La Peligrosa Ilusión del Abuelo Playboy.
¡Ave María Purísima! Uno ya no sabe si prender el televisor o llamar a los bomberos con tanto incendio tardío. Resulta que la hormona senil, esa vaina que uno creía dormida bajo siete llaves y tres cobijas de lana virgen, se levanta más fogosa que panelero en quincena.
…Y claro, el viejito, que hasta hace poco pedía caldito de gallina y se quejaba del reumatismo, de repente se cree galán de telenovela venezolana de los ochenta.
Uno los ve, agarrados de la mano de muchachitas que podrían ser sus nietas (si es que no lo son, ¡ay, Dios mío!), con una sonrisa bobalicona que le estira a uno el bigote del asombro. Y ahí van, creyéndose potros salvajes cuando a duras penas pueden con el bastón. La testosterona tardía es más brava que chucha de albañil, les hace ver espejismos de juventud eterna y les pone a recitar poemas de Neruda con la voz temblorosa.
Claro, la muchacha, que a lo mejor ve en el señor no solo un alma gemela (¡ajá!), sino también un buen seguro médico y la promesa de viajes en primera clase, pues le sigue la corriente. Ella lo llama “mi campeón”, él le dice “mi florecita”. Uno, que ya está viendo venir el aguacero, solo atina a pensar: “Pobrecita la florecita cuando el campeón se quede sin batería”.
Y es que el amor tardío es como un carro viejo: uno lo prende con mucho cuidado, pensando que todavía le queda carretera, pero a la vuelta de la esquina se le desinfla una llanta, se le recalienta el motor y termina uno llamando a la grúa. La pasión otoñal es intensa, sí, pero dura menos que un suspiro de cucaracha en baile de gallinas.
Pero bueno, cada quien con su cada cual. Si el señor se siente feliz creyendo que conquistó el Everest cuando apenas subió el escalón del bus, y si la joven encuentra interesante coleccionar antigüedades vivientes, pues allá ellos. Uno, desde la barrera, solo puede soltar una carcajada y decir: ¡A la vejez, viruelas… y a la muchachada, la billetera!