Fernando Botero por Héctor Abad Faciolince

El escritor antioqueño realizó un perfil corto de Fernando Botero, en el que cuenta similitudes entre él y Gabriel García Márquez.

Revista Diners

Nunca ningún pintor nacido en ese amplio territorio que va desde el mar Caribe hasta el rio Amazonas, y desde el río Orinoco hasta el océano Pacífico, había tenido la trascendencia artística y el reconocimiento internacional de Fernando Botero. Botero es uno de los grandes pintores del siglo XX, y sin lugar a dudas el artista más importante de la historia de Colombia.

Nadie podrá negar que en una mitad de siglo saturada por innumerables propuestas artísticas, hacer que el propio estilo sea reconocible, apreciado y querido en el mundo entero es ya una hazaña. Una hazaña más impresionante aún si la ha realizado un muchacho pobre nacido en 1932 en una aldea clerical de la periferia del mundo: Medellín. Dos oscuros muchachos de provincia, Gabriel García Márquez y Fernando Botero, son los monstruos del arte colombiano que rescatan la vitalidad y enseñan la maravilla de un país que, si no fuera por ellos, sería conocido solamente por sus fastuosos criminales y por su casi perpetua carnicería humana.

Hace más de cincuenta años ese muchacho cogía por primera vez un pincel y podría decirse que desde ese primer instante se apoderó de él un furor por la pintura y una devoción por el arte que nunca lo han abandonado. Empezó- con unas acuarelas regaladas por su hermano- pintando los techos ocres de Medellín; después pintó paisajes, plazas de mercado, gentes del pueblo, toros, toreros y hasta muchachas desnudas al peor estilo de playbloy. Hizo ilustraciones para El Colombiano y pudo comprar óleos. A los años escribió un artículo sobre Picasso en el que exaltaba la libertad del artista, y por ese motivo lo expulsaron del colegio. Entonces pintó más: pintó putas y el Toulouse-Lautrec de Lovaina (el barrio de tolerancia de Medellín); también aspiró a ser el Gauguin de Suramérica y se fue en busca de lo primitivo o, en Tolú, donde pintó escenas de pescadores. entierros de carnaval; hizo murales con ideas tomadas de Orozco y Pedro Nel Gómez; realizó paneles cubistas para obras de teatro montadas por Fausto Cabrera.

Era el periodo de búsqueda, donde el artista que comienza intenta imitarlo todo desaforadamente: lo malo, lo bueno, lo trivial, lo obvio, lo insulso. Llegó su primera exposición individual, en 1951, y cada cuadro era tan distinto del otro que el público pensaba que se trataba de una muestra colectiva. Sin embargo, vendió los cuadros, se ganó un segundo premio en el Salón Nacional y Eddy Torres publicó una monografía sobre su obra. Apenas de veinte años, reunió todos sus ahorros y se embarcó en Buenaventura rumbo a Barcelona.

La pintura europea, para un artista joven del tercer mundo, es un deslumbramiento, pero también una bofetada: se da cuenta, de repente, de lo poco que sabe, de lo poco que ha visto, del. inmenso camino que tiene por delante si quiere medio acercarse a la hipnótica magia de la gran pintura. En España y en Italia, Botero se percata de la pobreza de su medio y de su propia orfandad. En Colombia no hay-y menos aún había en 1950- una pinacoteca que mereciera su nombre.

Hasta ese momento no había visto verdadera pintura ni tenido con quien estudiarla. Los más grandes pintores d la historia tenían padre pintor o habían entrenado desde muy pequeños como ayudantes al taller de un pintor. Nada de esto ha tenido Botero en su medio. Pero él es un experto en sacar fuerzas de flaqueza y se dedica a beber con voracidad de esa fuente que es la gran pintura europea, desde Giotto hasta Picasso. De museo en museo y de ciudad en ciudad, Botero estudia, mira, copia, ensaya. Afina el instrumento, purifica la técnica, humildemente aprende: se deslumbra con las perspectivas de Pìero della Francesca, con los volúmenes de Masaccio, con la composiciones de Andrea Mantegna, con las pinceladas de Velásquez, con las dificultades resueltas de Tiziano…

Este segundo periodo de formación es fundamental para la cerrera artística de botero: antes contaba con su solo entusiasmo; ahora el dominio de los secretos del oficio le dan también una inclaudicable en sí mismo. En adelante ya nunca abandonará su camino, en adelante sabrá con quienes medirse, hacia dónde apunta, a quienes admira y a quienes también, tímidamente, emula. Se mete en la corriente de una grandísima tradición cultural: la de la gran pintura de Occidente desde hace siete siglos. Esta es la tradición que hoy, cincuenta años después, Botero sigue defendiendo con tozudez, durante nueve o diez horas diarias, sin sábados ni domingos, sin pausa, sin haber renunciado por un solo día a perfeccionar y mantener vivo ese antiguo arte de la pintura que la inmensa mayoría de los artistas actuales insisten en desdeñar y sepultar.

Pero si la información europea (y luego mexicana, y norteamericana) le dieron a Botero el dominio de la técnica, fueron sus ojos, la experiencia vital y visual de sus primeros veinte años de vida los que nutrieron y siguen nutriendo tus temas. Botero, que supo aprovechar la lección de libertad del arte abstracto del siglo XX, y que aprendió de los mexicanos el apego a la propia realidad, mezclo todo esto con lo más personal y lo más íntimo: lo que vio en su juventud, su experiencia más honda y arraigada.

Tal vez ahí radica su maestría. Botero fue capaz de ver, en lo más local, lo más nuestro, algo que-transmutado por la gran tradición del arte- tiene un interés universal. Botero (y en esto se parece otra vez a García Márquez) fue capaz de ver y de mostrar una realidad que para os demás, propios y ajenos, era invisible. Fue un clarividente, es decir, alguien que supo plasmar las posibilidades inexploradas de un mundo (el nuestro) que sin duda tiene algo auténtico, único y extraordinario.

En la obra de Botero, aun sin pretender hacer sociología, está la tragicómica Colombia de este siglo: sus personajes entrañables y ridículos, sus obispos inflados, sus generales turbios, sus niños bizcos, sus moscas ciegas, sus borrachos risibles, y toda la parafernalia adyacente de catres, bacinillas, tejados, plátanos, santos, ventanas, montañas, campanarios, ropa… Alejado de la fácil receta del costumbrismo o del primitivismo, con una exigencia de rigor y calidad mucho más altas, Botero ha sido capaz de darle a nuestro entorno visual un sello personal, completamente suyo, pero reconocible para todos. Nadie había tenido su lente para ver la realidad que nos rodea. Ningún artista plástico la había visto así, nadie la había llenado de significado, de humor, de ternura, nadie nos la había mostrado con tanto rigor y tanta obstinación.

La incipiente historia de la pintura en Colombia habrá de agradecérselo siempre.

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Jaime Llano González