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Reseña del libro «PINCELADAS DE VIDA» Parte 2

J. Abelardo Salazar S.

UN LIENZO DE MEMORIAS ENTRE DOS MUNDOS
En el vasto panorama de la literatura contemporánea sobre el exilio y la migración, emerge una voz singular que transforma la experiencia del desarraigo en un tapiz de extraordinaria belleza literaria. «Pinceladas de Vida» se presenta como una obra que trasciende los límites convencionales de las memorias para convertirse en un testimonio universal sobre la resiliencia humana y la capacidad de reinvención.

El autor, con la destreza de un pintor impresionista, utiliza el lenguaje como si fueran pinceladas sobre un lienzo, creando una narrativa que fluctúa magistralmente entre lo tangible y lo onírico. La obra se estructura en capítulos que funcionan como cuadros independientes pero interconectados, donde cada memoria se convierte en un portal hacia reflexiones más profundas sobre la identidad, el hogar y la transformación personal.

Lo que distingue a esta obra es su capacidad para entretejer elementos del realismo mágico —tan característico de la literatura latinoamericana— con la crudeza del testimonio autobiográfico. El autor logra esta hazaña sin caer en los lugares comunes del género, creando en su lugar un estilo propio donde la magia no reside en acontecimientos sobrenaturales, sino en la manera extraordinaria de percibir la realidad cotidiana del exilio.

La narrativa comienza en 1988, cuando el protagonista llega a Montreal como exiliado político. Este momento se convierte en el eje sobre el cual gira toda la obra, un punto de inflexión que divide la vida en un “antes” (Pinceladas de Recuerdos) y un “después” (Pinceladas de Vida). Sin embargo, el autor trasciende la simple cronología lineal, construyendo en su lugar una estructura temporal circular donde pasado y presente se entrelazan como en una danza perpetua.

El tratamiento del lenguaje merece especial atención. La prosa, rica en metáforas y alegorías, consigue transmitir la experiencia sensorial del desarraigo: el frío de Montreal se convierte en un personaje más, dialogando constantemente con el calor interno de los recuerdos tropicales. Las descripciones de la ciudad canadiense, vista a través de los ojos de un recién llegado, son particularmente memorables, creando un contraste fascinante entre la realidad física y el paisaje emocional del narrador.

Uno de los mayores logros de la obra es su capacidad para transformar la experiencia personal en universal. Aunque el contexto específico es el exilio político latinoamericano, las reflexiones sobre la identidad, la pertenencia y la adaptación resuenan con cualquier lector que haya experimentado el desarraigo en cualquiera de sus formas. El autor consigue este efecto mediante una narrativa que privilegia la introspección psicológica sin descuidar la acción externa.

La obra brilla especialmente en sus momentos más íntimos, cuando explora la metamorfosis lingüística y cultural del protagonista. El aprendizaje de nuevos idiomas se convierte en una metáfora del renacimiento personal, y cada palabra nueva aprendida en francés o inglés representa un ladrillo en la construcción de una nueva identidad.

Los personajes secundarios, lejos de ser meros acompañantes en el relato, se convierten en espejos que reflejan diferentes aspectos de la experiencia migratoria. Cada encuentro, cada conversación, añade una nueva capa de significado a la narrativa principal, creando un rico tapiz de voces y perspectivas.

El libro no elude los momentos oscuros del exilio —la soledad, la nostalgia, el miedo al fracaso—, pero los aborda con una honestidad que evita tanto el melodrama como la autocompasión. Esta capacidad para mantener el equilibrio entre la emoción y la reflexión es uno de los mayores méritos de la obra.

La conclusión del libro no ofrece respuestas simples ni resoluciones definitivas, sino que abre nuevas preguntas sobre la naturaleza de la identidad y el significado del hogar en un mundo cada vez más globalizado. Es precisamente esta apertura lo que hace que la obra resuene con tanta fuerza en el contexto contemporáneo.

«Pinceladas de Vida» se erige como una obra fundamental para entender la experiencia del exilio en el siglo XX, pero su alcance va mucho más allá. Es un testimonio de la capacidad humana para encontrar belleza en medio del desarraigo, para construir puentes entre culturas y para reinventarse sin perder la esencia. Una obra que merece un lugar destacado en la biblioteca de cualquier lector interesado en la literatura contemporánea de calidad.

