En los rincones más profundos de nuestra memoria, donde las historias de despedidas y reencuentros se entretejen con la crudeza de raíces arrancadas y la promesa de nuevos comienzos, se despliega el capítulo más melancólico de nuestra existencia.
El año 1963, tejedor de destinos y custodio de nuestras memorias, se inscribe en el corazón de nuestra saga familiar con la tinta de la dualidad: la despedida lacerante de nuestro padre Juan, y el despertar a la vida de nuestro hermano Fabio, el nuevo retoño de la familia. Así, en la paradoja más profunda donde reposa el ciclo de la vida, se revela la enseñanza más sagrada: en el adiós surge un nuevo comienzo, en el dolor, la promesa de un alivio futuro. Ese año, marcado por la pérdida y el renacimiento, nos revela que la existencia, en su profundo misterio, se mueve al compás de los finales que desembocan en comienzos, de los fríos inviernos que auguran la llegada de nuevas primaveras.
La hacienda Dinamarca, símbolo de nuestro sustento e identidad, se desvaneció ante la inclemencia del tiempo y el dolor tras la muerte de nuestro padre, transformándose en un monumento al legado perdido y a una era familiar que se cerraba ante nuestros ojos. Los Ceballos, vecinos recién llegados, incapaces de sostener el legado, optaron por regresar a Medellín, dejando tras de sí el eco de un esfuerzo fallido. Fue en este escenario de desolación donde Gonzalo y Alfonso, enfrentados a la dura realidad de la supervivencia en Medellín. Cada uno, con trabajos precarios, luchaban día a día por subsistir. Alfonso, vendiendo chicharrones de coco y maní en las calles, Gonzalo, con la venta ambulante de artículos de hogar puerta a puerta, casi nunca tenian dinero en el bolsillo, pero siempre guiados por la esperanza de ofrecernos un futuro, evidenciaron en ellos la tenacidad de un espíritu que se niega a rendirse ante la adversidad.
Bajo el manto de circunstancias inciertas, fue la mano invisible de la providencia la que, a través de Gonzalo, nos tejió un destino inesperado. Como si los astros se alinearan en un baile cósmico, Gonzalo, impulsado por un encuentro fortuito con Ramiro Cardona —un viejo amigo cuya vida se entrelaza con la nuestra a través de hilos invisibles del destino—, nos abrió la puerta a un nuevo capítulo. Ramiro, conocedor de los vientos tempestuosos que habían sacudido nuestras vidas, tendió un puente hacia un tal Don Jesús Mejia, quien, en un acto de fe ciega y solidaridad humana, nos ofreció un hogar, convirtiéndose en el faro que iluminará nuestro camino hacia la redención.
Este encuentro trascendió la mera formalidad de una transacción; fue, en esencia, un pacto sellado no con tinta, sino con la palabra y la confianza, tan firme como un roble. Don Jesús Mejia, con su benevolencia y sagacidad, no fue solo un arrendador en el sentido convencional; se convirtió en el arquitecto de nuestra esperanza, el guardián de nuestro renacer. En su gesto de generosidad, vimos el destello de luz al final del túnel, tan brillante como la estrella del alba, guiándonos hacia un puerto seguro. En su figura, encontramos no sólo refugio sino también la promesa de un nuevo comienzo, un símbolo viviente de que, incluso en los capítulos más sombríos, la humanidad y la bondad pueden florecer, ofreciéndonos la posibilidad de reconstruirnos, pieza por pieza, en un mosaico de nuevas esperanzas y sueños.
Una vez confirmada la noticia de la casa, Alfonso, retorno de las calles de Medellín y sumándose a los esfuerzos de lo que quedaba en Pedernales con Gilberto. Recuerdo con claridad el maravilloso día que Alfonso regresó, en una tarde procedente de Medellín, cargado de cajas llenas de los productos que vendía, algo novedoso para nosotros, chicharrones de coco, maní, los que preparaba con panela. Otra novedad era que él también hacía de forma artesanal, flores de papel que cubría de parafina, técnica que nos mostraría después. El regreso de Alfonso tuvo un impacto grande entre nosotros, tanto por la ayuda y disposición como por lo complaciente que era con todos. Siempre nos tenía un detalle que ofrecer. Trajo consigo una renovada esperanza para la familia Salazar. Su regreso, más que un acto de presencia, fue una decisión consciente de resarcir sus ausencias, reforzando el lazo familiar que la partida de nuestro padre había puesto a prueba. Nos mostró que incluso en los momentos más oscuros, la familia encuentra la manera de reconstruirse y avanzar.
