Una madame a la paisa: conversación con Martha Pintuco

“Casa de Marta Pintuco”, obra de Fernando Botero.
Nadie se atrevería a roturarla de prostituta pese a que regentó casas de citas en el Medellín bohemio de los años cuarenta-sesenta. No tenía clientes ni amantes, sino amigos. Con ellos hablaba de cultura, nada de sexo.

Sus íntimos, unos cargan gladiolos y otros pocos siguen en circulación, la recuerdan como una mujer exquisita, con arrestos de promotora o benefactora cultural, nada que ver con el antiguo y arduo oficio.

Marta Teresa Pineda, su nombre de pila, Marta Pintuco, su razón social de combate, yarumaleña modelo 1921, practicaba la obra de misericordia número quince: la de ayudarles a perder la virginidad a decenas de varones domados del gajo de arriba y del de abajo que, de otra forma, sin la complicidad de sus pupilas, habrían llegado vírgenes al “mártirmonio”.

Los “muchachos de antes que no usaban gomina” no se atrevían a pedírselo a sus novias. Claro, sabían que estas tampoco les habrían dado ni la hora de la semana pasada. Temían quedar embarazadas con un beso o bailando un bolero. La ingenuidad estaba a la orden del día.

Simplemente Marta, para su entorno, ha sido una leyenda en el arte amatorio, como las cocottes de los tiempos de Proust, o de Blanca Barón quien atendía en sus casas “para amores de afán” de Bogotá los apuros eróticos de figuras como el presidente conservador Guillermo León Valencia.

Muchos juran que está viva, otros que hace tiempos agarró el sombrero y se volvió eternidad. Que tenía sus prostíbulos en Lovaina, que no, que estaban en Prado, que más arriba, que más abajo; que en Palacé con Barranquilla.

Personajes como sus amigos el maestro santarrosano Bernardino Hoyos y el poeta envigadeño, Mario Rivero, le dedicaron generoso espacio en la emisora Cultural de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, de Bogotá, para evocar su legado. El pintor Fernando Botero inmortalizó una de sus casas con gato y todo. Del poeta Luis Carlos González, el Luis Carlos López de Pereira, se dice que compuso bambuco en su honor. Existe la versión contraria.

Los hay que ven el embrión de Marta en Helena Restrepo, la heroína de Una mujer de cuatro en conducta de Jaime Sanín Echeverri.

 

Cuando los maridos no aparecían en casa, después de agotar las instancias que ordena el manual: morgue, estación de policía, hospital, sus esposas engañadas pensaban en Marta. La furiosa espera terminaba allí. Se había esfumado la opción de ser viudas.

Con Hugo Álvarez Restrepo, un arquitecto y poeta que la frecuentó, decidimos armar un croché electrónico alrededor de su leyenda. En negro, lo que dice mi interlocutor, mis comentarios están resaltados en color:

DOÑA MARTA

Querido Óscar:

Y no es ironía lo del título. Para mí fue siempre, y seguirá siendo, merecedora del título de “Doña”. (También a María Félix le decían así, La Doña. Muy merecido el apelativo en este mundo llenos de dones con minúscula por vulgares razones económicas: don Pablo, don Mario, don Berna). Tenía una casa de prostitución pero no me consta que ella lo fuera. Varios mozos de dedo parado le conocí pero a nadie que le pagara por “aquello”. (Hombre Hugo, estas damas fueron necesarias como el olvido en los primeros trotes sexuales. Miembros de un entorno machista, creíamos que solo con ellas nos liberábamos de la dictadura del calumniado Onán.

Marta, pero sobre todos sus alegres muchachas, daban clases de sexualidad I, II y II, empezando por la práctica. La teoría vendría después. En mis mocedades visité algunos prostíbulos en Lovaina. Era un obligado rito iniciático dizque para graduarse uno de macho. Las casas se distinguían porque tenían un bombillo rojo a la entrada. En ese momento la libido empezaba a alborotarse. Unos ojos amaestrados para ver desde adentro, examinaban primero a los parroquianos a través de un orificio. Concluida la inspección ocular, autorizaban –o no- el ingreso.

Debo confesar muy a mi pesar que no iba a echarme una canita al aire. Anatómicamente tenía con qué, lo que no disponía era del vil metal. Iba como insólito chaperón de amigos que sí tenían con qué pagarse el revolcón que debían liquidar en menos que canta el gallo. Mientras mis anfitriones hacían lo suyo yo, asustado, perplejo, le daba de comer al ojo mirando toda la escenografía de damas alegres escasas de ropa y atiborradas de cosméticos que tomaban “pistola”, un trago sin trago que consumían para exprimir la bolsa del huésped. Ganaban comisión por “pistola” despachada.

Y como nunca renuncié del todo a mi prontuario de seminarista, aprovechaba para hacer activismo religioso, aconsejándoles a las chicas que regresaran a casa, que miren que esa vida era muy dura. Ellas miraban con curiosidad de paleontólogas al bicho raro que les tiraba semejante línea y se esfumaban. Se conseguía más cargando el palio que parándome bolas a mí. Eso sí, de regreso al barrio, hacía saber entre la base que había cortado oreja, rabo y pata con las fulanas. Falso positivo. Exótica y mentirosa manera de dármelas de varón).