Autor del libro: Abelardo Salazar

Reseña escrita por: Carlos Heredia

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No 0 «Prólogo:
“Pinceladas de Vida”:
Un Relato de Memorias y Sueños de un exiliado en Canadá»

«El vuelo de las memorias aladas»

En el umbral donde la memoria se plasma en tinta y el tiempo se convierte en recuerdos eternos en papel, contemplo el lienzo de mi existencia, como quien observa un amanecer desde la ventana de un tren que cruza entre dos mundos. Las mariposas de la memoria, esas que Gabriel García Márquez describía como «mensajeras del destino», revolotean entre las páginas de «Pinceladas de recuerdos», no como simples huellas en la arena del tiempo, sino como raíces que, aunque distantes, nutren con savia vital mi presente.

«¿Acaso no son los recuerdos el único equipaje que verdaderamente nos pertenece?», me preguntó una vez un anciano en el parque Mont-Royal, mientras las hojas de maple danzaban a nuestro alrededor como copos de fuego. Ante mí se despliega Montreal —ciudad de contradicciones y promesas—, que me recibió con brazos tejidos de copos de nieve y susurros de renacimiento.

Fue en aquel julio de 1988 —mes de transformaciones y revelaciones— cuando el reloj de mi destino se detuvo para volver a comenzar. Llegué a Montreal como un exiliado político, con los bolsillos llenos de ecos de una patria sangrante y el corazón rebosante de sueños por germinar. El verano canadiense no solo trajo consigo el choque del idioma y el clima —ese primer encuentro con la diversidad—, sino también la metamorfosis inevitable de quien debe renacer en una tierra donde los árboles de maple danzan al compás de una libertad hasta entonces sólo imaginada.

En las noches más gélidas —cuando el termómetro desciende más allá de los números conocidos—, mi sangre latina hierve con un fuego ancestral que ninguna ventisca puede extinguir. Las calles de Montreal se transforman entonces en un laberinto de espejos donde cada reflejo muestra una versión diferente de mí mismo: el que fui, el que soy, el que podría haber sido. Como escribió Isabel Allende: «La memoria es un espejo que miente descaradamente», pero en esa mentira paradójicamente habita la verdad más profunda de nuestra existencia.
—¿Y si los recuerdos tuvieran vida propia? —me pregunto a menudo, mientras observo la ciudad desde mi ventana.

—La tienen —responde el viento entre los edificios—. Son las semillas que plantamos en el jardín del tiempo.
Las memorias que nos habitan son como colibríes de cristal: frágiles pero inmortales, capaces de volar hacia atrás en el tiempo mientras su corazón late hacia adelante. Cada aleteo refleja tanto nuestra luz como nuestras sombras —las heridas y las cicatrices que nos han esculpido—. En el espejo roto de los recuerdos, cada fragmento cuenta una historia diferente, pero todas conforman el mosaico de quien somos.

«Los verdaderos viajes», solía decir un amigo, «no son los que hacemos con los pies, sino con el corazón». Y así, entre documentos de ciudadanía que parecen transformarse en mariposas nocturnas y diplomas que susurran historias en idiomas olvidados, descubrí que la verdadera identidad es un árbol que crece en todas direcciones: sus raíces se hunden en la tierra que dejamos, mientras sus ramas se elevan hacia cielos inexplorados.

Te invito, querido lector —cómplice en este viaje de palabras—, a caminar conmigo por estos senderos de papel, donde las palabras florecen como jacarandás en primavera y cada página es un portal a dimensiones donde lo real y lo mágico trenzan sus cabellos en una danza perpetua. Como dijo Antoine de Saint-Exupéry: «Lo esencial es invisible a los ojos.» Y en estas páginas, cada memoria citada es un encuentro con el asombro, cada recuerdo una ventana a lo extraordinario que habita en lo cotidiano.

Porque al final, ¿qué es la vida sino un lienzo mágico donde cada pincelada tiene el poder de transformar la realidad? En estas páginas, el tiempo no es una línea recta sino una espiral —un laberinto circular— que nos permite ser simultáneamente el niño que fuimos, el adulto que somos y el anciano que seremos. Como las hojas del maple que en otoño se tiñen de todos los colores posibles antes de emprender su vuelo, cada historia aquí contada es una metamorfosis, una transmutación de la experiencia en sabiduría.

—¿Y qué encontraré en estas páginas? —preguntarás quizás.
—Encontrarás espejos y ventanas —respondo—. Espejos donde verás reflejos de tu propia historia, y ventanas que se abren a mundos que siempre han existido en los pliegues de la realidad.

