No. 15 “Vientos de Cambio: Cristo Rey, Guayabal, nueva morada”

Aquellos años 65 y 66 despuntaron como un amanecer de esperanzas, una nueva era que se abría ante nosotros con nuestra llegada al Barrio Cristo Rey. Mientras mis hermanos mayores se sumergían en las aguas turbulentas de la vida laboral, yo atravesaba la parte más dura de la adaptación escolar, como un pequeño pez que se adentra en un océano desconocido.

Francisco asistía a la Escuela José Acevedo, cuyo camino serpenteaba más allá de la avenida Guayabal, un sendero que debía recorrer día tras día, como un explorador en busca de conocimiento. Por otro lado, Martha, Edilma y Nohemy, las más privilegiadas, tenían la fortuna de estudiar en la Escuela Apolo, un oasis de aprendizaje ubicado a tan solo dos cuadras de nuestro hogar, en medio del bullicio citadino y las instalaciones de la fábrica Ingersoll Apolo, industria metalúrgica del lugar.

La Escuela Apolo existió gracias a Don Oscar Peña Alzate, presidente de Ingersoll Apolo, quien con visión y generosidad fundó este centro educativo. La fábrica se convirtió en patrocinadora y benefactora de la escuela, brindando una oportunidad invaluable a los niños del barrio Cristo Rey. Nuestro eterno agradecimiento a Don Oscar Peña Alzate, quien tuve la oportunidad de conocer, por su noble gesto, que permitió a nuestras hermanas acceder a una educación de calidad en las inmediaciones de nuestro hogar.

Leticia y Rocío, junto con nuestra abnegada madre Otilia, se ocupaban de los arduos menesteres del hogar, tejiendo una red de amor y cuidados que nos envolvía a todos. Sus manos eran como tejedoras incansables, entrelazando hilos de sacrificio y devoción para mantener nuestra familia a flote.

Nuestros días transcurrían como una sinfonía, donde cada uno de nosotros aportaba una nota única a la melodía de nuestras vidas. Los pasos de mis hermanos resonaban en las calles rumbo a sus trabajos, mientras nosotros que el silencio de los deberes escolares se mezclaba con los susurros de las tareas domésticas, creando una armonía peculiar y entrañable.

Cada mañana, el sol extendía su cálido abrazo sobre la ciudad, marcando el inicio de mi jornada con promesas de descubrimientos y aventuras. Mi mochila, llena de cuadernos y sueños aún por realizar, se balanceaba al ritmo de mis pasos, mientras mis zapatos “Panam”, testigos del paso del tiempo y de incontables partidos de fútbol, hablaban de un camino recorrido con determinación.

En la mañana, mi camino comenzaba subiendo la vibrante Avenida Guayabal, un corredor lleno de vida donde el bullicio matutino se mezclaba con el aroma de Colcafé, un perfume que despertaba los sentidos y prometía un nuevo comienzo. Mientras avanzaba, el aire se impregnaba del dulce olor a melaza que emanaba de la Fábrica de Licores, un recordatorio de la industria que palpita en el corazón de la ciudad.

Seguidamente, mi ruta me llevaba a cruzar El Barrio La  Raya, vecino a La Plaza Mayorista,  ese límite invisible que divide barrios y mundos, un lugar de amoríos ocultos, historias no contadas y encuentros efímeros, donde el contraste entre los aromas industriales y la vida cotidiana se hacía aún más palpable.

La etapa final de mi trayecto me sumergía en el corazón de Santa María. Allí, donde los árboles abrazan la quebrada Doña María, se sentía un aire diferente; como si estos guardianes verdes, con sus susurros entre las hojas, custodiaban celosamente los secretos de la ciudad. Este recorrido diario no solo era un desplazamiento, sino un viaje a través de la esencia misma de estos lugares, cada uno narrando su propia historia al ritmo de mis pasos.

