La población antioqueña es incuestionablemente la más vigorosa, emprendedora y enérgica de la Confederación Granadina. El viajero que recorre aquellas montañas áridas, aquella naturaleza desgarrada y abrupta que opone á las comunicaciones, á la agricultura, al comercio, á todas las industrias dificultades casi insuperables, no puede menos de adentrarse al encontrar en las faldas, en las hondonadas, en los riscos, por todas partes prados artificiales llenos de ganados, habitaciones cómodas y limpias, aldeas alegres y ciudades populosas. Exceptuando el valle de Medellín, que no solamente es risueño y gracioso sino de una fertilidad inagotable, las playas ardientes y enfermizas de los grandes ríos y algunas montañas de los pueblos del Sur, el país generalmente es estéril y la agricultura muy difícil. Los transportes son sumamente penosos, las praderas de grama requieren para formarse muchísimo trabajo, y extraer el oro del fondo de esos ríos precipitados y tumultuosos, ó rompiendo rocas de pórfido y granito, es labor de titanes. Una población débil y raquítica habría sucumbido delante de esa naturaleza recalcitrante. Pero al antioqueño no lo han arredrado las dificultades de la comarca arrugada que le tocó en lote. Ha construido habitaciones sobre picachos tan elevados, que allí les daría vértigo á las águilas; al través de faldas casi perpendiculares ha hecho caminos, ha cultivado valles insalubres y mortíferos, y, en busca del oro, ha horadado las cordilleras y bajado con los ojos abiertos al fondo de los ríos.
En cualquiera parte que aparece una mina, doquiera se descubre un poco de tierra vegetal acuden el minero y el agricultor á realizar prodigios. El hacha y la barra son los instrumentos favoritos de aquellos brazos vigorosos. Una de las escenas más pintorescas que pueden encontrarse en esas montañas caprichosas y románticas es presenciar, al golpe del hacha, la caída estruendosa de los bosques seculares. Carecemos de datos estadísticos, pero aseguramos, sin temor de equivocarnos, que en el Estado de Antioquia se derriban al año cuatro veces más fanegadas de bosques que en el resto de la República.
El hombre de las montañas tiene vicios y cualidades que le son peculiares. Nótase por una parte que generalmente es supersticioso y fanático, obstinado en sus hábitos y rehacio para entrar en cualquiera vía de reforma y de progreso social; pero en compensación es sobrio, trabajador, económico y amante del orden, de la familia y del hogar. Raros son los pueblos que han nacido en climas muy benignos y en comarcas muy privilegiadas, que hayan conservado por largo tiempo independencia y dignidad. En la cuna primitiva del linaje humano, á las máranes del Ganges, del Eufrates, del Indo en las llanuras de Jabilonia, en el valle encantado de Cachemira, en todas esas comarcas perfumadas por los rosales, sombreadas por las palmeras, donde el hombre al nacer se encuentra acariciado por una naturaleza amante, ninguna virtud enérgica se desarrolla en él, y enervado dobla el cuello ante cualquier conquistador atrevido. Pero los drusos, los albaneses, los corsos y los suizos, pueblos montañeses, aunque enclavados entre naciones poderosas, se han mantenido siempre independientes altivos. Saludamos, pues, las montañas como hogares sagrados de independencia y libertad.
El habitante de las orillas del Magdalena, acostado en su hamaca, pasa largas horas del día perezoso y soñoliete. Al sentirse aguijoneado por el hambre arroja al río el chinchorro y se procura un rico alimento: en el patio crecen espontáneamente el pimiento y el ají. Con el guarapo, néctar para el calentano, y el plátano, ambrosía para todo el mundo, completa un festín que ni siquiera han soñado los proletarios de Europa. Pero esa vida fácil, abundante, perezosa, enerva sus facultades, lo embrutece y lo degrada. Nace, vegeta, muere y pasa por la vida sin dejar huella ninguna, como los cuadrúpedos en sus bosques. De las dificultades y de la lucha es que han surgido los pueblos emprendedores y los hombres distinguidos. Nótase que los ricos herederos, que al nacer han encontrado allanados todos los caminos de la vida, rara vez sirven para algo y generalmente son ineptos y poltrones; y al contrario todos los caracteres elevados, que han tomado una fuerte iniciativa en la industria, la política y las letras se han formado en la ruda escuela de las dificultades y de la desgracia.
Débese, pues, en gran parte la energía y entereza del carácter antioqueño á esa lucha ruda que ha tenido que sostener con la naturaleza.