Bienvenido a este viaje donde la realidad y la magia se entrelazan como amantes eternos, donde cada palabra es una semilla que, al ser plantada en el jardín de tu imaginación, florecerá en formas que ni tú ni yo podemos predecir. Como diría el viento que susurra entre los rascacielos de Montreal: «Los verdaderos milagros no son los que rompen las leyes de la naturaleza, sino los que revelan la magia que siempre estuvo allí».

Que estas “Pinceladas de vida” sean para ti un espejo donde encuentres reflejos de tu propia magia, de tu propia capacidad de renacer y transformarte. Porque en el fondo, todos somos artistas pintando con los colores del tiempo en el lienzo infinito de la existencia.

«Los libros son puertas al pasado que nos invitan a perdernos en la nostalgia, solo para encontrarnos de nuevo en el presente, transformados por el viaje».


CAPÍTULO 1
«Medellín: Sinfonía de Luz y Oscuridad»
En la “Medellín” de los ochenta, el alba se teñía de un “carmesí premonitorio”, como si el cielo mismo sangrara por las heridas de una ciudad en agonía. Me levantaba cada mañana con el corazón en vilo, temiendo que el periódico del día fuera un —obituario— de mis afectos. La rutina se había convertido en un ritual macabro: café amargo, noticias amargas, y el sabor metálico del miedo en la boca.
—«Medellín de los ochenta, una ciudad que me dio tanto y me quitó tanto». Estas palabras resonaban en mi mente como un mantra doloroso mientras caminaba por las calles que una vez fueron el escenario de mis sueños juveniles. Ahora, cada paso era un acto de valentía, cada esquina un posible adiós.
—La ciudad se había transformado en una amante cruel y apasionada. La amaba con la intensidad de un primer amor, pero la odiaba con la amargura de quien ha sido traicionado. Era como esa mujer hermosa que te seduce con su sonrisa radiante, pero te apuñala con la misma mano que te acaricia. Sus montañas, antes majestuosas y serenas, ahora parecían testigos silenciosos de una tragedia que se desarrollaba día tras día.
—Una ciudad que me enseñó a amar y a odiar, a vivir y a morir. Una ciudad que sigue siendo parte de mí, que sigue latiendo en mi corazón como un eco de un pasado que no quiero olvidar —me repetía mientras observaba el bullicio de la “Avenida Bolivar” desde la ventana de mi banco.
—El dinero fluía como ríos de tinta negra, —manchando todo lo que tocaba—. La rumba desenfrenada era un intento desesperado de olvidar, de ahogar en música y alcohol el grito silencioso de una sociedad que se desmoronaba. Las discotecas palpitaban con la energía frenética de quienes bailan al borde del abismo, como si cada noche fuera la última.
—«Todavía tengo las cicatrices que el sol ni el tiempo han podido borrar. No hay lugar en el que me sienta verdaderamente en casa. El día aún no ha terminado, pero siento que ha pasado una eternidad. Mi humanidad se fue por el desagüe. Detrás de cada cosa hermosa, hay cierto tipo de dolor». Estas palabras se grabaron en mi mente como un tatuaje invisible, un recuerdo constante de la —dualidad— de mi amada y odiada Medellín.
—En medio del caos, buscaba refugio en los libros y los pinceles. La pintura se convirtió en mi confesionario, cada trazo era una oración silenciosa por la paz que parecía tan lejana. Los lienzos se llenaban de colores vibrantes que contrastaban con la gris realidad que me rodeaba. Era mi forma de
