No. 10 “La Partida de un Padre: Reflexiones en el Último Adiós”

En el corazón de la vereda Pedernales, donde las sombras de la incertidumbre se ciernen sobre el horizonte, la partida de Don Delio había dejado una estela de inquietud en el alma de nuestra familia. Este vacío, profundo y oscuro, era el presagio de un cambio inevitable.
La vieja vivienda que antaño era el epicentro de la vida familiar, ahora es hogar de tres familias que procedían de Medellín, con quienes tejimos lazos de amistad y compañía. Sin embargo, esta nueva cercanía no podía disipar la tormenta que se gestaba en lo íntimo de nuestro ser.

Entre la oleada de cambios que azotaba nuestras vidas, Gilberto, el inquebrantable, permaneció fiel al legado de nuestro hogar. Como un faro en la costa escarpada de la existencia, su figura  serena se erguía como un símbolo de resistencia frente a las adversidades. Su presencia era un bálsamo de estabilidad en un mar turbulento, un oasis de paz en medio del caos y la incertidumbre.

Su fidelidad a la memoria de nuestro hogar era un lazo irrompible, un ancla que lo mantenía firme en la tierra de sus ancestros. A través de los años, su mirada reflejaba la sabiduría acumulada de generaciones, un legado intangible que se transmitía en silencio a través de sus acciones y su inquebrantable espíritu.

Más que hermanos, Gilberto y Gonzalo eran unos pilares fundamentales,bastiones de lealtad que nos brindaban consuelo y seguridad. Sus presencias constantes eran un recordatorio de que, a pesar de las vicisitudes del destino, siempre existiría un refugio donde encontrar la calma y la fuerza para seguir adelante.

La verdadera odisea, sin embargo, recae sobre los hombros de nuestra madre Otilia, quien se encontraba al mando de un barco tempestuoso, navegando a través de mares embravecidos con ocho niños a bordo. En esta metáfora de nuestra existencia, ella era la capitana cuyo valor y determinación se enfrentaban a la furia de un océano despiadado, mientras el capitán, nuestro padre, había perdido sus fuerzas, dejando todo el peso del timón en sus manos.

Esta embarcación, azotada por las olas de la duda y la incertidumbre, avanzaba gracias a la inquebrantable voluntad de nuestra madre Otilia. Cada hijo, como un mástil resistiendo el embate de la tormenta, tenía un papel crucial en mantener a flote nuestra frágil embarcación, pero era Gilberto quien, sin titubear, se erigía como el ancla que nos mantenía firmes, asegurando que no nos desviáramos hacia la desolación.

La preocupación de nuestra madre Otilia por el futuro se intensificaba con cada ola que golpeaba nuestro casco. La posibilidad de que los hermanos mayores zarparan en busca de sus propios horizontes, dejándola a ella con los más jóvenes aún en formación, era un vórtice que amenazaba con engullirnos a todos. Leticia, la mayor apenas en la flor de la adolescencia, y los demás, aún con sueños por forjar, miraban hacia su madre, la capitana de nuestro navío, buscando en ella la fuerza para enfrentar el incierto amanecer.

Mientras tanto, el mayor Gonzalo, había previsto lo que se venía y se encontraba ya en Medellín, preparando el terreno para el próximo movimiento. Su partida no fue una huida, sino una misión estratégica, un esfuerzo por asegurar un futuro para todos nosotros desde otro frente. Esta previsión de Gonzalo, lejos de ser una deserción, se revelaba como un acto de valentía y responsabilidad, un intento de navegar por las aguas turbulentas desde otro ángulo.

Nuestra familia, en su viaje a través de la tormenta, se encontraba en una constante lucha por mantener el rumbo, guiados por la firmeza y el amor de nuestra madre Otilia, y la lealtad inamovible de Gilberto. En este mar agitado por los vientos del destino, nuestra madre Otilia se erguía como una capitana valerosa, enfrentando cada ola con la esperanza de llevarnos a salvo a puerto, demostrando que incluso en las más feroces tormentas, la unidad y el amor son nuestros más fieles compañeros de viaje.

