Por
Oscar Domínguez Giraldo
El maquillaje, alineación, balanceo y pintura a que ha sido sometido en las últimas administraciones el centro de Medellín, nos ha alborotado a muchos el espejo retrovisor de esa prisión perpetua llamada nostalgia. A medida que envejece la cédula, vamos cambiando de escenarios dentro de la misma ciudad.
Lo mío fue un caso de amor a primera vista con el Centro. Como el del primer amor. Al principio me tramaba la ciudad nocturna con avisos de luces intermitentes como si estuviera habitada solo por cocuyos que renacían del último apagón.
Ante la perspectiva de una crema o un pirulí para mí solito, más de una vez acompañé damas a comprar medias a almacenes Tania, de Junín, una avenida que siempre me ha parecido que tiene ritmo de bolero. De paso íbamos a misa de huevo entero a la Catedral de Villanueva o Metropolitana.
Solía frecuentar el almacén Caravana donde aprendí a montar en escalera eléctrica. Fue esa la mejor primaria para medírmele luego con cierto desparpajo al tren o al metro.
En uno de esos viajes al centro miraba con cierto recelo el Palacio Nacional que algunos utilizaban para arrojarse del último piso con el fin de ahorrar escaleras, ascensores y vida. A estos ahorradores de tiempo y espacio los llamaban suicidas. Por si las moscas, procuraba pasar lejitos del Palacio para evitar morir de tas-tas, o sea, atropellado por un señor que llovía del cielo. Al fin y al cabo, nunca le he tenido bronca a la vida. Nos hemos llevado bien.
En una oficina de Ayacucho entre Cundinamarca con Cúcuta, tuve mi primer empleo remunerado como certero vendedor de pasajes a Santa Bárbara y Pintada, con conexión al auteferro a Cali e intermedias. Era animado funcionario de Expreso Santa Bárbara que gerenciaba mi padre que entonces no soñaba con ser el admirado y querido abuelo y bisabuelo de hoy.
En el Expreso le vendía tiquetes a uno de mis ídolos, Juan Carlos Toja, del Atlético Nacional, abuelo, supongo, de su tocayo el crack zurdo de la selección sub-20. Los fugaces encuentros con Toja a través de la ventanilla me indemnizaron de no haber cumplido mi sueño de ser aguatero o utilero del Nacional.
Cuando llegaron las primeras escaramuzas del amor, tocaba frecuentar Junín para atisbar muchachas. No era profeta en mi cuadra. Ver y no tocar a las pipiolas era la consigna de los pusilánimes amantes de entonces. En teatros como el María Victoria o el Metro Avenida, cuando apagaban la luz, coronábamos de pronto unos frágiles y virginales dedos femeninos.
A las películas para mayores de 21 años, prohibidas para todo católico, íbamos en la soledad de nosotros en compañía. Nos disfrazábamos de adultos mirando feo y a los ojos a los porteros para notificarles que estaban ante todos unos varones.
Más grandecitos y con buenos patrocinadores, gorriábamos cerveza y tangos en los bares de Junín entre San Juan y Colombia, atendidos por meseras desinhibidas que movían sus encantos traseros y delanteros ante ojos y narices. Juntábamos ganas para llevar a casa a gastarnos esas ganas con nadie. Nadie éramos nosotros. Ellas nos miraban con curiosidad de paleontólogas. Nosotros las observábamos con la mansedumbre del perro de la Víctor.
De pronto posamos de intelectuales puros de libro sin leer decorando el sobaco. Tusas existenciales y de las otras se fueron en intensas partidas de ajedrez en el Maracaibo o en Metropol del abuelo Herbert Geithner. Claro que el viejo Centro daba también para el turismo etílico-erótico en Guayaquil. El de hoy no se parece nada al Guayaco de bares como Rodríguez Peña y La Gayola. Pero esa será harina de otro costal.
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