En cada etapa de mi viaje, los lugares por los que pasaba se grababan en mi memoria, cada uno con su carácter único, sus colores y sus olores, convirtiéndose en hitos de mi recorrido diario. Los vecinos, ya conocidos en este trayecto repetido, observaban mi paso con una mezcla de curiosidad y familiaridad, como si mi marcha a través de estos paisajes urbanos formara parte de un ritual cotidiano, un hilo que tejía mi historia personal con la de la comunidad. Este era mi camino, una ruta trazada no solo por calles y avenidas, sino también por vivencias y aprendizajes, un viaje que comenzaba cada día bajo el abrazo del sol.

Nuestros hermanos mayores, quienes hasta entonces sólo habían conocido la vida serena y apacible de San Carlos, se encontraron de pronto inmersos en la vorágine urbana de Itagüí. La ciudad, con sus luces y su ritmo frenético, se convirtió en un capítulo en blanco donde ellos podían plasmar sus propias historias.

Las noches, que en San Carlos se teñían de quietud y silencio, se transformaron en un escenario vibrante donde la música reinaba. Los ritmos electrizantes de la rumba los atraparon en su torbellino. Lugares de encuentro  como: La Nebraska, Bosques de Viena, Les Champs, En las calles efervescentes de la ciudad, tejieron nuevas amistades que forjaron un nuevo capítulo en sus vidas. Jose Miguel, Fredy Palacio, Ramiro y Vicente Cardona ya son conocidos desde San Carlos.

A pesar que nuestros hermanos mayores nos daban un apoyo incondicional y constante que siempre brindaban a nuestra familia, el aporte no era suficiente, la tarea de nuestra madre se intensificaban. El desafío de alimentar y vestir a una prole tan numerosa se convertía en una proeza diaria, una batalla que ella libraba con amor y determinación inquebrantables.

Aquellos años fueron un torbellino de emociones. La nostalgia por la vida en San Carlos se mezclaba con la emoción de las nuevas experiencias. La incertidumbre del futuro se enfrentaba con la esperanza inquebrantable de mi madre. Los sacrificios y las carencias se diluían en el calor del hogar y la fuerza del amor que nos unía.

A mediados del año 65, un suceso inesperado marcaría mi vida. Era el día en que las campanas anunciaban el inicio de las vacaciones. Yo caminaba por uno de los pasillos altos de la escuela, cuando un alumno salió despavorido, chocando contra mí y lanzándome de cabeza al pavimento, a un metro de altura.

Las consecuencias: una ceja rota. Sin demora, fui trasladado al hospital San Rafael de Itagüí, donde el veredicto fue 7 puntos de sutura en mi ceja, un recuerdo permanente de aquel incidente. Este infortunio me obligó a posponer mis vacaciones, una interrupción inoportuna en los planes de verano.

“Bajo el Manto de Mama Julita: Crónicas de un Hogar Ancestral”
En el tejido de la memoria familiar, bordado con hilos de anécdotas y vivencias del pasado, se halla una historia pintada con la paleta de los afectos y las tradiciones, relatada por nuestra cronista familiar, Rocío Salazar. Esta crónica es un viaje a través del tiempo, una puerta que se abre a un escenario rural, donde el verde de las montañas y el aroma de la tierra mojada se funden en un cuadro viviente de nuestra historia.

Era costumbre familiar, que nuestra madre Otilia, faro de luz y guía, buscaba suavizar y aliviar las cargas del día a día. Para eso nos enviaba, especialmente a Francisco y a mí, a respirar el aire puro del campo, en un éxodo temporal hacia un refugio de simplicidad y amor. Nuestro destino era entre Granada y Cocorná,  Vereda El Chocó,  descendiendo luego un camino que serpenteaba a través de la vereda hasta desembocar en lo que antaño se conocía como “Vereda Los Planes”, hoy rebautizado “La Playa”. En este enclave, bañado por el sol y acariciado por el viento, residían los Suarez Hoyos, tejedores de la trama de nuestra familia.

En el corazón de este retiro campesino resaltaba la presencia de Mama Julita, Julia Rosa Hoyos, matriarca cuyo nombre era sinónimo de hogar y hospitalidad. A su alrededor giraba un microcosmos familiar: Felipe Suarez, su hijo, eterno solterón empedernido, no conoció mujer alguna en su vida; Rosalba Salazar, y Carlos Hoyos, conocido entre nosotros como “Carlitos”, un ser adorable de sonrisa permanente cuya pobreza material era eclipsada por la riqueza de su alma, encontraba en Julita y  Rosalba un refugio cálido y acogedor. Este hogar también  lo habitaba German Hoyos, hermano de la abuela Julita, y padrino de nuestro hermano Gilberto, cuya edad avanzada y peculiar locuacidad lo mantenían en un diálogo constante consigo mismo.

