PUBLICADO EL 19 MARZO 2015
El ícono de los barrios tradicionales de Medellín tiene una historia de inconclusos, auges, ocasos y renacimientos tan intrincada como sus calles circulares. Apoyado en su propia memoria, ha vuelto a reclamar su lugar como uno de los sectores más agradables de la ciudad
Por Esteban Duperly
“Cuando pienso en Laureles, de niño, esos recuerdos tienen que ver con tenis y con bluyines Lee”, recuerda hoy José Guillermo –Memo– Anjel, quien llegó al barrio alrededor de 1964, mudado desde Prado. Para entonces Laureles experimentaba una época de oro y era el sector más excepcional y próspero de la ciudad: todo allí era nuevo. La realidad podría haber sido incluso más bella si no fuera porque, en el fondo, Laureles era una idea fallida. El proyecto urbano que le había dado vida, lo que incubó su génesis, era tan generoso, innovador y moderno como no se había visto otro en la ciudad. Pero jamás se terminó.Para empezar no se llamaba Laureles; se llamaba La Ciudadela del Empleado y era una idea que habitaba, desde 1934, en la cabeza de Francisco Luis Jiménez, fundador de la Cooperativa de Empleados de Antioquia. El cooperativismo era un concepto inglés de origen obrero que buscaba asociar y organizar grupos proletarios, con intereses e ingresos comunes, y distribuir entre ellos la riqueza de una forma equitativa. De ahí que la Ciudadela del Empleado consistiera precisamente en eso: un complejo urbano para obreros y trabajadores, moderno y bien trazado, autosuficiente y, en especial, inspirado en lo colectivo. Jiménez, en particular, había “estudiado a fondo el problema de la vivienda para la auténtica clase media”.
El proyecto comenzó en 1939 cuando la Cooperativa creó una división llamada Sección de Construcción y Habitaciones y adquirió, “en la fracción de La América”, unos baldíos ubicados al Norte y Occidente del cerro Nutibara. En concreto, “un lote de terreno de 475.354 varas cuadradas, de las del sistema métrico decimal, de 80 centímetros la vara cuadrada”. Y sobre esas mangas levantaría una suerte de utopía habitacional.
Ahora bien, construir una ciudad obrera necesitaba un arquitecto que simpatizara con ella. ¿Quién en aquel Medellín conservador y reaccionario? Pedro Nel Gómez, según sostiene el también arquitecto Luis Fernando González, pertenecía en aquel entonces a un movimiento denominado La Izquierda Nacional (LAIN). Nadie le calaría mejor al proyecto. Además, acababa de ganar el concurso de prediseños para el campus de la Universidad Católica Bolivariana –hoy UPB–, cuya construcción era uno de los nervios del nuevo desarrollo inmobiliario.
El maestro Pedro Nel había regresado hacía años de estudiar y vivir en Europa, estaba casado con una italiana y llevaba una cierta vida de artista e intelectual. Su visión del mundo era fresca, ágil y moderna; un adelantado en eso que hoy llamamos urbanismo y que ahora nos resulta tan natural. Además estaba bajo órdenes del mismo Jiménez, cuyo modo de concebir y operar un proyecto urbanizador distaba mucho del tradicional. “Quienes se destinan a la urbanización no pueden perder dinero en la construcción de parques, prados, jardincillos o fuentes, pues el valor de la tierra es superior a toda idea estética”, declaró alguna vez Jiménez para El Colombiano, en referencia a otros urbanizadores. Para completar el cuadro, Pedro Nel Gómez contrató como dibujante de planos nada más y nada menos que al legendario artista Horacio Longas.
Lado sur del Edificio Laureles
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Una de las casas tradicionales en el barrio Laureles. Fotografías de Karin Richter
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La Ciudadela del Empleado no solo tendría los prados, las fuentes y los jardincillos por los que abogaba el Dr. Jiménez, sino muchas otras cosas: piscinas comunitarias, un edificio para el estacionamiento de autos, un taller automotriz, una clínica, un colegio, una carnicería, un expendio de verduras, otro de granos, una lavandería con servicio de planchado, un teatro “para representaciones teatrales y cinematográficas”, una iglesia, expendios de gasolina y “un edificio cooperativo destinado a la Administración, con un club y un restaurante”. A las afueras del complejo debía erigirse, también, “un monumento al empleado”. Y como parte del contrato, Pedro Nel Gómez debía diseñar, además, veinte modelos de casas de habitación con sus respectivos jardines. La Ciudadela, entera, era una cosa redonda.