Después del feliz regreso de Alfonso, la dicha plena se completó con la llegada de Manuel y Gonzalo, este último portando la gran noticia de que tendríamos donde llegar a Medellín. Con su inquebrantable determinación y liderazgo, no solo encontró el modo de sobrevivir sino que también allanó el camino para que nuestra familia pudiese soñar con un futuro mejor. Cada decisión, fue tomada sin mucho dinero en el bolsillo pero con un corazón lleno de coraje y decisión, simbolizando la esperanza de renacimiento y la importancia de las decisiones valientes ante la adversidad.
La familia Cardona , Los Plácidos, y ahora Don Jesús, cada uno a su manera, se convirtieron en nuestros ángeles guardianes, tejiendo a nuestro alrededor un manto de solidaridad y apoyo inquebrantable. Nos demostraron que la amistad y la ayuda mutua son faros de luz en los momentos más sombríos.
*En el umbral del año 1964, nuestra familia, arraigada en las tierras de San Carlos, emprendió un periplo marcado por el desgarro del desarraigo. Nuestra hermana Rocío, ya se encontraba en Medellín, había sido enviada de antemano por mi madre a un convento de monjas. Los preparativos fueron modestos, acordes con la sencillez de nuestra vida: un carro escalera, bajo el mando de un hombre del pueblo conocido como Veterano, acogió nuestras pertenencias más queridas y necesarias— algunos platos, ollas, algo de comida, mantas, y las cobijas que habían abrigado nuestros sueños en noches más serenas.
Nuestro viaje se desplegó bajo el sol del mediodía, una caravana humilde hacia un futuro incierto, marcado por cinco horas de reflexión y melancolía. La curiosidad y la incertidumbre tejían un velo de esperanza ante lo que nos esperaba, mientras que la novedad de las carreteras pavimentadas se presentaba como un presagio de los cambios venideros. La extrañeza ante este nuevo mundo de asfalto era palpable, un símbolo del abismo entre nuestro pasado y el futuro que estábamos a punto de abrazar.
Al llegar la cima de Santa Elena, bajo el manto crepuscular que se cernía como un augurio, Medellín emergió ante nosotros, desplegándose en una vastedad de luces titilantes, Un laberinto de calles y avenidas que parecían no tener fin, murmurando promesas de futuros aún por desvelar. La majestuosidad de esta metrópoli, con su orquesta de destellos luminosos, nos envolvió en una atmósfera de asombro y reverencia, tejiendo alrededor nuestro un hechizo de maravilla y temor.
Cada curva del camino era una nueva aventura, un lienzo en blanco que se extendía ante nosotros, invitándonos a explorar sus secretos. Avanzamos con paso firme, guiados por la brújula de nuestros sueños hacia un destino que susurraba promesas al oído. La ciudad, con sus luces y colores, se perfilaba como un oasis de esperanza, un nuevo comienzo que palpitaba con vida propia. A medida que avanzábamos por la autopista, el fuerte viento azotaba, acariciando nuestros rostros que aún conservaban la inocencia, mientras nuestros ojos, amplios y llenos de asombro, luchaban por encontrar un equilibrio entre el miedo y la fascinación. A lo largo del apacible curso del río Medellín, había filas de árboles que se erguían como guardianes silenciosos, bañados por la luz de una ciudad que nos era ajena pero nos llamaba.
La sensación era como si nos estuviéramos internado en un mundo encantado, cada luz irradiaba un mensaje de esperanza, mientras que cada sombra escondía un misterio, invitándonos a ser partícipes de la sinfonía de vida que resuena en esta ciudad desconocida. Se nos abría un camino no solo hacia una nueva aventura, sino también hacia un escenario lleno de posibilidades para cumplir nuestros sueños y anhelos, para aquellos valientes que se atrevan a cruzar la frontera hacia lo desconocido.
En ese instante, suspendido entre el ocaso y la noche que se anunciaba, comenzábamos a comprender que nuestra llegada a Medellín no era el final de nuestro viaje, sino el inicio de una transformación profunda. Nos convertimos no solo en testigos de la grandeza de esta metrópoli, sino en partícipes de su constante evolución, preparados para entrelazar nuestras vidas con el vibrante latido de la ciudad.
Así, en el cruce de caminos y destinos, nos recordábamos a nosotros mismos que cada paso adelante es un verso en el poema eterno de nuestra existencia, una nota en la melodía que compone nuestra historia colectiva. Y en este andar, no solo es el paisaje externo el que se transforma, sino que nosotros mismos nos redefinimos, forjados por las experiencias, creciendo ante cada nuevo desafío, aprendiendo que en la esencia del cambio se halla el verdadero significado de la vida.
