Los bares (como El Jordán) también resucitan

Por Oscar Dominguez
La noticia no pudo ser peor para los rumberos paisas  que peinamos canas: El viejo bar El Jordán, de Robledo, en Medellín,  se hundió con las luces encendidas, tiró la toalla, la nostalgia, su música, todo. Había fatiga de metal en sus paredes.

Menos mal, poco a poco ha ido renaciendo de sus nostalgias. El local fue adquirido por el municipio de Medellín que le dió respiración boca a boca.

Nadie volvió a gastar en el viejo Jordán de los Burgos, un apellido tan familiar en Robledo como esa empinada falda que endurece  caderas y pantorillas de las bellas que taconean en su jurisdicción.

En la última etapa de su vida útil, boleros, tangos y música vieja fueron reemplazados por el pacífico tas-tas de  bolas de billar. El billar  también es historia.


Donde funcionó el viejo café desde 1891, se creó un parche para poner a circular la sin hueso, también llamada lengua en los textos de anatomía.

No ha habido más encuentros y desencuentros amorosos en su ámbito. No más rincones para acariciar y engañar novias, esposas o amantes por fuera de la Epístola de Pablo.


No más tertulias en la que mojaron la palabra iluminados como el panida León de Greiff, Arenas Betancur, Mejía Vallejo.

Se silenció El Jordán por sustracción de clientes. Sin parroquianos no había cómo pagarles al administrador, Raúl Burgos, de la dinastía de los fundadores, y al mesero de turno (cuando lo contrataban).

Ambos conocían la letra menuda de miles de enamorados medellinenses.

Pero como los ascensoristas de Nueva York, nunca vieron ni oyeron nada.

No eran correveidiles, “ni delatores”, como el Cruz Medina que “vive” en el tango de Larroca. Burgos y los meseros eran ellos y sus secretos.

Como los jardineros o mucamas del jet set internacional, podrían salir a escribir best-sellers con las historias que por allí han pasado. Pero eso sería faltar a la ética y a la estética del oficio.

El Jordán fue doctora corazón de miles de novios o esposos que se pelearon o se reconciliaron en su intimidad. El piano o traganíquel  hace tiempos no se despereza desgajando alguna “trabajosa”  milonga.

Como las paredes oyen, las que aun quedan de pie en El Jordán, se saben de memoria toda clase de historias. Pero son egoístas y se guardan el secreto. Esas paredes  también tienen alma de ascensoristas.


Parrandero paisa que se respete luce en su prontuario veladas etílicas en El Jordán donde aprendió a bailar el  Medellín del ayer y del antier.


Los más afortunados fueron engatusados alguna vez por muchachas de Robledo de apellidos Bustamante, White, Cambaz, Castaño, Duque, Arango, Arias, Roldán, Vásquez.

Para vencer la timidez y abordar a las hembras de Robledo hacíamos escalas técnico-etílicas en El Jordán  para coger fuerzas, valor e inspiración.

El mundo se ha acabado muchas veces y ahí sigue. Ojalá suceda lo mismo con el Viejo Jordán, ahora convertido en punto de encuentro…

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