En aquellos días, un nuevo presagio se cernía sobre Pedernales, intensificando la atmósfera ya cargada de tensión: las visitas de Don Héctor Yepes, el único hijo de don Delio que vivía en san carlos,. Aunque sus palabras siempre fueron cordiales, y sus modales impecables, una sombra de hostilidad velada teñía sus ojos, como si la tierra que pisábamos le perteneciera por derecho propio.

Esta sensación se había instalado en nosotros como una garra invisible, una interpretación tácita pero poderosa de sus silenciosas visitas. Cada aparición suya era un recordatorio de la fragilidad de nuestra situación, un presagio funesto de una pérdida inminente. Su presencia añadía una capa de dramatismo a nuestra ya complicada existencia, un velo de incertidumbre que teñía cada momento con un tono de tragedia.

En medio de esta creciente tensión, mi padre Juan decidió un día llevarme al pueblo para comprar unos medicamentos. Partimos montados en un gran caballo cenizo, propiedad de Gilberto, bajo un cielo que prometía tormenta. Al regreso, el cielo cumplió su amenaza, desatándose un aguacero de tal magnitud que mi padre, con su característica obstinación, se negó a buscar refugio. Yo, aferrado a él, sentía cómo la gruesa capa que nos cubría se empapaba, volviéndose inútil ante la furia del aguacero.

Ese momento, para mí, marcó un antes y un después. Quedé convencido de que fue el principio del fin para nuestro padre. En los días siguientes, tuvo que ser hospitalizado, y todo comenzó a desmoronarse. Nuestra madre se fue al pueblo para cuidar de él, dejándonos en Pedernales a Gilberto y a mí solos, enfrentándonos a la vastedad y al silencio de lo que una vez fue un hogar lleno de vida.

La tragedia nos alcanzó en plena oscuridad de la noche, cuando el rugido de una volqueta del municipio rompió el silencio. Venían por nosotros de urgencia. En un estado de semi-consciencia y con el corazón palpitante de miedo, me vi obligado a viajar en la parte trasera de la volqueta, apretujado entre sacos de arena y tierra. El trayecto hacia el pueblo, a través de una carretera pedregosa y polvorienta, se me hizo eterno. El ruido ensordecedor de la volqueta en movimiento acentuaba el terror que sentía, anticipando la sombría noticia que nos esperaba.

Finalmente, al llegar al hospital y cruzar sus puertas, encontré a mi madre Otilia deshecha en dolor. Su abrazo fue un refugio en medio del tormento, y en ese momento, envuelto en su calor, sentí un perfume que se grabó en mi memoria para siempre. Era una mezcla de fortaleza y ternura, un aroma que encapsulaba todo el amor y la lucha de nuestra madre. Ese perfume se quedó conmigo toda la vida, un recordatorio constante de aquel día trágico y del inquebrantable espíritu de nuestra madre. Juntos, fundidos en lágrimas, enfrentamos la cruda realidad sin palabras. La tristeza de ese momento era abrumadora, un golpe directo al corazón que nos dejaba enfrentando un futuro incierto, marcado por la ausencia y el dolor.

El 11 de octubre de 1963 quedará marcado en la memoria de nuestra familia como el día en que el cielo pareció oscurecerse con la partida de nuestro padre. Ese día, cargado de tristeza y melancolía, nos sumió en una profunda desolación, no sólo por la pérdida irremplazable de un ser querido sino también por la incertidumbre y el temor ante un futuro ahora más incierto que nunca. Nunca podré saber si nuestra madre había enfrentado algo tan devastador en su vida, tanto el dolor de la pérdida como el peso de los días venideros.

Conforme a las costumbres de aquel tiempo, nuestro padre fue velado en nuestra humilde y rústica casa del pueblo. Amigos y conocidos enviaron coronas, y se erigió un altar lúgubre y sombrío, un recordatorio constante de la ausencia que ahora ensombrecía nuestros corazones.