Carlitos, desde su más tierna infancia, había sido despojado de un techo propio, encontrando en el seno de nuestra abuela materna (era su sobrino),  un refugio permanente. Rosalba, por su parte, surgía de los recuerdos del primer matrimonio de nuestro padre Juan,  y quizás como un gesto de reciprocidad, terminó integrándose a este hogar liderado por Mama Julita. Rosalba era melliza con Carlota, quien muere a los 15 días de nacida.

La partida de Tulia Rosa, hermana de Otilia y primera compañera de vida de nuestro padre, trazó un antes y un después en el tejido de nuestra familia. En un gesto de compasión y solidaridad ante tal pérdida, Otilia se trasladó a la morada de nuestro padre, con la intención de brindar apoyo en esos momentos de dolor.

Rosalba hija del primer matrimonio de nuestro padre Juan, desde muy niña y tal vez como un intercambio de favores terminó viviendo con mama Julita Lo que inicialmente emergió como un acto de fraternidad y sostén, sutilmente, dio paso a un nuevo capítulo lleno de afecto y cercanía inesperada.

Al ocupar el vacío dejado por Tulia Rosa, Otilia no solo se integró de manera más profunda en la vida de nuestro padre, sino que también transformó la dinámica de la familia de maneras que nadie pudo anticipar. Este vuelco en los acontecimientos tejió nuevas relaciones y redefinió las existentes, enriqueciendo el mosaico familiar con hilos de unidad, afecto y resiliencia, entrelazando aún más las vidas de todos los involucrados en esta singular historia.

Rocío, nuestra voz narrativa, subraya un detalle que pinta la época con tonos de añoranza: la inexistencia de una carretera que conectara directamente Granada con San Carlos. Esta omisión de la modernidad añade un matiz casi mítico al relato, donde los caminos se hacían a pie, y cada paso era un reencuentro con la tierra, un acto de comunión con la naturaleza y con las raíces que nos definían.

Este cuadro familiar, iluminado por los recuerdos y las palabras de Rocío, es un lienzo donde se entrelazan los hilos del amor, la pérdida, y la continuidad de la vida. Cada personaje, cada anécdota, se convierte en un trazo de este paisaje emocional, un recordatorio de que, más allá de los avatares del destino, es en la familia donde a menudo encontramos nuestro verdadero hogar.
*
No. 4 “Las Lecciones de la Vida”
En el baile de la vida, tropezamos y caemos,
dejando huellas en el camino, que no borramos.
Del pasado aprendemos, con dolor y con pesar,
que no podemos cambiarlo, ni volver a empezar.

Las lecciones grabadas en el alma y en la piel,
nos recuerdan errores, que no podemos esconder.
Arreglar lo que está hecho es una vana ilusión,
solo queda seguir adelante, con firme resolución.

Con la frente en alto, a pesar del traspié,
caminamos con paso firme, hacia un nuevo ser.
La frente en alto, símbolo de la valentía,
de seguir luchando, sin cobardía.

En el espejo del alma, encontramos la verdad,
reconoces lo increíble que eres, sin falsedad.
Hasta dónde has llegado, a pesar de las tormentas,
y lo mucho que puedes amar, sin cuentas.

Un error no define tu valor ni tu esencia,
alguien te valorará, con total decencia.
Confía en tu corazón, en su sabiduría,
y abre las puertas al amor, sin tonterías.

Olvida la desconfianza, el miedo y la duda,
arriesga de nuevo, sin ninguna clausura.
Las caídas te forjan, te hacen más fuerte,
te enseñan a volar, sin ninguna suerte.

De las lecciones aprendes, creces y te transformas,
en una mejor versión, sin ninguna norma.
La vida es un baile, con ritmo y con sabor,
baila con alegría, con pasión y amor.

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