—gritar en silencio—, de mantener viva la esperanza en un mundo que parecía haberla perdido.
—Las noches eran un caleidoscopio de emociones contradictorias. Por un lado, el miedo que se arrastraba por las calles como una niebla espesa; por el otro, la música que emanaba de los bares y discotecas, una sinfonía de vida que se negaba a ser silenciada.
Era como si la ciudad misma —tuviera dos corazones—: uno que latía con el ritmo frenético de la salsa y el vallenato, y otro que se desangraba lentamente con cada bala perdida.
—¿Hasta cuándo, “Medellín”? —me preguntaba en voz alta, mirando el reflejo de una ciudad irreconocible en el espejo de mi habitación—. ¿Cuándo volverás a ser la ciudad de la eterna primavera, y no este infierno disfrazado de paraíso?
—Pero entre las sombras, también florecían sueños de escapar hacia horizontes más claros y lejanos. Era el momento de soñar despierto, de buscar la belleza entre los escombros, de encontrar esperanza en un cielo que aún no se oscurecía por completo. “Medellín”, la ciudad que me enseñó que detrás de cada cosa hermosa, hay siempre cierto tipo de dolor.
—El sueño de buscar —otros horizontes— se volvía cada vez más tangible, como una tabla de salvación en medio de un mar embravecido. —Australia, Estados Unidos, Canada—, cualquier lugar parecía mejor que este laberinto de violencia y contradicciones. Y sin embargo, algo me ataba a esta tierra, una fuerza invisible que me susurraba que aún había esperanza, que la “Medellín” de mis recuerdos no estaba muerta, sino dormida bajo capas de miedo y dolor.
—Mientras tanto, la vida continuaba su curso implacable. “Los guayacanes y jacarandás” seguían floreciendo cada primavera, ajenos al drama humano que se desarrollaba bajo sus ramas. —El Parque Lleras—, antes símbolo de la alegría paisa, se había convertido en un escenario surrealista donde la opulencia más descarada bailaba codo a codo con la miseria más absoluta.
—Al final de cada día, exhausto por el peso de mis propios pensamientos, me sentaba frente a mi viejo escritorio. Con manos vacilantes, abría mi diario y escribía, dejando que las palabras fluyeran como un río desbordado:
—«Medellín, mi amor tóxico, mi pesadilla y mi sueño. ¿Cómo puedo dejarte ir cuando cada calle guarda un recuerdo, cuando cada esquina es un altar a lo que fuimos y a lo que podríamos haber sido? Eres la —cicatriz que nunca sana—, el beso que quema y la caricia que consuela. Te odio con la pasión de quien ha sido traicionado, pero te amo con la devoción de quien no conoce otro hogar.
Quizás algún día, cuando las heridas hayan sanado y el tiempo haya hecho su trabajo, podré mirarte a los ojos sin sentir este nudo en la garganta. Hasta entonces, seguiré pintando tus contradicciones, escribiendo tus historias, viviendo en ese limbo entre el amor y el odio que solo tú, mi “Medellín”, has sabido crear».
—En medio de este caos, los más vulnerables eran los niños de la calle, los «gamines», como les llamábamos. Una tarde, mientras caminaba por el “Parque Bolívar”, vi a un grupo de ellos jugando con una pelota desinflada.
—¡Pásala, Pipe! —gritó uno de ellos,— un chiquillo de no más de ocho años, con los pies descalzos y la ropa raída.
— “Pipe”, un niño de ojos vivaces y sonrisa desafiante, pateó la pelota con fuerza. «¡Gol!», exclamó, levantando los brazos en señal de triunfo.