Te cuento que en mi ya largo recorrido por la vida he conocido tantas mujeres de vida alborotada que puedo afirmar que las hay buenas y malas. (Ah, no, pues tan recorrido el hombre. Chicanero muy el Hugo. Las que ejercían en Guayaquil nos cobraban mitad de tarifa a los estudiantes. Eso sí, había que mostrar carné y despachar rápido la urgencia masculina.

Hay quienes afirman que ellas, despreocupadas, distantes, leían el periódico mientras su fugaz macho alfa horizontal blanqueaba el ojo. No sufrí ese desplante, modestia aparte. Orlando Ramírez Casas, Orcasas, autor del Libro Buenos Aires, portón de Medellín, y nuestro cofrade en la tertulia de La Bastilla que orienta con whisky tendido y corvina firme, el numismático mayor, Bernardo González White, Begow, tiene algo que decir sobre el personaje que nos tiene haciendo croché. Escribió Orcasas: “Según me dijo el octogenario don Humberto Escobar Cálad, que fue su vecino en la calle de Lovaina, por haber sido prendero en la esquina, “fue apodada Pintuco por la cantidad de cosméticos que en alguna época aplicó sobre su cara”. Contrario a lo que la gente cree (y todos los taxistas de Medellín afirman haberla conocido en el barrio Colombia, cosa que no es cierto), no hay una sino dos Martas Pintucos, y no hay una casa sino dos casas de Marta Pintuco.

La original y verdadera, es la de la calle Lovaina que visitó el maestro Fernando Botero e inmortalizó en una de sus pinturas. La de la calle 30, diagonal a la fábrica de pinturas Pintuco (que hoy es el centro comercial Premium Plaza), fue una casa de citas de propiedad de una señora Marta, a la que la clientela terminó por apodar también Marta Pintuco, pero era suplantación de la original. A unos fabricantes de comidas rápidas les dio por bautizar su negocio de la glorieta de Bulerías con el nombre de “Marta Pintuco”, y fueron demandados judicialmente porque el nombre comercial estaba registrado en la Cámara de Comercio de Medellín para actividades de casas de citas, comidas y similares.

Tuvieron que cambiar su razón social por “Marta Puntico”, con el logotipo en el aviso de una gorda tetona. Alguna vez oí la leyenda de una noche de farra en la década del sesenta en casa de la verdadera Marta Pintuco, con el Club del Clan en pleno (Harold, Oscar Golden, etc.) en la que la hija de la Pintuco, que acababa de regresar de París adonde fue enviada por su madre a estudiar y se graduó, dio una demostración de lo que era un verdadero strip tease ejecutado con elegancia y buen gusto. Lo hizo mortificada porque acababa de presenciar el espectáculo de un par de muchachitas que se subieron en una mesa para quitarse los brasieres y los calzones al son de “La pollera colorá”. “Eso no es un strip tease”, les dijo la parisviniente, “vean, yo les enseño”. Y sacó un disco de su maleta, con verdadera música de la de hacer strip tease (una especie de “New York-New York”).

Aparte de don Bernardo Hoyos, del maestro Fernando Botero, y de don Humberto Escobar Cálad, no conozco a otras personas que verdaderamente hayan conocido a Marta Pintuco y hayan estado en su casa de Lovaina. Del resto de pregoneros nada puedo asegurar.” Conviene aclararle a Orcasas, amigo Hugo, que frente al cementerio Campos de paz, al lado del hígado del bullicioso Club El Rodeo, hay una venta de jugos llamada también así: Marta Puntico. Le pregunté a la empleada si sabía por qué se llamaba así y me respondió con una avara sonrisa y un lacónico: “Algo he oído”).

Decir que “yo conocí a Marta Pintuco” no tiene nada de raro porque en mi época, aunque no fuera persona de modo, como decimos en Sonsón, ni muy puteadorcito que digamos, frecuenté su casa. (En mi hoja de vida nunca figuraron doña Marta y sus artes nada marciales, pero sí muy eróticos. Gustavo Páez Escobar, novelista y escritor, un buen día decidió terciar en el asunto: “Un personaje de leyenda esta Marta Pintuco. Por supuesto, puede establecerse un paralelo con la Ñata Tulia de Armenia.

Y me viene a la mente la Helena Restrepo, de Jaime Sanín Echeverri, en su novela Una mujer de 4 en conducta, la cual produjo en Medellín un gran escándalo social cuando se publicó la obra (1948). Sanín es contemporáneo de Marta Pintuco: ella nació en 1921, y el escritor, en 1922. Él publicó su novela a sus 26 años de edad, es decir, cuando Marta ya era una mujer de “combate”.

