonio vibrante del poder de la perseverancia, de la importancia del apoyo mutuo y del inquebrantable espíritu de familia. Refleja cómo, en los momentos más críticos, “Un estómago hambriento, un monedero vacío y un corazón roto enseñan las mejores lecciones de vida”. Nos enseñó que, más allá de los apodos y las etiquetas, como la despectiva “Los Incaparinos”, yace la fortaleza de un núcleo familiar unido por el amor, la lucha y la esperanza.
“Entre Recuerdos y Lluvias: La Despedida de Alfonso”
La despedida de Alfonso se grabó en el lienzo de nuestras vidas con tintes de tristeza y nostalgia. Él, el benjamín entre los hijos del primer matrimonio de nuestro padre, apenas dejó su huella en el camino de nuestra existencia antes de que un manto de sombras lo arrebatara aquel 25 de diciembre de 1965. Un accidente cruel, en una madrugada aún vibrante por las celebraciones navideñas, cortó el hilo de su corto destino. Alfonso, quien anhelaba encontrarse con su novia en San Carlos, emprendió su último viaje acompañado de Álvaro Monroy, futuro esposo de nuestra hermana Rocío, sin sospechar que sería su triste final.
Su partida fue un golpe profundo en el alma de nuestra familia, un dolor que se intensificaba al recordar su generosidad y la alegría que solía esparcir. Aquel diciembre, ya nos había obsequiado aguinaldos, entre ellos, el primer balón, y muñecas para las mujeres menores, estos regalos eran para nosotros verdaderos y raros tesoros. Cada tarde, su regreso del trabajo era un evento esperado, pues siempre traía consigo pequeñas sorpresas, gestos de afecto que hoy resuenan en el silencio de su ausencia.
El día del insuceso yo me encontraba en San Carlos, era costumbre de nuestra madre y para aliviar la carga del hogar durante las vacaciones nos enviaba donde algún familiar. Cuando la noticia de su muerte me alcanzó, trajo consigo una tormenta de emociones. Al volver, me encontré con el semblante de mi madre, un espejo de la fortaleza frente al infortunio, quien en un abrazo buscó ahogar el llanto, repitiendo el ritual de despedida que ya habíamos vivido con mi padre. La casa aún respiraba el luto, un altar iluminado por cirios que guardaban su memoria durante los días sagrados de la novena.
El llanto del cielo
Manuel González, un amigo entrañable de la familia, nos recordó un detalle que aún hoy cala hondo en nuestros corazones. El día del velorio de Alfonso, la lluvia, como un lamento celestial, se ensañó con la casa. gotas implacables se filtraban por el techo, empapando el lugar donde velábamos su cuerpo inerte. Un llanto del cielo que se unía al nuestro, un dolor que se manifestaba de todas las formas posibles.
Las lágrimas brotaban de nuestros ojos, mezclándose con la lluvia que caía sin cesar. Era como si el cielo mismo se uniera a nuestro luto, como si las nubes lloraran por la temprana partida de nuestro hermano. La casa, antes un refugio de alegría, se había convertido en un escenario de dolor y desolación.
Las flores que adornaban el féretro se marchitaban bajo la lluvia, símbolo de una vida que se había apagado demasiado pronto. Los cirios, que parpadeaban tenuemente, reflejaban la tristeza que inundaba nuestro ser. La imagen de Alfonso, pálido y sereno, contrastaba con la tormenta que rugía en el exterior.
Un momento de una profunda desolación. La muerte de Alfonso, tan temprana, inesperada e injusta, nos había arrebatado a un ser querido, a un amigo, a un confidente. La lluvia, como un espejo de nuestro dolor, amplificaba la tristeza que nos consumía.
Mientras las horas transcurrían lentas y agónicas, la lluvia continuaba su incesante llanto. Era como si el cielo se negara a aceptar la partida de Alfonso, como si las nubes quisieran lavar con sus lágrimas la pena que nos inundaba.
Al final, la tormenta se calmó, dejando paso a un cielo gris y plomizo. La casa, empapada y dolorida, era un reflejo del vacío que Alfonso había dejado en nuestras vidas. Sin embargo, su recuerdo, como un faro en la oscuridad, seguirá iluminando nuestro camino. Esa misma tarde, fue sepultado en el cementerio de Itagüí.
Pese al breve tiempo compartido, Alfonso nos legó recuerdos imborrables. Un episodio inolvidable fue cuando nos llevó a Francisco y a mi al estadio para presenciar el duelo entre Nacional y Tolima, una tarde bañada por el sol de 1965 que cimentó nuestro amor eterno por el fútbol. Francisco y yo, divididos en nuestra afición por Medellín y Nacional, encontramos en ese partido una fuente de alegría y unión fraterna, un recuerdo que, como un faro, nos guía a través de la nostalgia y el afecto que perdura más allá del tiempo y la ausencia de Alfonso.
La fragilidad de la vida
En la noche silente, entre suspiros y estrellas brillantes,
la vida se desvanece, como pétalos en el viento errante.
En la ausencia se siente, el dolor que agobia y aturde,
la muerte acecha, sin pausa, en su danza indolente.
Como hojas en el otoño, danzamos sin rumbo fijo,
la fragilidad nos abraza, como un manto frío.
En el tejido del tiempo, se entretejen los recuerdos,
cada lágrima es un eco, de momentos ya perdidos.
¿Qué somos sino polvo cósmico en el vasto universo?
¿Qué somos sino sueños, en un eterno curso?
En la sombra de la partida, hallamos nuevos destinos,
la esencia de la vida, en sus giros infinitos.
En el susurro del adiós, se avista un nuevo amanecer,
los recuerdos se entrelazan, en un eterno renacer.
Cada despedida es un vuelo, hacia la luz del mañana,
la fragilidad de la vida, en cada dulce ventana.
Don Abel, tu conmovedor escrito, nos demuestra, la valentía de tu madre y el buen recuerdo que aunque con dificultades económicas, todo se supera con el amor familiar, considero que todos estos episodios lo hacen a uno más fuerte y a valorar cada día la unión familiar y el esfuerzo para salir adelante, cuando eras niño cuando te imaginabas que tu futuro fuera en el exterior y más aún en un país Como Canadá. Muy muy bueno tu relato.