PORNÓGRAFOS ANÓNIMOS

Por Oscar Dominguez

Se arrimaban a la taquilla del teatro que presentaba cine porno con caminado ajeno para que no los reconocieran. Entraban rápido, casi de perfil.

Abandonaban la sala de la misma forma, de refilón, clandestinos. Al salir, hacían el papelón de mirar los “cuadros” de la cinta que los acababa de perturbar. Querían dar la impresión de que pasaban accidentalmente por allí.

Los consumidores de porno de antes querían mostrar la imagen de que no eran sujetos depravados, sino pacíficos mirones, anónimos lobos solitarios de la gran ciudad, que entonces no lo era tanto. Medellín era manejable, como una mujer mansita. O tierna, para no incomodar al gremio de tacón alto.

Para escoger películas, la fauna de pornógrafos nos guiábamos, perdón, se guiaban, por las peroratas radiales del padre Fernando Gómez Mejía. Claro, veían las cintas que el padrecito satanizaba.

Lo oíamos los domingos en casa. O en la sala de la casa de mi novia, monitoreados por un imperturbable cuadro del Corazón de Jesús.

La suegra ponía la Hora Católica a toda mecha. Tocaba escuchar la voz monótona, rotunda, arzobispal de Gómez. Inspiraba miedo teológico. Si el día domingo tuviera voz hablaría como él.

Subiéndole el volumen al radio, Doña X asumía que así no le agarraría las falanges a su primogénita. Darle un piquito, ni pensarlo. Salvo que hubiera amenaza de matrimonio por parte de semejante partidazo.

Otro truco suyo: abría tres huequitos en las letras oes del cabezote de El Colombiano, y por allí miraba cómo se portaban los tórtolos. Yo veía esos ojos inquisidores espiándonos y mi libido se adormecía.

Otro parámetro para escoger el cine porno era la clasificación moral de las películas que publicaba este periódico. Ese “prohibida para todo católico” tenía un morbo y un encanto irresistibles.

No había cumplido 21 años pero como tenía una cara que no parecía mía sino alquilada, me dejaban entrar (¡ya me descaré…).

Uno no tiene la cara que quiere, sino la que puede. Tampoco me quejo, pero todavía me pregunto por qué no nací con la pinta de Tony Curtis, o con la mirada lánguida de Humphrey Bogart.

Cuenta el che Reinaldo Spitaletta que el teatro Sinfonía se encarga de suministrar la dosis personal de porno. (Cuando los usuarios no lo bajan gratis de internet, ahorrándose el teatro que nos tocó hacer a otros).

El porno que consumíamos era como para “dummies”, comparado con lo actual. En tales teatros dejaba mis ahorros. Al dueño del Sinfonía le dejé mis denarios allí y en el Laika, de Aranjuez, donde no veíamos películas prohibidas sino de vaqueros.

Estas cintas también me llenaban de zozobra: el “anticristo de la calle” que era yo, no podía entender cómo el actor que habían matado en equis película a plomo ventiao, volvía a aparecer en el siguiente matinal.