Este viaje, más que un traslado físico, fue una travesía del alma, un abandono de la inocencia provinciana por la promesa de un nuevo comienzo. San Carlos, con sus recuerdos y su cadencia de vida, quedó atrás, suspendida en el tiempo como una fotografía desvanecida por el sol, mientras nosotros, sus hijos errantes, nos adentrábamos en el corazón de lo desconocido, con los ojos abiertos y el corazón palpitante ante la vastedad de nuestra nueva realidad.
Esta odisea, cargada de nostalgia y expectativas, es un testimonio del ineludible cambio que todos enfrentamos en algún punto de nuestras vidas. No es el destino el que define nuestra esencia, sino la capacidad de renacer de entre las cenizas de nuestro pasado, llevando en nuestro interior el resplandor de los sueños y esperanzas que nos impulsan hacia adelante. En la disyuntiva entre lo que dejamos atrás y lo que nos espera, reside la verdadera medida de nuestro espíritu, un espíritu que, a pesar del dolor del desarraigo, se aferra a la posibilidad de una vida reconstruida en el lienzo inmaculado del mañana. En cada adiós, hay la semilla de un nuevo comienzo, y en cada final, la promesa de un nuevo amanecer, forjado no por las circunstancias, sino por la indomable voluntad de ser arquitectos de nuestro propio destino.
Este viaje, impregnado de tristeza pero también de profunda gratitud, resalta la invaluable importancia de las conexiones humanas. Las familias que hemos tenido la fortuna de cruzar en nuestro camino, los lazos de amistad forjados en los momentos más difíciles, han sido el tejido que sostiene nuestra existencia, un recordatorio constante de que en el corazón de la adversidad siempre hay espacio para la esperanza, la reconstrucción y el amor incondicional. La historia de nuestra familia es un testimonio del poder de la resiliencia humana y de cómo, guiados por figuras como Gonzalo y con el apoyo de seres como Don Jesús Mejia, podemos encontrar luz incluso en los capítulos más oscuros, abrazando la promesa de un nuevo amanecer.
En el susurro del crepúsculo, mientras Medellín se desplegaba ante ellos como un tapiz de sueños y sombras, la familia Salazar enfrentaba el umbral de un mundo desconocido. La grandeza de la ciudad, con su sinfonía de luces y secretos, parecía prometer un nuevo comienzo, pero también susurraba de desafíos ocultos en su seno. Al descender por los caminos serpenteantes hacia su destino, una pregunta palpitaba en el corazón de cada uno: ¿Qué historias se escribirían en estas calles que ahora los acogían? La noche envolvía la ciudad en un abrazo misterioso, cada sombra parecía guardar un enigma, cada luz, una promesa o quizás un presagio. En la encrucijada de sus vidas, los Salazar se encontraban a la puerta de algo mucho más grande que ellos, un relato que apenas comenzaba a desplegarse. ¿Serían capaces de tejer su lugar en el vasto tapiz de Medellín, o se perderían en el laberinto de sus incontables historias?
La vida, una danza entre la luz y la sombra:
El mundo no es un lienzo de eterna alegría, ni un baile de colores perpetuos. En su gran vastedad, la vida teje un tapiz con hilos de luz y sombra, donde la dicha se entremezcla con la crudeza. Y aunque la rudeza del mundo pueda doblegar, tu espíritu indomable es la brújula que te guía hacia la victoria. La vida golpea con fuerza, sin distinción de almas. Ni tú, ni yo, ni ningún ser humano está exento de sus embates. La verdadera medida de la fuerza no reside en la potencia de tus golpes, sino en tu capacidad de resistir, de levantarte una y otra vez tras cada caída.
Avanzar, persistir, he ahí la clave del triunfo. No importa cuán duro te golpeen, importa tu capacidad de soportar el dolor y seguir adelante, con la frente en alto y la mirada firme en el horizonte.
Conoce tu valor, ámate a ti mismo, y lucha por aquello que mereces. El camino estará plagado de obstáculos, pero tu espíritu resiliente te permitirá convertir cada golpe en una lección, cada tropiezo en una oportunidad de crecimiento.
Recuerda: la vida es una danza entre la luz y la sombra. Abraza la belleza de la luz, aprende de la oscuridad, y con paso firme y corazón valiente, conquista tu destino.
Por Abelardo Salazar
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Don Abel, que Historia tan linda y novelezca, como una linda novela, con razón te volviste escritor y pintor al acordarse de esos bellos paisajes en tu infancia. Te cuento que en la finca luzco tus bellos cuadros que cuando tengo invitados me los admiran. Siga escribiendo y pintando es un talento más que tienes y debes seguir cultivando.