Por Oscar Dominguez
No me pregunten el porqué, pero como empanada de iglesia siempre la he ido muy bien con la teología y con el erotismo. Por esta razón: en la construcción de toda iglesia y en el génesis de muchos noviazgos se mece altanero el acompañamiento gastronómico de una de nosotras.
Invertir plata en una empanada no hace pobre ni Bill Gates a nadie. Pero los dividendos “per empanada” vendida, han servido para financiar templos y propiciar matrimonios.
De grano en grano llena la barriga el buche. De empanada en empanada, los párrocos, reclutas de Dios, se rebuscan para seguir levantando templos que podrían utilizarse como escuelas para enseñar al que no sabe. El domingo es nuestro día preferido por la obvia razón de que es cuando más nos vendemos.
Pero no nos metamos en Honduras ni en Tegucigalpas religiosas que a las empanadas y a los empleados públicos nos está prohibido intervenir en política. Ni en teología. Mejor pongámonos lejos de cualquier posible baculazo del Papa Francisco, quien sí que sabe de empanadas como las argentinas que vende su paisano, don Leo Nieto, en el Salón Versalles.
Las empanadas nacimos de una costilla de la tacañería de los fieles. Los curitas se cansaron de remitirse solo a la ponchera
para financiarse porque no sólo de pan vive el hombre.
A algunos acólitos les tocó pasar la ponchera en misa con el siguiente “saldo”: Al final de la jornada reservaban una ínfima partecita para ellos, eso sí, después de pedirle permiso al Altísimo con esta sacramental fórmula, tomada del cura Don Camilo, de Giovanni Guaresci: “Partimos, ¿Señor?”.
Como el que calla, otorga, sacaban lo que en justicia les correspondía. El que peca y reza empata: la plata sospechosamente habida se invertía después en nosotras las empanadas. Era como si Dios sacara plata de un bolsillo para pasársela al otro.
La costumbre de vendernos a nosotras a la salida de misa, es requetevieja. Le lleva cinco horas a cualquier solar de San Pedro de los Milagros, el pueblo de la madre Margarita que las hace deliciosas en su convento de clausura de Envigado.
El Espíritu Santo que hace las cosas bien iluminó a los banqueros de Dios contra quienes se hacen los locos no solo con la limosna sino con el pago de los diezmos y primicias.
Conclusión: lo mejor era buscarle el acceso al billete por la vía de nosotras las empanadas. A veces la religión – y no solo la nostalgia- entra por el estómago.
Me refiero, sobre todo, a las empanadas de iglesia que tienen más carne un pensamiento de San Luis Gonzaga. Y aunque muchas de nosotras no somos más que calor con masa, nos vendemos como pan caliente.
Muchos novios enamoraron a sus Dulcineas empacándoles su dosis
personal de empanadas. De allí a la epístola o a las delicias kamasútricas, no había sino un paso. La empanada fue el Caballo de Troya que permitió derrumbar los muros de Jericó de más una virgen retrechera.
La receta para hacernos es simple como pecado de arzobispo: se mezclan su majestad la papa, arroz, carne molida, aliños, ají picante, guiso, un domingo cualquiera, una iglesia de barrio, una
misa que termina, una muchacha de abril de las que canta Alberto Cortez, pocos pesos en el bolsillo y buenas ganas: he ahí toda la infraestructura.
Se conoce bien el perfil de quienes están al frente del poderoso cartel de la empanada de iglesia. Se trata de damas pías que de pronto suspiran en voz baja por el señor cura y en voz alta sueñan con la salvación de sus almas. (Madre mía, espero no estar revelando tus secretos por culpa del Padre Barrientos…).
Esas señoras de camándula en mano, a hurtadillas del mercado doméstico sacaban las “herramientas” necesarias para fabricarnos. De esta manera se encargan de engordar las arcas de la iglesia.
Cuando estábamos chiquitas, las empanadas éramos redondas, hágase de cuenta un pastel. La estética no era nuestro fuerte. Por eso casi
no nos vendíamos y las iglesias se demoraban en crecer y las virginidades en perderse.
Parece que un buen día una abuela radiante, de esas de misa
de cinco dominical y primeros viernes, estaba cambiando de pañales a su nieto. De pronto le vio esos piececitos tiernos que enamoraron a la chilenísima Gabriela Mistral.
Y se le prendió el bombillo: la empanada del domingo tendría la
forma del pie de su pequeño. Bastaba con poner los dedos sobre uno de los costados de la masa. Y así quedaba dibujada la huella digital de las empanadas.
En fin, las empanadas no nos hacemos muchas ilusiones sobre nuestro futuro. Si bien reconocemos que en muchas casas mejoran nuestro estatus y le ponen más curia a nuestra preparación, las que somos empanadas de iglesia sabemos que nuestra grandeza radicará
siempre en ser pequeñas. Amén.