Por Juan Diego Ortiz Jiménez ELCOLOMBIANO.COM
El antiguo morro de basuras aceleró la ocupación del territorio. En 2009, el botadero se convirtió en el jardín más grande de la ciudad. FOTOS RÓBINSON SÁENZ Y ARCHIVO EL COLOMBIANO
Ni la desdicha, que reaparece cada poco en forma de incendio, ni las toneladas de basura que la ciudad depositó por una década, han podido romper el vínculo de la gente por su barrio. Por eso, una de las razones al porqué de su nombre es que Moravia significa amor por la morada
Fue el antiguo basurero municipal y después, un botadero de cuerpos durante la época del narcotráfico. Dos incendios, uno en marzo de 2007 y el otro, en agosto pasado, calcinaron El Oasis, y aún así, Moravia, uno de los barrio más densamente poblados de Medellín (40.651 habitantes en 2015), se resiste a sucumbir.
Hoy es uno de los referentes de transformación urbana de Medellín, visitado por turistas y académicos que recorren sus estrechos pasadizos para conocer su mutación.
Andrés Alzate, historiador urbano, resalta que la intervención en Moravia empezó enfrentando un problema de salud pública, pero terminó articulando el barrio a las dinámicas de la ciudad. No solo se embellecieron los entornos, sino que se gestaron proyectos de sostenibilidad y de formalización de cooperativas.
“Moravia es uno de los referentes latinoamericanos de regularización de espacios marginados. Es el ejemplo de la Medellín que se imaginaba en los estudios académicos de mediados del siglo XX. Sigue siendo un epicentro de resistencia y lucha”, afirma.
Hoy, después de tantos días grises, se respira ilusión. Gloria Ospina, una líder comunitaria, sintetiza lo que hoy es Moravia: “Es una ciudad pequeña, no tenemos que ir a buscar nada al Centro. Una ciudad llena de culturas, costumbres, músicas y comida”.
Por su parte, Cielo Holguín Ramírez, habitante del barrio hace 39 años, afirma que “la historia del barrio ha sido muy difícil pero siempre la gente ha salido adelante creyendo en sus procesos. Hoy es un lugar lleno de esperanza”.
Informalidad y resistencia
Las 43 hectáreas de esa franja nororiental de la comuna cuatro de Aranjuez (el barrio más grande le da el nombre a la comuna) empezaron a ocuparse en los años 60. Eran terrenos baldíos, próximos a las desaparecidas estaciones del primer tranvía y del ferrocarril. Las mangas eran apetecidas porque había una laguna, por eso, era el paseadero de moda.
“Moravia se convirtió en un puerto porque estaba entre dos vías arteria que cruzan toda la ciudad: Carabobo y la avenida Regional. Esa es otra explicación de su nombre: ‘morada en la vía’. Por la cercanía con la Terminal del Norte se empezó a poblar de desplazados de todo el país”, recuerda Orley Mazo, líder comunitario y guía turístico.
Los desplazados de la violencia en el campo y los demás migrantes fueron montando ranchos y cambuches en la explanada que inundaba el río. Ese poblamiento informal se evidencia en que muchos habitantes no tienen escritura pública de su posesión.
Holguín cuenta que la organización y fortaleza comunitaria se deben al sacerdote Vicente Mejía Espinosa, religioso que impulsó las luchas populares urbanas en los años 60 y 70. “Organizó comités de trabajo y sugirió no invadir todos los espacios para poder construir zonas comunitarias. Gracias a eso hoy tenemos cancha, iglesia y escuela. La comunidad, después, construyó el alcantarillado y tomó la luz de contrabando”, relata.
En tiempos de Mejía se implementaron dos estrategias para no permitir el desalojo. Una vez la fuerza pública estaba cerca, el sacerdote empezaba una eucaristía. Por respeto, el operativo se suspendía. Después, añade Holguín, pusieron banderas de Colombia en todos los ranchos para que no los tumbaran. Por eso las invasiones siguieron en pie.
Las condiciones de habitabilidad cambiaron en la década del 70 cuando, de manera informal, empezaron a utilizar la zona como botadero de basuras y escombros, en principio, para nivelar los suelos.
En 1977 cuando la Alcaldía oficializó el Morro de Moravia como relleno municipal. “Tomaron esa decisión porque nunca se imaginaron que se iba a formar un barrio en un territorio boscoso con laguna”, opina Mazo.
Entre 1977 y 1984 se formó una montaña de basura que superó los 30 metros de altura y una extensión de siete hectáreas. Contrario a desestimular la llegada de personas, el basurero promovió el arribo de más pobladores que hicieron del reciclaje su medio de subsistencia. “Se rebuscaban en la basura cosas para comer o vestirse. Alcanzaron, incluso, a vivir dentro de la basura”, señala Holguín.
Moravia creció sin control hasta llegar a 15.000 personas en 1983. Un año después, en abril de 1984, el botadero fue clausurado.
Soplan nuevos vientos
En 1990 el barrio fue declarado área de intervención especial y 15 años más tarde, zona de calamidad pública por la inestabilidad del suelo y la continua emanación de gases tóxicos y lixiviados.
En 2004 se concibió un plan parcial de mejoramiento integral. La primera acción fue la reubicación de 800 familias que vivían en la montaña de basura en la ciudadela Nuevo Occidente, sector de Pajarito. Para mitigar los efectos tóxicos de la basura enterrada, la Administración sembró el jardín más grande de la ciudad, con 50.000 plantes ornamentales de 46 especies, además de 327 guayacanes, cojones de fraile, chochos y vara santas.
En 2008 se inauguró el Centro de Desarrollo Cultural, una de las últimas obras del arquitecto Rogelio Salmona, se construyó un corredor peatonal en las franjas de la quebrada La Bermejala, se mejoraron los espacios públicos y se embellecieron las fachadas.
El año pasado, el arquitecto alemán Albert Kreisel, de la Escuela de Primavera del ‘Medellín Urban Lab 17 Berlín’, construyó 100 escalas para mejorar el acceso al sector de El Oasis.
El barrio es visitado por 3.000 turistas cada año, curiosos de conocer en lo qué se convirtió el antiguo basurero, según Mazo, que concluye: “Moravia fue el laboratorio con el que comenzó la transformación de Medellín”.
Guías del mismo barrio ofrecen diferentes recorridos, diurnos y nocturnos, para conocer los sectores de Moravia. Todos parten desde el Centro de Desarrollo Cultural y terminan en el Morro.