Puede pensarse que Sanín, quien escribió la novela por careo, para demostrar su vena de novelista, tenía conocimiento sobre Marta Pintuco y acaso tomó de ella algunos rasgos para plasmar el carácter de su heroína y crear su célebre novela que se volvió clásica en Antioquia y Colombia y que fue llevada al cine en 1961. Son puras especulaciones mías, pero tales coincidencias son dignas de tenerse en cuenta”. Otros amigos paisas que conocieron la letra menuda de la pecaminosa bohemia bogotana de los años cincuenta, no vacilan en hacer un paralelo entre la Pintuco y Blanca Barón, quien tuvo su mandato claro en tiempos del presidente Guillermo León Valencia. Pupilas suyas ayudaron a combatir la soltería y la soledad del poder del Hidalgo de Paletará).

Cuando recibí tu correo sobre la Pintuco se me vino a la mente aquella época de los sesenta cuando tuve el gran gusto de ser, aunque suene raro, gran amigo y confidente de tan especial mujer. (Ya lo habías dicho, pero te la valgo. Ser amigos es repetirse las historias. Y como nada que te lanzas con una buena descripción física de la Pintuco recurro al periódico El Bombazo en el que se han ocupado de su historia extensa. Su director, Félix Antonio Padilla, anda en busca del editor perdido para volver libro la historia completa.
Por lo pronto, en El Bombazo se lee que “fue en su plenitud una mujer trigueña clara, muy atractiva, con ligeros rasgos de mulata y gran sexapil… Los que la conocieron la definen así: Espigada, troza, de cabello castaño tirando a rubio cuerpo bien torneado. Sus femeninos rasgos llegaron a inspirar a músicos, poetas y pintores”. Y a la dirigencia política de la época. Gastaban en sexo que daba miedo. Agrega el citado cadapuedario que el poeta pereirano Luis Carlos González le compuso el bambuco Muchachita Parrandera.

Le trasladé esta afirmación a Ofelia Peláez, historiadora musical salida de una costilla de su jefe e inspirador, Hernán Restrepo Duque. Ofelia puso los puntos sobre las íes: “Esa Muchachita parrandera no era Marta Pintuco, seguro. Luis Carlos González, que frecuentaba esa casa, se la dedicó a Aura Cardozo, quien regentaba una de las casas de citas más famosas, más que la de la Pintuco. Por allá pasaban todos los grandes como Carlos Castro Saavedra y demás. Resulta que Aura era muy amiga de Hernán Restrepo Duque, y Hernán la llevó a grabar en Sonolux unos pocos temas. Aura fue hermosa, ya vieja y por contacto con Hernán, me hice amigo de ella y me visitaba con frecuencia. Aún era hermosa, blanca, rubia, elegante, con unas facciones perfectas. En los viejos tiempos (qué pena lo que te digo) a los orines no se les decía pipí.

Resulta que Aura organizaba unos bailes tremendos en su casa de Lovaina. Este apodo lo ideó Edmundo Arias y él me lo contó. Entonces Aura se ponía en la boca un pitico pequeño y cuando todos bailaban ella tocaba el pitico: pi pi pi. Entonces a Aura la pusieron “La pipí”, por el pito y no por lo que años más adelante los pequeñitos empezaron a decir “quiero hacer pipí”. Aura vivió en Buenos Aires, Argentina, llevada por un admirador, también vivió en Venezuela. Siempre he lamentado no haber hecho un escrito sobre la vida de esta mujer, que ya murió y a la que admiré y admiro. Era una conversadora excelente.

Cuando a Hernán le llegaban los artistas a Sonolux y querían irse de farra, era para la casa de Aura. De modo que por allá estuvieron desde los Churumbeles hasta Luis Álvarez. En mi libro Verdades, mentiras y anécdotas cuento lo que le pasó a Hernán con relación a las casas de citas y a Luis Álvarez….Todo lo que te narro es completamente la verdad, contada tanto por Hernán, como por Edmundo Arias y por la propia Aura Cardozo.

Me da lástima que se hubieran acabado esas “casas” donde se gestó una gran parte de la cultura”. Ya que estamos tan bueno, Hugo, recordemos una de las anécdotas que cuenta Ofelia en el mentado libro: “Durante una presentación en Medellín del tenor Luis Álvarez se fueron en compañía de varios personajes de parranda al barrio Lovaina, zona de tolerancia del viejo Medellín. Ya en la madrugada, departiendo en una casa donde no eran conocidos, al momento de pagar no tenían dinero. El inspector era un personaje que Medellín recuerda mucho llamado Absalón Vargas a quien Hernán le explicaba que su acompañante era el tenor Luis Álvarez a quien Vargas admiraba muchísimo.

El inspector no creía y la respuesta fue: “Si este es Luis Álvarez yo soy Jorge Negrete”, pero de pronto se dio cuenta de que sí era en realidad el famoso cantante español. Le pidió que entonara unas cuantas canciones y así quedó saldada la cuenta”.

Muchachita parrandera

Pero leamos la letra del bambuco de González quien da algunas pistas sobre la dama en cuestión:

Quieres parecer festiva,

Muchachita parrandera,

Que llamas a la quimera,

Pomposamente, tu vida;

Es queja que nunca olvida

Tu amargado corazón,

Lo disfrazas con pasión