El hospital, la casa donde lo velamos y el cementerio estaban todos a corta distancia, creando un triángulo de lugares que, en esos días, parecían estar unidos por una atmósfera de luto y tristeza. El día del entierro, el 12 de octubre, trajo consigo un dolor aún más agudo. Mi madre, cuya fortaleza había sido nuestra roca, se quebró bajo el peso de la realidad y no pudo asistir a la ceremonia. Gonzalo, a pesar de la distancia y las dificultades, logró llegar en la madrugada, entrando a la casa ocultando su rostro, en un intento de esquivar la cruel aceptación de la muerte de nuestro padre.

El dolor de nuestra madre, Gonzalo y Gilberto fue inmenso, cada uno llevando a cuestas el peso de la pérdida de una manera que solo el corazón entiende. La ceremonia de entierro, lejos de brindar algún consuelo, se vio marcada por un hecho desgarrador: al pasar por el cementerio, de regreso a casa para prepararnos para ir a Pedernales, descubrimos que nuestro padre aún no había sido enterrado. Este descuido, esta última herida, infligió un dolor aún más profundo en nuestra madre, quien en los días siguientes parecía caminar por un valle de sombras del que no lograba salir.

Este período de luto, marcado por rituales y recuerdos, no hizo más que profundizar el vacío dejado por nuestro padre. La tristeza se convirtió en nuestra compañera constante, un recordatorio del amor y la vida que, aunque ausentes en cuerpo, permanecerían eternamente en nuestra memoria y en el legado de fortaleza, amor y unidad que nuestro padre nos dejó. En esos días oscuros, aprendimos sobre la fragilidad de la vida, el valor del amor y la importancia de mantenernos unidos ante la adversidad, llevando siempre con nosotros el recuerdo de aquel 11 de octubre de 1963.

Reflexión:

En medio del profundo dolor que embarga a una familia frente a la pérdida de uno de sus pilares, emerge una reflexión luminosa que, aunque no disipa la oscuridad del duelo, sí ofrece un faro de esperanza. La muerte, con su ineludible certeza, nos confronta con la fragilidad de nuestra existencia, pero también nos recuerda el incalculable valor de los momentos compartidos, de los lazos que tejemos, y del amor que, incluso en ausencia, sigue siendo el vínculo más fuerte.

Esta tragedia familiar, devastadora en su impacto, lleva consigo la semilla de una profunda enseñanza sobre la resiliencia del espíritu humano. A través del velo del dolor, podemos vislumbrar la importancia de la unidad, del apoyo mutuo y de la comprensión. Nos enseña que, en el corazón de la pérdida, existe la posibilidad de crecimiento, de fortalecimiento de los lazos que nos unen, y de un amor que trasciende la misma muerte.

Así, en la oscuridad más profunda, encontramos que la luz más brillante es aquella que se enciende dentro de nosotros, alimentada por recuerdos, por actos de bondad y por la eterna presencia de aquellos que, aunque partieron, nos dejaron su legado de amor y fortaleza. En este viaje del duelo, cada paso adelante es un testimonio de nuestra capacidad para enfrentar la adversidad, para transformar el dolor en esperanza y para encontrar, en medio de la tragedia, un camino hacia la luz.

“Somos Polvo de Estrellas”
En el vasto telar del universo,
la Muerte danza en el horizonte,
como una sombra que se desvanece
ante la luz eterna del Ser.

Somos las estrellas fugaces
que surcan el firmamento,
brisas que acarician el tiempo,
pero la Muerte, como una marea implacable,
nos susurra al oído
que somos polvo de estrellas,
fragmentos de eternidad.

Mientras somos, la Muerte reposa,
como un eco distante en la noche,
pero cuando la Muerte se alza,
nosotros nos desvanecemos,
como hojas al viento,
como sueños al despertar.

No temas, alma errante,
porque en el abrazo final,
encontraremos la paz,
como gotas que retornan al océano,
como estrellas que se funden
en el éter infinito del Ser.

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Comments

    • Helen
    • febrero 15, 2024
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    Tienes excelente narrativa. Es agradable leer tu historia. Lo haces de manera pintoresca, emotiva, reflexiva, etc. Te felicito

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