“El despertar de un corazón: Memorias de mi primer amor”

TOMADO DEL LIBRO ”

“Pinceladas de Recuerdos”. Memorias de un emigrante en tierras del maple”


“Abelardo y Maria Eneida: Una historia de un amor inolvidable”
Con la pluma como mi guía y fiel compañera, me sumerjo en los recovecos de mi memoria, escudriñando los recuerdos de aquellos años 70 que dejaron una huella indeleble en mi ser. Entre los tesoros que descubro, emerge una vivencia que se alza como un faro en la niebla del pasado: —Mi primer amor—. Un amor que hizo latir mi corazón con una fuerza desconocida y que llenó mis pensamientos de ilusiones y sueños por cumplir. Ese primer amor, puro e inolvidable, marcaría mi alma para siempre.

Recuerdo esta escena grabada en mi memoria, una mañana bañada por el sol, donde mi hermano Francisco y yo nos encontrábamos enfrascados en la ardua tarea de recoger grama para engalanar el frente de nuestro hogar. Con el sudor perlando mi frente, empujaba una carreta que parecía llevar el peso de mil sueños. Al pasar frente a la morada de la familia Cardona, –vecinos distantes apenas tres casas de la nuestra,– sentí cómo una mirada se posaba sobre mí, cual delicada mariposa sobre una flor.
Alcé mis ojos y mi mirada se cruzó con la de una joven y bella chica, cuya presencia iluminaba el entorno cual aurora boreal en la noche ártica. Su mirada y su sonrisa, un poema sin palabras, hicieron aflorar mi timidez, que se escondía cual tímido colibrí ante la cautivadora belleza de su ser. Mi corazón se aceleró, un escalofrío recorrió mi cuerpo y sentí cómo una oleada de calor  invadía mis mejillas. En ese instante, supe que algo había cambiado dentro de mí, que aquella chica me había despertado emociones que jamás había experimentado.

Al seguir avanzando, las preguntas se agolpaban en mi mente: ¿Quién será? ¿Será alguien ocasional que va de paso? ¿O acaso una nueva estrella en el firmamento de nuestro vecindario? Mientras continuábamos nuestro trabajo, el tiempo parecía danzar al compás de mi creciente inquietud y curiosidad, anhelando descubrir la identidad de aquella chica que de un flechazo había cautivado mi corazón cual musa inspiradora.

Al finalizar nuestra labor, mi mente se convirtió en un hervidero de estrategias, buscando la manera de acercarme a ella y entablar conversación. Sin embargo, mi timidez, fiel compañera desde siempre, se erguía cual muro infranqueable ante la perspectiva de dirigirme a una mujer que yo consideraba hermosa. Cuanto más agraciada y bonita era para mi parecer, más profundo era el pozo de mi timidez en el que me sumergía, cual náufrago en un mar de inseguridades.Cual susurro del viento, un pajarito me trajo la noticia que anhelaba: aquella bella chica, flor en primavera en sus 17 años, respondía al nombre de Maria Eneida. Era una prima de la familia Cardona, que, cual ave de paso, había llegado desde un pueblo de Caldas para una breve estadía donde sus familiares.Nuestra casa, estratégicamente ubicada, se erguía junto a la tienda de la cuadra –calle 5a–Sur que había sido testigo de incontables historias a lo largo del tiempo. Su dueño, don Wenseslao Herrera, era conocido por todos simplemente como “Don Herrera”, un nombre que evocaba familiaridad y confianza.

En mi mente, cual estratega en una partida de ajedrez, había trazado un plan infalible. Mis premoniciones me susurraban que, en algún momento, cruzaría el umbral de aquella tienda, brindándome la oportunidad perfecta para tratar de hablarle. Era como si el destino conspirara a mi favor, para propiciar nuestro encuentro.

Y así fue. Mis premoniciones se hicieron realidad cuando, en una tarde que parecía sacada de un cuento de hadas, con el cielo teñido de un azul profundo y una brisa suave que acariciaba mi rostro, la vi entrar en la tienda. Su presencia iluminó el lugar, como si un rayo de sol hubiera decidido posarse en aquel humilde lugar. Mi corazón se aceleró, latiendo con una fuerza, y supe que el momento que tanto había anhelado había llegado. Con pasos decididos, me acerqué a ella, armado con una sonrisa que reflejaba mi emoción contenida y un saludo cordial que esperaba fuera el inicio de una conversación que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Después, en medio de risas y confidencias, después me confesaría que ella también había tenido la misma idea. Como una disculpa perfecta para pasar por la tienda, había planeado comprarse algo, con la secreta esperanza de encontrarse conmigo. Fue entonces cuando comprendí que nuestras mentes y corazones estaban sincronizados.