Me acerqué a ellos, intrigado por su alegría en medio de tanta desolación.
—¿Cómo se llaman, muchachos? —pregunté con una sonrisa.
—El más pequeño, de unos seis años, me miró con desconfianza.
—«Yo soy el Pulga», dijo, «y este es mi hermano, el Flaco».
—¿Y dónde viven? —pregunte, aunque ya intuía la respuesta.—
—“El Flaco”, que no tendría más de ocho años, soltó una —amarga carcajada—. «Vivimos donde nos “agarra” la noche, señor. A veces aquí, a veces en los puentes, a veces en ningún lado».
—Sus palabras me golpearon como un puño en el estómago. Estos niños, nacidos en el seno de mi amada y odiada “Medellín”, «eran el testimonio vivo de nuestro fracaso como sociedad».
—¿Y sus padres? —me atreví a preguntar.—
—“Pipe”, el de la sonrisa desafiante, escupió al suelo.
—«Los míos se fueron “pa’l cielo” en una balacera.
—Los del “Pulga” y el “Flaco”… quién sabe. —Se perdieron en el “basuco” hace rato».
—Sentí cómo se me humedecían los ojos. Estos niños, con sus rostros sucios y sus «almas limpias», eran —los hijos bastardos de nuestra “Medellín”—, los que pagaban el precio más alto por —nuestros pecados colectivos—.
—¿Quieren que les compre algo de comer? —ofrecí, sintiendo que era lo mínimo que podía hacer.
—Los ojos de los niños se iluminaron.
—«¿ Eh… “cucho” nos va a invitar a “Presto burguer o que”?», —preguntó el “Pulga” con ilusión—.
—Claro que sí, campeón —respondí—, sintiendo un nudo en la garganta.
—Mientras camináb amos hacia el restaurante, observé cómo la gente nos miraba con una mezcla de lástima y recelo. Estos niños, nuestros niños, eran invisibles para la mayoría,
—sombras negras— que se movían en los márgenes de nuestra conciencia.
—En ese momento, sentí que el amor por “Medellín” se transformaba en algo más profundo y doloroso. Era un amor mezclado con vergüenza, con rabia, con una determinación feroz de que las cosas tenían que cambiar.
—”Medellín”, mi bella y cruel amante, —me enseñaste que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda—. Me mostraste la belleza en medio del horror, la esperanza en el corazón de la desesperación. Y aunque soñaba con escapar de tu —“abrazo asfixiante”, sabía que una parte de mí siempre te pertenecería.
—Hoy, mientras escribo estas líneas, siento —tu presencia— como un fantasma bienvenido. Eres la —cicatriz— que llevo con orgullo, el recuerdo —agridulce— de una juventud vivida al “Al borde del precipicio”. Y me pregunto, ¿qué secretos guarda aún, mi “Medellín”? ¿Qué historias de amor y dolor esperan ser contadas en tus calles empinadas y tus —barrios resilientes?—
“Lágrimas y colores: El retrato íntimo de una ciudad en transformación”
—Las calles que antaño resonaban con risas y el traqueteo de los tranvías, ahora se ahogaban en un silencio espeso, interrumpido solo por el eco lejano de disparos y sirenas. La noche caía como un manto de incertidumbre sobre los barrios, y el miedo se colaba por las —rendijas— de las puertas, infiltrándose en los hogares como un gas venenoso.
—Cada mañana, al dirigirme a mi trabajo en el banco, observaba cómo los rostros de mis conciudadanos se iban transformando. Las sonrisas se marchitaban, reemplazadas por miradas furtivas y labios apretados. La desconfianza germinaba en el corazón de la ciudad como una flor maldita, nutrida por la sangre de los inocentes.
—En las “arcas” del banco, los billetes susurraban historias de codicia y desesperación.
—Los cajeros— los contaban mecánicamente, mientras mi mente vagaba por las calles de una “Medellín” que ya no reconocía.
—¿En qué momento nuestra bella villa se había convertido en un laberinto de sombras y peligros?
—Los acontecimientos que marcaron esa época no llegaron con el estruendo de tambores ni trompetas, sino que se deslizaron silenciosamente por la puerta trasera— de nuestra existencia. El auge del narcotráfico, el surgimiento del “sicariato”, el nacimiento de los grupos de “autodefensas”, todos entraron en nuestras vidas casi sin que nos diéramos cuenta.
—La música de los “carritos de helados” se mezclaba con el rugir de las motocicletas, creando una sinfonía que resonaba en mis oídos mucho después de que el sol se ocultara. Los parques, antes llenos de niños y ancianos, se vaciaban al caer la tarde, convirtiéndose en territorios de nadie, donde solo los valientes o los insensatos se atrevían a pisar.
—Y sin embargo, en medio de este caos, “Medellín” palpitaba con una vitalidad feroz. Como si la ciudad misma se negara a —sucumbir—, resistiendo con uñas y dientes a la oscuridad que amenazaba con engullirla. En los ojos de las madres que protegían a sus hijos; en las manos callosas, de los obreros que seguían construyendo, en la risa desafiante de los jóvenes que se atrevían a soñar, allí estaba la esencia indomable de nuestra tierra.
—Yo, simple espectador de este drama urbano, sentía cómo cada día una parte de mí moría y renacía. La nostalgia por lo que fuimos, por aquellos días de risas y juegos en las calles que ahora eran campos de batalla, se entremezclaban con un temor visceral por lo que podríamos llegar a ser. ¿Acaso nos transformaríamos en meros espectros, vacíos y sin alma, en esta danza macabra de destrucción?