Los antejardines, tradicionales en el barrio
Pero la incertidumbre se mudó de primera al barrio. En cosa de un año Pedro Nel Gómez abandonó el proyecto y se llevó a Longas consigo. En octubre de 1940 entregó los planos de ocho casas, el de la iglesia, el de la clínica, el de la escuela, el plano del alcantarillado y un plano general del trazado urbano, que es aquel que se conoce hoy en día, donde se pueden ver –en vista cenital– las famosas circulares y transversales, y que tanto se asocia a una retícula parisina.
Así, sin haber siquiera florecido, se marchitó y murió la Ciudadela del Empleado y nació el barrio Los Laureles, construido por una abigarrada mezcla de arquitectos e ingenieros, que si bien se basaron en los diseños originales del maestro Pedro Nel, al final le rompieron al proyecto la identidad primitiva. Y, en cambio, lo hicieron muy atractivo para una nueva clase social.
Los años maravillosos
Al barrio obrero se mudó la nueva élite de Medellín. “Eso es muy antioqueño. Aquí cada que se hacen barrios para obreros los habita gente que no tiene nada que ver con ellos. Sucedió con Carlos E. Restrepo y pasó también con San Diego”, dice Anjel.
Hacia mediados de la década del cincuenta Prado estaba agotado. El viejo vecindario de los adinerados de Medellín había quedado atrapado entre Lovaina, Manrique y Campo Valdés, y no tenía hacia donde expandirse. La gente comenzó a salir y a buscar nuevos sectores. Además, Prado representaba un Medellín vetusto y una idiosincrasia que ya no encajaba en los tiempos que corrían. Porque una nueva categoría social había surgido: la clase media alta, conformada en su mayoría por trabajadores de nivel ejecutivo de la industria textil, la banca, las Empresas Públicas de Medellín y comerciantes independientes con buen nivel adquisitivo. “Era gente que había pasado por la universidad, muchos habían visto los Estados Unidos y allí conocieron formas de vivir que no se aplicaban en Medellín –argumenta Anjel–, por eso en Laureles se reprodujo un barrio muy al estilo del medio oeste norteamericano, que generaba una sensación de prosperidad y modernidad”.
Estación de bicicletas en Santa Teresita |
En contrapunta a los viejos palacetes góticos de Prado, inspirados en villas europeas, la arquitectura doméstica de Laureles estaba fuertemente influenciada por los estilos Bauhaus y Nueva Bauhaus. Esta nueva clase social admitía espacios diferentes para vivir, de casas mucho más reducidas, pero donde los muros se abatían para generar amplitud e iluminación. La piedra bogotana, la laja de Valdivia y los mosaicos bizantinos se usaron para las fachadas en lugar de la clásica mampostería, mientras que los ventanales con vidriera, las celosías y los balcones reemplazaron a los largos corredores de baranda. Anjel recuerda: “Eran puras casitas para tener cuatro o cinco hijos, un garaje para un carro, un pequeño taller donde el papá se podía aislar y hacer sus cosas, unos jardines y antejardines para que la mamá trabajara en ellos, y unas cocinas con unas piezas del servicio muy amplias”.
Allí, en Laureles, Medellín experimentaba la modernidad. Belén y La América eran más rurales que otra cosa, y por eso Laureles flotaba entre ambos como una isla urbana y moderna. Era un lugar muy similar a eso que hoy asociamos a la expresión suburbio norteamericano: calles amplias y solitarias, sardineles, andenes, alto nivel de vida, y cierta sensación de aislamiento y tranquilidad. “Por las aceras se podía montar en bicicleta y si alguien se caía no se iba a la calle, sino que había un sardinel”, evoca Anjel sobre esa suerte de años maravillosos del barrio.
Un barrio en tres tiempos
Laureles fue por muchos años una idea inconclusa porque el proyecto original nunca se terminó. Pero el tiempo, que es lento y seguro constructor, se ha encargado de darle al barrio esa identidad que alguna vez estuvo rota. Además, los humanos siempre terminan modelando a su manera los espacios donde viven. Tal vez allí nunca llegó a experimentarse a fondo aquella concepción de lo comunal, con comedores públicos y parqueaderos colectivos, pero en Laureles la vida de barrio es –y siempre ha sido– fuerte y vigorosa, con todas las implicaciones de relacionarse entre vecinos y entablar con ellos amistades, sociedades o pequeñas guerras.
