El ajedrez, religión del silencio

Fray Augusto

El ajedrez, como el mar, solo nos muestra el agua de encima. En el juego de los trebejos, la procesión de belleza y controversia va por dentro. Para muchos, el ajedrez se convierte en esa mujer fatal que nos acompaña en los sueños y en los insomnios. Durmiendo soñamos con la jugada que pudo haber sido y no fue. Sí, ganamos muchas partidas durmiendo. Con Morfeo adentro, perdemos otras.
El ajedrez es el indiscutido esperanto de la imaginación. Sirve para demostrar la existencia de Dios. Y de la belleza.
“¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”, se pregunta Borges en uno de sus sonetos sobre el juego que nos iguala por lo alto a miles en este tablero llamado mundo.
La vida, el ajedrez y la música son siameses. Ambos tienen entrada, medio juego y final. Lo mismo ocurre con las noticias, en la vieja estructura de la pirámide.
Una partida es una exigente carrera de cien metros – o una maratón- en la que los músculos apenas se mueven dentro del tablero, esa pasarela donde se pavonean 32 piezas que imploran que las movamos con cierta poesía.
Se equivocan quienes sospechan que es un juego monótono, aburrido, lento, simple como beso de boba.
Los trebejistas, uno de los alias de quienes practicamos esta religión del silencio, tienen mucho de cirujanos plásticos: plebeyos peones reencarnarán en encopetadas damas cuando coronan la tierra prometida del antagonista. Proletarios peones podrán comer reina en algún final de la confrontación.
“Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”, tronó el fallecido Bobby Fischer, el excéntrico campeón que llegó de Brooklin para darle estatus al juego-deporte-ciencia-tic-pasión-pasatiempo-enfermedad. Todo eso se da en la escueta geografía del tablero.
Hasta Fischer los jugadores eran bohemios, mal vestiditos, generalmente andaban con el almuerzo embolatado. Como sus colegas, los poetas y literatos de antes.
Ahora los grandes campeones ponen sus condiciones antes de sentarse al tablero. Cobran sumas astronómicas. Son tan importantes como Messi, Ronaldo, Madonna, Nadal, Federer, Tiger Woods, Rolling Stones.
O conspiran contra los gobiernos, como en el caso de el excampeón Kasparov, empeñado en cambios en el ajedrez político ruso. (En la única visita que hizo al país, Kasparov agradeció a la vida haber tenido un rival tan difícil como Karpov: sin él, dijo, no habría llegado tan lejos).
“Cometo errores, luego existo”, comentó filosóficamente Tartakower.
Y el excéntrico hombre de teatro español, Fernando Arrabal: “El ajedrez no es como la vida. Es la vida. Justo como en el teatro”.
Dime cómo juegas y te diré cómo sientes y de qué vas a morir. En la forma de interpretar las piezas, se te sale el católico, el ateo o el testigo de Jehová que te habita.
Más que una charla con el siquiatra en la comodidad horizontal del sofá, o con el confesor en la intimidad vertical del confesionario, es en una partida de ajedrez donde el cliente queda retratado de cuerpo entero. Cada partida es como una autobiografía en borrador.
Termina la partida y las piezas que se han agredido, van a dormir juntas en la misma bolsa donde convivirán hasta el próximo entrevero.
Alguien dijo que si no hubiera perros, no valdría a pena vivir. Diría lo mismo del ajedrez. Enroco sobre mi mismo, apago la luz y me vuelvo noche.