—¿Cómo podía adivinar el destino que me esperaba, el de mi ciudad, el de mi gente? «La vida es como una hoja que se mueve en el agua, su destino es ir hacia donde el agua la lleve…» Y en las noches, cuando el insomnio me visitaba y los ecos de los disparos aún resonaban en mis oídos, me preguntaba:
—¿Sobreviviremos a esta tormenta?
—¿Qué quedará de nosotros cuando el humo se disipe y las balas callen? «Los
—futuros— no realizados, los sueños rotos, son sólo —ramas secas— del pasado, testigos mudos de lo que pudo haber sido y no fue».
—En medio de la oscuridad, recordaba las palabras de un viejo amigo: —«Donde no hay esperanza, debemos inventarla»—. Y así, con esa chispa de resiliencia encendida en mi corazón, me aferraba a la convicción de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la —esperanza—, para la reconstrucción, para un nuevo amanecer.
—Porque aunque las cicatrices de esta guerra marcarán nuestros cuerpos y nuestras almas, «como agujeros por donde el alma ha intentado escaparse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada y cosida por dentro…», también son un recordatorio de nuestra fortaleza, de nuestra capacidad para resistir y renacer.
—«Las heridas se cosen con el hilo del tiempo, y no hay hilo que no vaya atado a una aguja… »
—¿Cómo no va a doler remendar el alma?—
—Pero en ese dolor, en ese proceso de curación, encontramos la fuerza para seguir adelante, para construir un futuro mejor, un futuro donde la esperanza florezca de nuevo en las calles que un día fueron devastadas por la guerra.
—En las calles de “Medellín” de los años ochenta, la vida transcurría con una intensidad febril, como si cada momento pudiera ser el último. El bullicio de los vendedores ambulantes se mezclaba con el rugir de los motores y el ocasional estallido de una risa nerviosa.
—¡Biano colombiano, lleve su periódico! —gritaba un voceador en la esquina, sus titulares gritando nuevas tragedias cada día.
—Los transeúntes caminaban con una mezcla de prisa y cautela, sus ojos siempre alertas, escaneando las aceras en busca de cualquier señal de peligro. Las madres aferraban con fuerza las manos de sus hijos, como si temieran que en cualquier momento pudieran desvanecerse en el aire cargado de tensión.
—En los parques, los ancianos jugaban ajedrez, sus —arrugas profundas— contando historias de una ciudad que una vez fue tranquila. «Ay, mijo —suspiraba don “Ramón”, moviendo su alfil—, ¿quién nos iba a decir que llegaríamos a esto?»
—Los jóvenes, por su parte, se reunían en las esquinas, sus rostros eran una mezcla de desafío y desesperanza. Algunos lucían con —orgullo— las cadenas de oro y los relojes ostentosos, —símbolos de una riqueza rápida y peligrosa—.
—Eh, “parcero”, ¿viste el carro nuevo de Diego “El Gato”? —comentaba uno, con una mezcla de admiración y envidia en su voz.
—Sí, pero ¿a qué precio, hermano? —respondía otro, su mirada perdida en el horizonte de las montañas que rodeaban la ciudad.
—En las tiendas de barrio, las conversaciones giraban en torno a los últimos acontecimientos, cada historia más escalofriante que la anterior.
—«Anoche sonaron unos tiros por “la tercera” cerca de la casa de los “Villada” a los que llaman “los zapateros” susurraba una señora, inclinándose sobre el mostrador—. Dicen que fue un ajuste de cuentas».
—“Don Efraín Salazar” El tendero de al lado asentía gravemente, sus ojos reflejando una tristeza resignada. «Que Dios nos ampare, doña. Esto no puede seguir así».
—Y sin embargo, en medio de este panorama sombrío, la resiliencia de los “paisas” brillaba como una luz inextinguible. En las esquinas, los niños jugaban fútbol con pelotas improvisadas, sus risas eran un desafío a la oscuridad que amenazaba con engullir la ciudad.
—Las iglesias se llenaban cada domingo, los feligreses buscando consuelo y esperanza en la fe.
—«Señor, protege a nuestra Medellín», rezaban en voz baja, sus plegarias un murmullo colectivo que se elevaba hacia el cielo.
—En los mercados, la vida continuaba con una terquedad admirable. Los olores de las frutas frescas y las arepas recién hechas se mezclaban con el aroma del café, creando una sinfonía sensorial que recordaba que, a pesar de todo, la vida seguía su curso.
—¡Lleve sus mangos!, mi amor, dulces como la vida misma! —pregonaba una vendedora, su sonrisa un acto de rebeldía contra la tristeza que amenazaba con apoderarse de todo.
—Al caer la noche, las calles se vaciaban rápidamente, el toque de queda no declarado impuesto por el miedo. Las luces de las casas parpadeaban detrás de cortinas cerradas, familias enteras reunidas alrededor de televisores que transmitían noticias cada vez más desalentadoras.
—Y sin embargo, incluso en esa oscuridad, la esperanza persistía. En los bares clandestinos, la música sonaba desafiante. En los talleres de arte, los pinceles seguían creando belleza. En las universidades, los estudiantes debatían sobre un futuro mejor.
—”Medellín”, herida pero no vencida,— seguía latiendo con la fuerza de su gente. Una ciudad de contrastes, donde la vida y la muerte bailaban un tango macabro, pero donde el espíritu indomable de “los paisas” se negaba a ser silenciado.

Continua…