En ese instante, el tiempo pareció detenerse, y el mundo a nuestro alrededor se difuminó. Solo existíamos ella y yo, dos almas que se encontraban en el vasto océano de la vida, anhelando conectarse y descubrir los secretos que el destino les tenía reservados.

Con el corazón henchido de esperanza y los ojos brillantes de ilusión, me sumergí en aquel encuentro, dispuesto a dejar una huella imborrable en su memoria y quizás en su corazón. Porque en ese momento, supe que esa atractiva chica podría ser la llave que abriría las puertas de un futuro lleno de amor.

Cual cruel jugarreta del destino, el encuentro que habíamos planeado y anhelado se vio frustrado por las inclemencias del tiempo. En las horas de la tarde previstas para nuestra primera cita, el cielo se oscureció cual manto de desesperanza, y un aguacero terrible se desató sobre la ciudad, cual lágrimas de un amor imposible.

Las gotas de lluvia caían cual balas de plata, golpeando sin piedad los techos y las calles, formando un velo que parecía interponerse entre dos amantes ilusionados. Yo, cual náufrago en un mar de incertidumbre, me debatía entre el deseo de desafiar a la tempestad y el temor de que mi valentía fuera en vano.

Mientras tanto, Maria Eneida, cual princesa cautiva en su torre, observaba el cielo tormentoso desde la ventana de su habitación. Su corazón latía al compás de los truenos, y su mente se perdía en pensamientos de aquel joven que había capturado su atención. ¿Acaso él estaría dispuesto a enfrentar la furia de la naturaleza para verla? ¿O sucumbiría ante la adversidad, dejando que la oportunidad se escurriera entre sus dedos como agua de lluvia?

La timidez, cual sombra acechante, se cernía sobre ambos, amenazando con socavar su determinación. Era como un muro invisible que se alzaba entre ellos, un obstáculo que debían superar si querían alcanzar la felicidad que tanto anhelaban. Pero, ¿tendrían la fuerza necesaria para vencer sus miedos y abrazar el amor que latía en sus corazones?

Mientras las horas pasaban, cual granos de arena en un reloj implacable, la incertidumbre crecía en sus almas. ¿Qué pensaría la familia de Maria Eneida de aquel joven que había cautivado su atención? ¿Aprobarían su relación o se opondrían cual muralla infranqueable? Estas preguntas danzaban en sus mentes, cual hojas arrastradas por el viento de la duda.

Sumido en un mar de cavilaciones, me debatía entre la esperanza y el desaliento. Sabía que cada momento perdido era una oportunidad que se escapaba, cual pájaro liberado de su jaula. Pero, ¿cómo podría enfrentar a la familia de Maria Eneida si ni siquiera había tenido la oportunidad de demostrarle su afecto?

Mientras tanto, Ella, cual flor marchitándose en la espera, se preguntaba si aquel joven realmente correspondía a sus sentimientos. ¿Sería capaz de superar los obstáculos que se interponían entre ellos? ¿O se rendiría ante la adversidad, dejando que su amor se desvaneciera como un sueño al despertar?

Así, en medio de la tormenta, dos corazones latían al unísono, anhelando un encuentro que parecía cada vez más lejano. La tensión crecía cual marea ascendente, mientras la esperanza se aferraba cual náufrago a una tabla de salvación. Solo el tiempo diría si su amor estaba destinado a florecer o  marchitarse en la incertidumbre de lo que pudo haber sido.
Aquella noche, me sumergí en un mar de pensamientos, navegando en los entresijos de mi mente. El sueño parecía esquivo, cual mariposa huidiza, mientras la lluvia incesante repicaba en mi techo, cual sinfonía de la incertidumbre. Sin embargo, en el fondo de mi ser, una llama de esperanza ardía con fuerza, y una corazonada que el día siguiente traería consigo la oportunidad anhelada.

El preciado momento parecía llegar. Como si mis pensamientos fueran un imán irresistible, Maria Eneida apareció en la tienda, cual visión etérea en medio del bullicio cotidiano. Al cruzar por el frente de mi casa, nuestras miradas se encontraron, y las palabras fluyeron con menos tensión, cual río liberado de su cauce.

Ahora sí, armado de valor, le propuse un encuentro que no podría fallar. Le sugerí que nos sentaran afuera del muro de su casa, con la esperanza de que la lluvia, cual testigo compasivo, les brindara una tregua. Ella, con una sonrisa que iluminaba el día, aceptó la propuesta, y prosiguió hacia su casa. El tan esperado momento llegó. Ella, me esperaba cual princesa aguardando a su caballero. Nos sentamos juntos, y las palabras brotaron cual manantial, llenando el aire de confesiones y sueños compartidos.