Hoy por hoy es un barrio en tres tiempos. La mañana pertenece a los más tradicionales. Desde el mediodía, hasta el final de la tarde, bulle con estudiantes y personas adultas. Y en la noche se convierte en el territorio de los llamados adultos contemporáneos, que son personas entre 30 y 50 años que trabajan en otros sectores de la ciudad y vuelven en las noches solo a dormir –porque Laureles funciona, en buena medida, como un barrio-dormitorio– o llegan a experimentar la oferta de la Avenida Jardín, que desde hace pocos años se convirtió en un animado distrito nocturno.
Fachada típica en Laureles
“Es un barrio de horarios según la edad”, dice Paola Hincapié, periodista al mando de Laureles Gourmet y quien ha vivido allí toda su vida. “Laureles se despierta con los viejitos; los ves caminando a las 5:30 de la mañana. Hacen su caminata, van a misa, compran buñuelos y luego se van a desayunar a la casa”. Es verdad. Al atrio de la parroquia Santa Teresita del Niño Jesús aún llegan, cada día, las últimas beatas: falda larga, medias veladas oscuras, zapatos planos, muchas veces con hebilla. El cuello arrugado. Cada día más encorvadas y menudas. Son las sobrevivientes de la época dorada del barrio, hace más de cincuenta años, que jamás se fueron. Allí estarán hasta que brille para ellas la luz perpetua, como dicen en los réquiem cuando una de ellas muere, y seguirán yendo a misa diaria.
En ese atrio proverbial se mezclan el pasado y el presente. Hoy se instalan los bolardos azules y electrónicos del programa Encicla, de la Alcaldía de Medellín, que se usarán para parquear bicicletas públicas. En medio de ellos se levanta un tótem central, dotado con pantalla electrónica y forrado en plóter con diseños vectoriales. Atrás, un pequeño jardincillo con bancas donde se sientan las personas a recibir sol cuando termina la misa, y un árbol de achiote con frutos. Al lado, las celdas de parqueo vigiladas por un operador de parquímetros.
Fachada tradicional
“Cuando hay una casa grande, significa que allí todavía vive una persona mayor”, cuenta Paola. En efecto, en Laureles aún se conservan las casas con fachada de piedra bogotana y ventanales con marco de hierro pintados de blanco, una puerta de garaje de tres cuerpos que se abre movida por un viejo motor, y muros de granito para contener un antejardín sembrado con pencas, coronas de espina y hasta cactus, como un jardincito árido. “Cuando mueren estos personajes comienzan a aparecer las torres”, apunta Paola.
Por esa razón se ha abierto paso en Laureles una arquitectura indescifrable: las mil texturas del cemento sin estucar, pintado de ocres y tierras, de las fachas de los primeros edificios que se construyeron en los setenta. El ladrillo a la vista y los domos de acrílico de los ochenta. Los pasamanos y barandales que imitan bronce de los noventa. Y los vidrios espejados de los complejos apartamentos de distribución modular del nuevo siglo, con nombres en inglés y en tipografía Verdana. O las casas de banquetes flanqueadas por columna dóricas, o jónicas, o fuentes de agua a la entrada que evocan una villa romana.
Cuando se agotó Prado la élite de Medellín buscó nuevos sectores y llegó a Laureles
“En la medida en que la ciudad se verticaliza el barrio desaparece”, reflexiona Anjel. Puede ser verdad, porque en las colonias verticales se pierde un cierto contacto con la cotidianidad del piso. Pero Paola explica que los porteros de las torres residenciales se convirtieron en un vínculo entre el arriba y el abajo. “¿Qué ocurre? Cuando pasa el señor que vende frutas en el carrito, ahí mismo el portero sabe a quiénes tiene que llamar para comprar”, explica. Porque en Laureles todavía se venden aguacates en carretilla, el voceador anuncia el periódico en la madrugada, se puede comprar mazamorra callejera, y hay ventorrillos de flores en las esquinas. Además, se hacen domicilios sin costo en bicicleta. La tienda no ha sido anulada. “En todas las neveras de Laureles hay apuntados tres o cuatro teléfonos de tiendas”, cuenta Paola.
Pero no podría negarse que la explosión de edificios amenazó con extinguir a Laureles hace algunos años. Y es posible que aún continúe en riesgo si no se hace una intervención patrimonial o se contiene su expansión. La demografía es una de las preocupaciones porque acarrea densidad vehicular. La ecuación es muy fácil: el espacio donde viven dos o cuatro personas, que a lo sumo usan un automóvil, se demuele y en su lugar se levanta una torre donde vivirán 40 o 50 familias, que usarán 30 o 40 carros. Para completar el cuadro, durante los fines de semana personas de otros sectores llegan a visitar a padres o abuelos y, en consecuencia, cuadras enteras se saturan con autos apiñados.
