Decir paisa es como decir “hermano, aquí estamos todavía dando lidia”. Es una palabra corta, pero con la fuerza de un arriero subiendo la cuesta con las mulas cansadas y el ánimo entero. Suena a montaña, a machete bien afilao, a ruana echada al hombro y a tinto recién colado en jarra de peltre.
Resulta que eso de paisa viene de “paisano”, que quiere decir “del mismo terruño”. En los caminos de antes, cuando dos arrieros se cruzaban entre barro, aguaceros y mulas tercas, se reconocían de lejos y gritaban:
—¡Eh, mi paisanooo!
Y el otro, sin soltar la carga, respondía:
—¡Eso, pues, hermano!
Tanto lo decían, que la lengua —que es perezosa pero sabia— terminó recortando el saludo. De tanto “paisano” quedó solo “paisa”. Y vea, ese “paisa” se volvió como un apellido de cariño: un apodo con certificado de orgullo.
Con los años, los antioqueños se regaron por media Colombia, no por entrometidos, sino porque el empuje no los dejaba quedarse quietos. Donde había selva, abrían trocha; donde no había café, sembraban; y donde no había pueblo, lo inventaban. Así nacieron rincones con nombres tan sabrosos como Armenia, Manizales o Pereira, que parecen más bien el álbum familiar del paisa en versión geográfica.
Los de otras regiones, al verlos llegar con el sombrero bien puesto, la mula al frente y la fe por delante, decían:
—Ahí vienen esos paisas, que hasta el silencio lo ponen a trabajar.
Y así fue quedando la cosa: que si uno habla cantadito, negocia hasta la tristeza, y dice “pues hombre” cada tres palabras, ya lo marcan como paisa certificado.
Pero ojo, no se equivoquen: ser paisa no es solo haber nacido en Antioquia. Es un estado del alma, una terquedad con sombrero. Es sonreírle a la vida aunque el cielo esté lloviendo de lado. Es rezar con la misma fuerza con que se emprende un negocio o se levanta una casa.
Porque el paisa no se rinde. Se puede caer, pero antes de tocar el suelo ya está planeando cómo volver a levantarse… y de paso montar una empresa para vender paracaídas.
En el fondo, ser paisa es haber aprendido que la esperanza se cultiva igual que el café: con paciencia, madrugando y sin miedo a los aguaceros. Por eso, cuando alguien dice con el pecho hinchado “yo soy paisa”, no está echando carreta. Está declarando que viene de una raza que convirtió la montaña en maestra y la dificultad en costumbre.
Y si usted alguna vez ha tomado mazamorra con panela, ha soltado una carcajada en medio de la desgracia o ha dicho “¡Ave María, pues!” sin darse cuenta… tranquilo, no busque más: ya lo pillamos, usted también tiene alma de paisa.
Porque quien nació —o aprendió a vivir— entre montañas, sabe que hasta el sol, antes de alumbrar, tiene que escalar.