Aquella chica trigueña en la flor de la juventud, me cautivó desde el primer instante. Tal vez para el común de los mortales, ella era una joven sencilla, sin los estándares de belleza que la sociedad impone. No era alta, ni rubia, ni de ojos azules como dictan los cánones establecidos. Pero para mí, tal como era, con su autenticidad y sencillez, la encontraba hermosa. Yo ya la amaba con cada fibra de mi ser..

Me habló de su origen, de aquel pueblo desconocido para mi llamado Arma, Caldas, que había dejado atrás por unas breves vacaciones en Medellín. Su voz, cual melodía envolvente, me transportaba a esos parajes remotos, haciéndome imaginar los paisajes y las vivencias que habían moldeado su ser. Me contó sobre su tía Maruja, quien la alojaba, antes que oponerse, miraba con simpatía nuestra naciente relación, claro está, siempre y cuando cumpliéramos con ciertas reglas, como  horarios establecidos y mantener nuestros encuentros dentro de los límites de su hogar, reglas que más adelante nos costaría cumplir.

Pronto olvidamos las restricciones o las opiniones ajenas, porque en mi corazón,  Ella brillaba con una luz propia, una belleza que trascendía los estereotipos y las expectativas superficiales. Su alma, cual diamante en bruto, resplandecía con una pureza y una autenticidad que me cautivaba más allá de las apariencias. En cada gesto, en cada palabra, en cada mirada, encontraba una razón más para amarla, para entregarme a ese sentimiento que crecía en mi interior con la fuerza de un torrente imparable.

Pero el amor, cual fuerza indomable, pronto encontró la manera de desafiar las normas. Los jóvenes enamorados, cual cómplices en una travesura, buscaron momentos a hurtadillas para verse, escapando de la mirada vigilante de la tía Maruja y con la complicidad de su prima Marleny. Cada encuentro furtivo era como una bocanada de aire fresco, un oasis en medio del desierto de la separación.

En medio de la felicidad que nos embargaba, el fantasma de su  partida inminente se cernía sobre nosotros, cual nube amenazante en un cielo de verano. Sabíamos que nuestro tiempo juntos era efímero, cual flor que florece por un instante antes de marchitarse. Pero en lugar de dejarme vencer por la tristeza, decidimos aprovechar cada segundo, cada mirada, como si fuera un tesoro.

En medio de risas y confidencias, de paseos por las calles más solitarias del barrio y de promesas susurradas al oído, transcurría nuestra historia de amor que desafiaba al tiempo y a la distancia. Sabíamos que, aunque el destino nos separara, nuestros corazones estarían unidos por un hilo invisible, un lazo que ni la ausencia ni los kilómetros podrían romper.

Nuestro amor había nacido en el preciso instante en que Ella escribió su primera palabra en mi sentimientos. Fue en ese momento mágico cuando su voz se grabó en mi mente y en mi corazón, convirtiéndose en la melodía que acompañaría cada uno de mis pensamientos. Esa primera palabra, pronunciada con la dulzura de su ser, se convirtió en el punto de partida de un viaje emocional que nos llevaría a explorar los rincones más profundos de nuestras almas.

Desde entonces, cada encuentro,  cada mirada compartida, se transformaba en un verso que se sumaba al poema de nuestro amor. Ella, con su presencia luminosa y su espíritu cautivador, se había convertido en la musa que inspiraba mis sueños y mis anhelos más profundos. Y yo, como un poeta enamorado, me dediqué a tejer con palabras la historia de nuestro amor, inmortalizando cada instante vivido a su lado.

Nuestra historia de amor se convirtió en un poema vivo, escrito con los trazos invisibles de nuestros sentimientos y grabado en las páginas de nuestros corazones. Un poema que trascendía el tiempo y la distancia, que nos unía en un vínculo inquebrantable, sin importar los obstáculos que la vida nos presentara, siempre tendríamos el recuerdo de ese amor puro y verdadero que habíamos compartido.

*Aquel lugar, testigo silencioso de nuestro primer encuentro, se convirtió en el escenario donde nuestras almas se reconocieron y donde nuestros caminos se entrelazaron. La humilde tienda de la cuadra, cual confidente discreta, guardó en sus estantes y rincones el secreto de nuestro amor naciente, sin juzgar, sin intervenir, simplemente siendo el mudo testigo de la chispa que se encendió en nuestros corazones en aquel instante mágico.