Pero la prosperidad y fuerza de aquel pueblo, no vacilamos en atribuirlas al puritanismo de las costumbres y á lo sana y vigorosa que es allá la institución de la familia. Como en los pueblos primitivos, allí no se conoce otra manera de vivir. Aun en las ciudades populosas, no encontrando el hombre placeres, sociedad, teatro, vida exterior de ninguna clase, forzosamente tiene que refugiarse en la casa; y el que no vive en familia no vive de ninguna manera.
De esa falta de placeres y de vida exterior resulta que el matrimonio es una necesidad general, y las mujeres rehuyen toda galantería pecaminosa, con la segura perspectiva de ser esposas. Sólo una miseria muy exagerada ó una organización muy tórrida pueden lanzar á una mujer de cierta clase social en el oficio de cortesana dando á esta palabra su antigua y clásica significación. Las cortesanas en otras partes se ostentan llenas de arreos y de lujo, con la frente altiva y la mirada desdeñosa. En Antioquia las Frines y las Aspasias, perseguidas por la opinión, sólo se muestran á hurtadillas, temblorosas y vergonzantes.
Siempre que en Antioquia encontréis un solterón, no paséis de largo, estudiadlo: de seguro que hallaréis en él un pasado borrascoso, un carácter excéntrico, una vida excepcional. El solterón en Antioquia es una curiosidad, un fenómeno, una especie de aerólita: las madres lo señalan á sus hijas como un monstruo raro.
Las costumbres, el carácter, las necesidades, el aislamiento, y tal vez hasta la naturaleza, conspiran allí en favor del matrimonio. Todas las tentativas que se han hecho para popularizar el galanteo de mala ley y volatilizar las relaciones entre los dos sexos, han encallado. Algunos Lovelaces innovadores se han aparecido allí con pretensiones ó naturalizar las citas, las seducciones, los raptos, las escalas de seda; pero estos apóstoles de la nueva ley, salvo algunos sucesos de pacotilla, han sufrido plenos descalabros en las clases altas y en las familias bourgeoises, y se han estrellado en vano contra el antiguo puritanismo y la vieja escuela conyugal.
Y como el matrimonio es allí una necesidad social y la única manera posible de existencia, todas las mujeres se educan para esposas. Llevan al matrimonio el pudor y la castidad, flores que no marchitan allá precozmente las malos ejemplos ni el roce del mundo; hábitos de orden y de economía, bases primordiales del bienestar, de la independencia y de la dignidad en la familia, y resignación cristiana para aceptar sonriendo todas las amarguras de la vida. Generalmente saben coser, aplanchar, preparar la comida; y hasta las más ricas; en los días tremendos en que los criados toman el portante, desempeñan sin embarazo todas las evoluciones de la cocina.
Exceptuando algunas familias ricas y pretensiosas de Medellín, los matrimonios se instalan en Antioquia con una
sencillez patriarcal. Espejos medianos, mesas y asientos de nogal ó comino en la sala, camas con colgaduras de zaraza y tarimas en las alcobas completan el mueblaje. Los alimentos son igualmente frugales y uniformes. Al lujo y la vanidad, que tanto embarazan y fatigan la vida, no se les da entrada en esos menajes austeros y sencillos. Sólo conocemos dos clases de matrimonios: unos en que los esposos se quieren bien, y otros en que se desprecian ó se odian cordialmente. Los primeros no necesitan de relumbrones para ser dichosos, y los segundos serán desgraciados aunque vivan en medio del lujo más espléndido.
En las parroquias y los campos, á los diez y ocho ó veinte años todos los hombres se casan. Los gastos de la familia, la pobreza, las vicisitudes del destino, no intimidan á nadie. El antioqueño joven y pobre toma una mujer sin miedo ni vacilación, y se lanza en la vida contando con sus brazos, su valor, su energía y la Providencia, protectora de los hombres de buena voluntad. Estos matrimonios, comenzados bajo los auspicios lóbregos de la pobreza, á fuerza de trabajo y de economía llegan á la comodidad: muchos conquistan la riqueza y casi todos son dichosos. La mujer comparte valerosamente las fatigas conyugales, y es el más poderoso elemento que hay en Antioquia de moralidad y de progreso.
En nuestro artículo denominado Mi compadre Facundo bosquejamos con toda la verdad que nos fué posible una de esas epopeyas domésticas tan comunes en Antioquia, en que el hombre solo, pobre, sin protectores ni recursos se lanza intrépidamente en pos de la fortuna, y á fuerza de tenacidad y de valor adquiere riqueza y conquista posición.