Parroquia de Santa Teresita
Pero incluso así, y pese a algunos problemas de accidentalidad en la Avenida Nutibara, Laureles sigue siendo un barrio peatonal. En buena medida por la sombra que brindan los árboles: carboneros, acacias amarillas, nísperos del Japón, totumos, tulipanes africanos, gualandayes, guayacanes, casco de vaca, pisquines, cámbulos, algodoncillos, palmeras areca y, por supuesto, laureles que le dan una característica particular al sector: un reguero permanente de hojas secas tapiza las aceras.
En la actualidad Laureles ha dado un giro y, de barrio residencial diurno, se abrió a la noche. Las avenidas Jardín y Nutibara son los dos ejes de un distrito nocturno bastante animado, compuesto por restaurantes, cafés, pequeños bares, y hasta un teatro –El Teatrico– que vino a saldar la vieja deuda que quedó inconclusa cuando se fue el maestro Pedro Nel. La propuesta es gastronómica y cultural pero no de fiesta, y por eso los decibeles se mantienen bajos, con algunas excepciones. Todo esto ha traído seguridad al barrio. “A las 8 de la noche esto era muerto y era peligrosísimo salir, pero esa nueva dinámica de los restaurantes ha hecho que la gente se atreva a caminar”, dice Paola. Ya se ha dicho: Laureles es plano y aún conserva los andenes amplios para que la gente los use.
El circuito nocturno comienza en el segundo parque, se extiende hasta el primero –el de los urapanes– y la oferta es amplia: Olivia, Milagros, Wester Wings, El Portal, Archie´s, Montaditos, Barrita Burrito, Lenteja Express, Mezzaluna Salad bar, Kónico, la paletería Pércimon, y Tanjarina frutería. Más el icónico Café Vallejo, que recibe a los clientes con una cantaleta escrita en la puerta con las reglas del lugar: se respeta a los animales y no se consume carne.
El recorrido admite, y demanda, desviaciones por callecitas: las legendarias circulares. Porque allí, en ese laberinto fácil y lógico que son las circulares y las transversales, se encuentra la almendra de Laureles: la piedra bogotana, las columnas de mosaico bizantino, las palmeras areca en los patios, los antejardines áridos y las acacias amarillas. En el cruce de la 71 con la circular segunda aún se sostiene un bello edificio de tres pisos con una talabartería vecina, atendida por su propietario. Más allá está el restaurante Sictina –una tratoría italiana– y las hamburguesas Kit Kof. Una tienda D1. También La Pizarra, que es un local de cocina de mercado, y el café Dirato y Tuser, una tienda de productos orgánicos atendida por una muchacha solitaria. Flora, que promete cocina saludable y, al frente, la estación de servicio Esso, tan antigua como el guadual inveterado del segundo parque y donde a mucha gente la saludan por el nombre.
La arquitectura en Laureles estuvo influenciada por los estilos Bauhaus y Nueva Bauhaus
En otra calle: un Reanult 12, camioneta, amarillo, casi pálido. Está cargado con frutas y una báscula que cuelga de la puerta trasera. En la esquina, el restaurante Fenicia. Y más allá los locales de marcas de ropa Secret Society y Make a Wish. También pasan un voceador de aguacates y piñas –piñagrandeamilpesosmaduritaysanita– y un mensajero en bicicleta con canastas con mercado frente a la salsamentaría El Dorado, siempre ocupada por desocupados en pantaloneta sin importar el clima, tomando tinto y carcajeándose a cualquier hora y por cualquier cosa. Y, justo al frente, en el cruce de la circular cuarta con la transversal 74, la joya de la corona: el edificio Laureles, quizás el más hermoso de Medellín, cobijado por la sombra de un tulipán africano de flores naranjas encendidas y, en el otro andén, un árbol del pan todavía enano. De una de las ventanas en los pisos superiores cuelga un letrero de letras negras y gordas, impresas sobre una lona tan fosforescente como las flores del tulipán vecino. Dice: “Vendo apartamento”. En la línea que sigue están los números de contacto y un letrero que promete un negocio magnífico: “A buen precio”. Quizás murió su dueño: otra beata. Y con ella una buena parte del barrio.
Nota de fuentes: Los datos históricos sobre los orígenes del barrio Laureles se obtuvieron de fuentes primarias y secundarias consultadas en el Centro de Documentación de la Casa Museo Pedro Nel Gómez, y en el libro Pedro Nel Gómez, el maestro, del autor Luis Fernando González Escobar.