Entre el chismorreo  y el murmullo de los vecinos que iban y venían, nuestros corazones encontraron el valor para acercarse y comenzar un diálogo que marcaría nuestras vidas para siempre. Aquella tienda, con su sencillez y su aire familiar, fue el lugar donde el destino decidió unirnos, donde las casualidades se transformaron en certezas y donde los sueños comenzaron a tomar forma.

Desde ese momento, la tienda de “Don Herrera” se convirtió en un símbolo de nuestro amor, un recuerdo constante de aquel momento mágico en el que nuestras miradas se cruzaron y nuestras almas se reconocieron. Y aunque el tiempo pasaría y la distancia amenazaría con separarnos, siempre tendríamos ese lugar especial, esa humilde tienda de la cuadra, como el origen de nuestra historia, como el testigo silencioso de un amor destinado a perdurar.

En aquel domingo que parecía sacado de un sueño, con el sol brillando en lo alto del cielo y una brisa suave que nos acariciaba, la sombra de la partida inminente se cernía sobre nosotros cual nube amenazante en un día de verano. Don Fabio Cardona, su padre, estaba por llegar cual mensajero del destino, listo para llevarse consigo mi felicidad.

Nosotros, dos locos soñadores, ansiosos por aprovechar hasta el último suspiro de nuestro tiempo juntos, acordamos encontrarnos después del mediodía, cuando el sol estaba en su cenit y nuestros corazones latieron al unísono en un baile frenético de amor y despedida. Todo esto ocurrió con la complacencia y complicidad de su prima Marleny, quien nos brindó su apoyo incondicional y guardó nuestro secreto con la lealtad de una verdadera amiga.

Doña Maruja, la tía, también estaba al corriente de nuestros planes, y aunque no los aprobaba del todo, decidió hacer la vista gorda y permitirnos vivir ese último momento de felicidad antes de la inminente separación. 

Con la bendición silenciosa de aquellas hadas madrinas que con su magia protegían nuestro amor, salimos de paseo como poseídos por una fuerza invisible, desafiando las restricciones y las posibles repercusiones de nuestra escapada.

Cruzamos el barrio, dejando atrás las calles familiares y los rostros conocidos, hasta llegar a la avenida que se extendía ante nosotros como un río de asfalto.  Los campos de paz nos recibieron con su silencio y su verdor, testigos mudos de nuestro amor y nuestra urgencia por vivir cada instante como si fuera el último. La naturaleza parecía conspirar a nuestro favor, brindándonos un refugio lejos del mundo, un lugar donde solo existíamos ella y yo, unidos por un sentimiento que desafiaba al tiempo y a la distancia.

Mientras caminábamos, pasamos por un lugar llamado el Acapulco, donde una bella canción se filtraba en el aire, envolviendo nuestros corazones con su melodía:

«Al fondo el Corazón tenía una herida, sufría, sufría
le dije que no es nada más mentía, lloraba, Lloraba
por ti, se ha hecho tarde, es ya noche
no me detengas, déjame ir
me dijo no mirarme en los ojos y me dejo cantando así» 

quellas palabras parecían resonar con nuestra propia historia, con la herida que sabíamos que se abriría en nuestros corazones al momento de la despedida. Pero en ese instante, decidimos aferrarnos al presente, a la dicha de estar juntos, y seguimos nuestro camino, dejando que la canción se desvaneciera en la distancia.
*
Finalmente, llegamos a la solitaria calle que se escondía al lado de la fábrica colombiana de tabaco, donde el aroma a hojas secas y la nostalgia impregnaba el aire. Allí, en una columna que se alzaba cual monumento a nuestro amor, ella grabó nuestros nombres con la delicadeza de un artista y la pasión de una amante. Cada trazo era una promesa, cada letra un juramento de amor eterno que desafiaba al tiempo y a la distancia.

Mientras contemplábamos nuestros nombres entrelazados en aquella columna, sentí cómo mi corazón se encogía y se expandía al mismo tiempo, inundado por una mezcla agridulce de felicidad y tristeza. Sabía que aquel momento era efímero, que pronto tendríamos que despedirnos y enfrentar la realidad de un amor que luchaba contra las barreras de la distancia y las circunstancias.

Pero en aquel instante, en aquella calle solitaria donde solo existíamos ella y yo, me aferré a la esperanza de que nuestro amor sería más fuerte que cualquier obstáculo, que nuestros corazones seguirían latiendo al unísono a pesar de la separación. Y mientras la besaba con la desesperación de un náufrago que se aferra a su tabla de salvación, supe que aquel amor, grabado en aquella columna y en nuestras almas, sería el faro que nos guiaría en los días oscuros que estaban por venir.