Separándose de la pereza ó inmovilidad geniales en la raza española, el antioqueño es amigo de los viajes y posee una actividad devoradora. Cuando las minas se agotan y las tierras se esterilizan en alguna parte, toda una población recoge sus utensilios de trabajo, sus lares domésticos y emigra en busca de comarcas más afortunadas. El malestar y la miseria no tienen aceptación allá tranquilamente ni por el individuo ni por los pueblos: todos se conforman con este aforismo: “vivir es luchar.” Hoy día una gran parte de la población ha abandonado sus viejos hogares y se ha precipitado á las montañas del Sur, donde se ven surgir como por encantamiento, del seno de los bosques, aldeas y ciudades. En todos los rincones de la República hay antioqueños; ejercen todas las industrias, se les encuentra en todos los caminos, son los cosmopolitas de América.
En Antioquia se ejerce la hospitalidad tan ampliamente como en los pueblos primitivos. Como en la tienda del beduíno árabe, ó en la casa del mufti turco el huésped, en la habitación del antioqueño, es inviolable y sagrado. Aunque sea criminal se le defiende y respeta. El viajero siente un placer indefinible al llegar á una de esas habitaciones de las montañas, donde las gallinas picando la yerba, las vacas bramando en el corral, la huerta perfectamente cultivada, el patio sembrado de flores, el aseo y la compostura por todas partes le revelan que allí reinan el trabajo y la abundancia, la familia y la mujer. Luégo el placer sube de punto al ver la acogida franca y hospitalaria que recibe. Para obsequiarle se mata la gallina más gorda, se arrancan las mejores legumbres, se le prepara el más cómodo lecho. Como en las tiendas de Isaac y de Jacob, las Rebecas de la familia le presentan el aguamanil y la toalla, y le sirven la comida con toda cordialidad y gentileza.
Algunos creen á los antioqueños beocios, y les inculpan á media voz que son rudos ó incapaces. Estos cargos nos parecen faltos de verdad y protestamos contra ellos. El sentido práctico de los negocios y la aptitud para todas las industrias, son cualidades características del pueblo antioqueño. En maquinaria son muy hábiles, y los artesanos de Medellín son los más inteligentes que hay en la República. En la ciudad de Antioquia crecen espontáneamente músicos y trovadores. El sentimiento de lo bello, la literatura y las ciencias elevadas no han podido generalizarse mucho en una provincia aislada, con escasas enseñanzas y donde todo el tiempo lo absorben las exigencias materiales y la lucha con una naturaleza ingrata. Pero atreviéndonos á citar nombres propios diremos, que Antioquia ha suministrado, como cualquiera otra sección de la República, su contingente de hombres notables. Al frente de estas ilustraciones figuran Zea, Aranzazu, Alejandro Vélez y los doctores Félix y José Manuel Restrepo.
Y hoy, bajo el punto de vista de la inteligencia, tampoco está Antioquia mal representada. Dejaremos de citar muchos hombres importantes por no alargarnos demasiado. En la industria, como especulador inteligente y audaz á la par que hombre de corazón humanitario y generoso, el señor Francisco Montoya se encuentra en primera línea. A su carácter perseverante y á los esfuerzos heroicos de su casa de la mayor parte de la industria y el movimiento mercantil que hay en la República. Los señores Arrubla, arquitectos infatigables, han construído casi todos los edificios modernos que embellecen á Bogotá. El doctor Jorge Gutiérrez de Lara es hombre distinguido á todas luces. Manuel Uribe Ángel, además de poseer altas cualidades de corazón, es médico eminente, geólogo aprovechado, anticuario ó investigador infatigable. Los doctores Pedro A. Restrepo, Nicolás Villa y Pascual González son abogados muy notables, El doctor Román María Hoyos reune á una modestia excesiva mucha instrucción, y la gracia y el talento más originales. Los jóvenes Benigno y Emiliano Restrepo están llamados á figurar en el foro y la prensa. Camilo A. Echeverri es uno de los escritores más profundos que hay en el país. Con un patriotismo sin ejemplo, el doctor José María Martínez Pardo ha consagrado gratuitamente todo su tiempo y su instrucción enciclopédica á la enseñanza de la juventud y á curar á los pobres. Y para que no falte ninguna figura en esta galería de hombres notables, el más dulce, delicado y armonioso de los poetas granadinos es Gregorio Gutiérrez González.
Como hemos hecho muchísimas veces á los caprichos, vicios y preocupaciones de los antioqueños críticas amargas, nos creemos con derecho para ser alguna vez benévolos con ellos, sin salirnos de la imparcialidad y de la justicia.
(De EL TIEMPO, número 186, de 20 de Julio de 1858.)