Con toda razón, los hinchas del Independiente Medellín, están celebrando la sexta estrella del equipo, esta vez a costillas del Júnior de Barranquilla, derrotado anoche en el Atanasio Girardot. A los hinchas del Nacional no nos queda más remedio que felicitarlos y recordar cómo era Medellín en tiempos en que el Poderoso campeonó por primera y segunda vez. Del ahogado, el sombrero. Odg
CUANDO EL DIM CAMPEONÓ EN LOS CINCUENTA
Por Oscar Domínguez G.
Oscar Dominguez, columnista
Cuando en la década del cincuenta, el Poderoso DIM campeonó dos veces (1955 y 1957), la vida transcurría con la despreocupada lentitud de una película del cine mudo. El estrés y la lúdica no se habían inventado. Tampoco existían los complejos. Electra era una vecina que cocinaba rico. Y Edipo – el que le dio nombre al otro complejo famoso- era un tendero chévere que prestaba plata al diez.
Mi tío Aníbal Giraldo Jiménez, hincha del DIM, me invitaba los domingos al Atanasio Girardot desde temprano a ver fútbol en las Martes Uno y Dos. Y me compraba deliciosos esquimales (q.e.p.d.) de La Fuente, la felicidad disfrazada de paleta. Secretamente, el tío rojo abrigaba la esperanza de sumar otro seguidor para el Poderoso, desde anoche seis veces campeón después de volver hilachas al Júnior, de Barranquilla. Como madrugué a ser la contraria del pueblo, le salí nacionalista. Aníbal admitió la disidencia y nunca me canceló las invitaciones al Atanasio.
Mi general Rojas, Gurropín, empezaba a salir por la puerta de atrás de la historia patria. Mientras se caía del todo, en diciembre nos daba regalos a los chinches a través de Sendas, que dirigía su hija María Eugenia, la Nena, esposa del yernísimo Samuel, que andaba de rueda suelta sexual. Sus hijos soñaban con carritos, no con contratos que hoy por hoy los tienen en la guandoca.
En sus ratos de ocio en Melgar, Gurropín importaba la televisión. Si mucho, en mi barrio había un televisor por cuadra. A los chinches nos admitían un rato en las noches. Prohibido hablar. De pronto se distraía la gente que hablaba detrás del vidrio. Sentados y perplejos, desde el suelo, asistíamos al milagro de la televisión.
Nos sabíamos los nombres de los vecinos. Todos éramos amigos de todos. El médico familiar nos conocía el nombre y las enfermedades. Como todo galeno que se respete, solía acompañar a sus pacientes hasta la tumba. El policía de la esquina era otro amigo. Las muchachas del servicio se contrataban “con pienso” o “sin pienso”. Si pensaban lo que íbamos a comer, facturaban más.
La moda era ser honrados. Nadie chicaniaba con algo tan obvio. In illo témpore, padres y abuelos asumían que sacar vacaciones era perder el tiempo. Fueron los inventores del trabajar-trabajar y trabajar.
No habíamos perdido la virginidad teológica. El Niño Dios era el Niño Dios, nomancábamos rosario todas las noches, confesábamos los mismos monótonos y solitarios pecados, el padre Barrientos presentaba cine manga en San Cayetano, hacíamos los primeros viernes de mes y en la escuela José Eusebio Caro nos enseñaban de memoria el catecismo del padre Astete. A medida que olvidábamos el catecismo de Astete nos íbamos volviendo ateos “gracias a Dios”. Dios nos regalaba una cierta sonrisa de compasión. Los mejores alumnos izábamos bandera los sábados.
Nacíamos liberales o conservadores, católicos o católicos. Nos gastabábamos el libre albedrío escogiendo equipo de fútbol. Era en lo único que nuestros padres nos daban autonomía.
Celebrar cumpleaños no se usaba. Nos enterábamos de la efemérides porque nuestras madres nos daban huevo entero ese día.
La muchachada improvisaba la calle como estadio de fútbol. Sólo después de los doce años nos bajaban los pantalones. Montábamos en zancos, fabricábamos nuestros propios juguetes y corríamos la vuelta a la manzana. Hacíamos mandados en semana para conseguir los centavos que nos permitirían ver películas de Tarzán o de Flash Gordon desde la aristocracia de gallinero de los teatros Berlín, Laika o Aranjuez.
Los lunes que no falten los bizcochos milagrosos en la iglesia de san Nicolás, regentada por los agustinos recoletos. Para desencartarse de sus problemáticos, los padres los mandaban para el seminario.
El parsimonioso tranvía que no tenía prisa por llegar a ninguna parte, era la cuota inicial del metro de hoy. En diciembre pecábamos ecológicamente robando musgo en las laderas. Los adultos se emborrachaban en los paseos tomando pipo, mezcla de gaseosa con alcohol.
Las muchachas llegaban al matrimonio sin haber comido de sal, vírgenes. En cambio, muchos hombres también. Ignorábamos por donde iba el agua al molino sexual. Yo creía que el asunto era por el ombligo. Los mayores iban a Lovaina a hacerse pesar de damas deshinibidas de deliciosos cuatro en conducta y chicaniaban el resto del año porque se habían vuelto varones.
Todos los males se curaban con alcohol, mentolín, babas maternas y Mejoral que “mejor mejoraba”. Las madres se conservaban bellas a punta de crema S de Ponds y olían a polvo Flores de Niza. Los adultos hacían cursillos de Rodolfo Valentinos, alisando el pelo con Brillantina Moroline, Glostora o con hojitas de San Joaquín, hervidas en agua. Los muchachos de antes sí usábamos gomina. Eso sí, “no se conocía coca ni morfina”. Los pianos (traganíqueles) de las tiendas-cantinas le ponían música a esa generación: tangos, boleros, músicas cubana y española. Los fiados en las tiendas se apuntaban en libreticas.
Colombia importaba jugadores argentinos a la lata. El “Charro” José Manuel Moreno era el más mentado. Los del DIM tenían nombres musicales, pero ni así me voltiaba. Como la radio era a la vez televisión, los narradores Jaime Tobón de la Roche, Gabriel Muñoz López, Guillermo Hinestroza, hablaban bellezas de los rojos René Alberto Segismundo Seguini, Lorenzo “Patemula” Calonga, Pedro Roque Retamozo, Oreste Omar Corbata, ideólogo de la pierna derecha.
A algunos los volvimos a ver cuando celebraron la tercera estrella para los rojos: ChenteGreco y Felipe Marino, abuelos pacíficos, son dos ejemplos. (Marino, quien tenía como divisa “la vida pasa y la ropa queda”, paró el cronómetro de su vida a los 77 años. Se fue a celebrar en el cielo, segundo piso, ascensor, en compañía del “Charro” Moreno, de bigote a lo bolerista, la tercera estrella del DIM).
Los jugadores gauchos venían con tiquete de regreso a Buenos Aires pero el paisaje, la vida que se vivía en Medellín, el clima y las mujeres les dictaban auto de detención para siempre. Felices, los argentinos decidían ennietecer en la tierra firme colombiana. Los acogíamos amorosamente, como si fueran una metáfora de Borges, un cuento de Cortázar o de Bioy Casares, un tango de Gardel, el gol con la mano de Maradona, el arte de Messi o de Les Luthiers.
Como la vida da tantas vueltas, ahora nos toca a los del Nacional tocar madera y decir que el próximo semestre sí seremos campeones. Lo que dijeron los del DIM durante años. El técnico Rueda y sus pupilos tienen la palabra. Felicitaciones para los séxtuple campeones. Los del Nacional que estamos curtidos (¿¡) de ganar torneos, sabemos lo bueno que es eso.