Por Oscar Domininguez
El séptimo día Dios inventó el fútbol. Después pondría a Caliche en Aranjuez, en Medellín. Un barrio se parece a su fútbol y Aranjuez tuvo un tiempo que tenía la cara de mi amigo.
En Caliche, el balón era su sexto sentido. Su corazón adicional. Era todo elegancia hasta los pies vestido.
Los patos, masas, chinches o chingas, (niños) de entonces entendemos sólo ahora que el pelao era la cuota inicial de lo que serían después Di Stéfano, Pelé, Maradona, Ronaldo, Messi.
Nació para ser un diez. Pero también era un todero en el terreno
de juego: lo mismo se lucía en una portería improvisada entre dos
piedras que en el medio campo, o adelante.
Se le puede aplicar sin riesgo de meter los guayos lo que proclamaba el reportero polaco, Kapuscinski del periodista: Un periodista, ante todo, es una buena persona.
Jugábamos en todos los puestos, no había libreto. O mejor, ese era el libreto. ¿Entrenador? ¿Y eso que con qué se come? Todos éramos Pékerman. Se jugaba para nadie, o sea, para nosotros mismos, para su majestad el olvido. El juego por el juego; la comida y la inmortalidad nos la podían dar en películas del oeste o en goles. Los propios o los ajenos.
En los años cincuenta, Carlitos era Turrón Álvarez para nosotros solitos. (Para los que acaban de llegar, a Turrón, lo recordamos como el mejor jugador del Atlético Nacional en sus primeros setenta años y monedas).
El crac se dejaba apellidar Arango y nos enseñó a mirar el fútbol desde su perspectiva. Jugador que no se parezca en su juego a él, será siempre un aprendiz. Por más millones y millonas que gane.
Jamás violó los derechos humanos de los balones proletarios que caían, rendidos, perplejo, a sus pies.
Estos balones muchas veces eran de trapo; otros los hacíamos con pedazos de periódicos enrollados y amarrados con pita para que no se desperdigaran los goles de hoy. Ni las noticias de antier. Teníamos cirujano plástico propio: el zapatero remendón del barrio. Como el señor Ramírez.
Carlos mandaba en las canchas de Quintapelayo, Lídice, La Piñuela, en Ciegos y Sordomudos. De pronto había que jugar en Campo Valdés o Manrique. No había partido sin, mínimo, un descalabrado.
Cuando jugaba en las mangas aledañas al manicomio de la María, los locos recuperaban parcialmente el uso de razón. Los volvía a
enloquecer con su arte a las patadas, otro de los alias del fútbol.
A su lado, los demás jugadores éramos advenedizos perplejos que
envidiábamos su prestidigitación desde ring side.
La ‘muchachocracia’ se peleaba por jugar a su lado en los picados de todos los días y fiestas de guardar para no tener que soportar el bochorno de su malabarismo. Jugar contra él era algo así como incurrir en harakiri balompédico. Ser escogido de último en una recocha por escasez de fútbol en los pies, cuando las opciones se habían agotado, fue el primer “bullying” que sufrimos muchos.
Tampoco faltaban los sicarios sin escrúpulos que, taches arriba, iban detrás de sus canillas para estropear su virtuosismo.
Siempre era domingo cuando Caliche tenía un balón a sus pies.
Cualquier balón mejoraba su currículo a partir del momento en que
Caía en su jurisdicció, en sus tenis. Los guayos no habían llegado a la cuadra.
Cuántas pelotas no mejoraron su hoja de vida en un tiro libre,
un penalti, o en un remedo de corner cobrado por Carlitos quien, como su tocayo, Chaplin, nos arrancaba más de una sonrisa. De Chaplin se dijo que era todos los domingos del mundo. Pido permiso para decir lo mismo de Carlos.
Copiándome de alguien, digamos que cuando mi contemporáneo jugaba el mundo era mejor.
Sin confirmar sí lo digo: “Mané” Garrincha, del Brasil, y Alexis García, del barrio La Floresta, de Medellín, clonaron su fútbol. Olvidaron darle el crédito.
El fútbol se hizo para sus pies. Si no hubiera existido lo habría
inventado en cualquier calle del barrio. (La calle era entonces el estadio obligado de la muchachada, el mejor cuarto de la casa, el mejor sinónimo de libertad).
Solía demostrar la existencia de Dios con un cabezazo certero. Su
cabeza grande y prematuramente despejada fue hecha a propósito: para pensar pensamientos futbolísticos que luego se convertían en goles ante la impotencia del rival.
(Sé de buena fuente que los porteros se iban a la casa a aplaudir en secreto a quien les había mejorado la hoja de vida a punta de goles de exquisita factura).
Los jugadores de trompo, arroyuelo, los quebradores
profesionales de bombillos, los elevadores de globos, los pasajeros de carros de balines, los usuarios de zancos, los jugadores de bolas (canicas) se detenían, nos deteníamos, boquiabiertos, y con el almuerzo embolatado, a mirarlo jugar.
Un saludo suyo en la calle nos sacaba del olvidato. Creerse su amigo
porque su mirada se cruzaba accidentalmente con la nuestra, era un
pecado de lesa vanidad que se cometía con frecuencia.
Aranjuez, el barrio que tuvo su propio James Rodríguez, le debe una estatua.
Los muchachos de antes que no usábamos gomina ya le levantamos
un pedestal en el recuerdo y en la nostalgia.
Debe estar muerto. Un jugador como él sólo tiene sitio en la leyenda. Fue el hombre que nos enseño el mejor sinónimo para el fútbol: el domingo. (Esta nota ha sido aumentada, no sé si corregida sobre la original, que es anterior a internet y su pariente rico, el wasap.
(Foto de la carrera 50A entre calles 92 y 93, uno de los parches de Caliche y sus fans).