Desde joven se atravesaba agujas en sus brazos, espalda
y abdomen. Lo hacía después de misa junto al atrio principal
de su pueblo y en su sombrero recogía con qué llevarle
comida a sus hermanos y a su mamá viuda. Aprendió a casi
no sentir el dolor físico y el orgullo por su oficio, único
medio de sustento. Heredó la profesión de su abuelo materno
Ramón Elías, hombre de sobresalientes dotes artísticas,
asceta y pensador criollo. Ramón Elías se fue alguna vez
a recorrer el mundo y nunca regresó. Lo último que se
supo es que estaba en la India donde probablemente murió.
Ramón Elías le regaló a Martín
una pequeña Biblia maltrecha que llevaba consigo a todas partes.
En su Biblia Martín nunca leyó el pasaje que manda a los
cristianos a cuidar de su cuerpo, describiéndolo como el templo
del espíritu. Justamente al Espíritu Santo es que se encomendaba
antes de cada función de martirio.
Pasaron los años y Martín, como su abuelo,
viajó incansablemente. Se perfeccionó en su oficio. Aprendió
a comer clavos y vidrios. Desde la boca y a través de su esófago
hasta el estómago, se introducía un palo con una mecha
encendida. Caminaba sobre carbón en brasas, brincaba y se revolcaba
sobre vidrios y puntillas filosas. Luego de cada función parecía
sentirse más cerca de Dios. Los ayunos constantes lo conectaban
con el infinito y en los momentos solitarios que cada vez eran más
prolongados y que lo alejaban más de sus compañeros de
circo, Martín pensaba en su madrecita ya muy anciana. Leía
lentamente su Biblia con su ritmo semi-analfabeta y reflexionaba ante
su soledad.
Dios quiera que mi madre me dure, pensaba Martín,
pero si faltara quisiera que la vida me bendijera con un hijo. Mientras
dilucidaba se decía: "Es cierto que con mi feura ninguna
mujer me miró cuando joven y yo parezco tener el don del celibato.
Hasta para cura habría servido... Pero por otro lado ¿cómo
podría mantener una familia si con mi pobreza apenas me alcanza
para mandarle a mi viejita?" Recordaba a su abuelo diciendo: "Pobre
no es el que tiene poco sino el que desea mucho." Y en esto Martín
era rico. Nunca en sus viajes codició nada de lo de lo que la
gente rica exhibía. Nada que implicara lujos artificiales.
No pasó mucho tiempo para que el día
más extraño de su vida llegara a colmarlo de alegría
y desdicha. Encontró en el cuartucho del hospedaje de turno un
telegrama que le informaba la muerte de su madre. Éste estaba
al lado de una canastica en la que yacía envuelta una niña
recién nacida y que lloriqueaba pidiendo atención y alimento.
Al abrir las cobijas que abrigaban la criatura encontró
una nota manuscrita que indicaba el tipo de leche en polvo que acostumbraba
darle su misteriosa y anónima madre y donde también se
pedía que la niña nunca supiera que había sido
abandonada...
El dolor de Martín por la pérdida de
su madre se volvió también físico. Éste
se agudizó con frecuentes dolores en el estómago conseguidos
en los años de práctica de su profesión. Eventualmente
el hospital de caridad San Vicente de Paúl de Medellín
atendió a Martín con una cirugía que sería
la primera de una serie de seis en menos de cinco años.
La niña no pudo ser criada con más amor
y dedicación por un padre pero también en medio de la
más infinita pobreza. Al no poder trabajar, Martín empezó
a pedir. El tiempo que dedicaba a sus oraciones años atrás
y sus lecturas de la Biblia y que según él lo conectaban
con el infinito, ya no formaban parte de su rutina. A veces la humillación
de pedir y su desespero por no dejar aguantar hambre a su niña
lo forzaron a robar. Nunca lastimó a nadie, pero a Martín
ya lo empezaron a conocer en las panaderías y mercados callejeros
como el viejito de barbas largas y rostro amargado que se metía
panes y pandequesos debajo de la camisa y salía dando zancadas
con sus delgadas piernas. Nunca tomó un trago pero su aspecto
era totalmente enfermizo, parecía alcoholizado, decían
algunos.
El tiempo con su miseria siguió pasando. Cuando
la niña ya tenía siete años, en un diciembre que
prometía ser tan pobre como el anterior, la niña estaba
empeñada con su inocente fe en la creencia de que el día
veinticuatro, el niño Dios le cumpliría regalándole
la muñeca que hablaba inglés. Le decía a Martín:
"Este año no va a ser como el pasado cuando me trajo una
cajita de fósforos. Yo le he pedido al niño Jesús
que me regale esa muñeca". ¿Dónde viste esa
muñeca hijita? Preguntó Martín reflejando en su
cara una profunda decepción en su corazón.
Debía haberme ido para Sonsón y criar
a mi hija en mi pueblo, se decía. No debí quedarme en
este mugre humano de las comunas de Medellín. Martín reforzón
esta convicción cuando la niña le respondió: "¿Te
acordás papacito el día que fuimos donde ese señor
rico en el centro a pedirle ayudita? Antes de que me regañara,
-continuó relatando la niña- al frente de su casa estuve
jugando con su hija que me mostró una muñeca igualita
a la que ahora le pido al niño Jesús. Esta amiguita me
dijo que el niño Jesús se la había traído
de Estados Unidos y que allá todo el mundo hablaba inglés".
Martín repasaba mentalmente su niñez
en su pueblo. Nunca vio allí muñecas gringas. Sólo
tenía recuerdos felices. Nunca se había preguntado por
qué el niño Jesús era injusto con los niños
pobres pues no había tenido cómo comparar su pobreza con
la de sus vecinos.
Eran felices dentro de la sencillez que les tocó
vivir y en medio del esplendor y la dignidad de los valores del alma.
Nunca se había contaminado con los juguetes importados de sabor
imperialista. En su pueblo la niña habría estado contenta
con una muñeca de trapo y que no tenía que hablar inglés.
¡Qué remordimiento el no haberme llevado antes mi niña
a Sonsón! - decía Martín entrecortadamente y luego
seguía dilucidando- Puede que no sea tarde, puede que hasta me
den un trabajo a pesar de lo enfermo que me mantengo. En enero me rebusco
los pasajes y me devuelvo a mi terruño. Es lo mejor que puedo
hacer por mi hijita.
Mientras continuaba elaborando pensamientos y planes,
Martín se dio cuenta que la niña estaba buscando algo
debajo de la estera. "Papacito: dijo ella, en un acto que Martín
interpretó como el gesto de mayor ternura jamás visto.
Como el año pasado el niño Jesús estaba tan pobre
y había tantos niños para traerles regalo yo empecé
a recoger moneditas en esta alcancía para ayudarle a completar
con qué me traiga una muñeca igual a la que ya te conté
que habla inglés." Martín sobrecogido con el gesto,
con esa inocencia huracanada, y recibiendo la alcancía que tenía
forma de marranito precolombino de manos de la niña la abrió.
Martín no tuvo alientos ni argumentos para convencer a su hija
de que no debía antojarse con los juguetes de los ricos. Decidió
enmudecer y recoger lentamente los treinta centavos que encontró
en el marranito y pretendió obedecer en todo detalle la petición
de su hija de ir a llevárselos al niño Jesús para
ayudarle a completar con qué comprarla.
Martín se puso un saco ya raído por el
uso y el tiempo. Salió de su tugurio queriendo encontrarse con
el Dios que amó y obedeció y del que ahora sólo
invocaba distantemente. Buscaba más la paz de su alma que un
milagro. Trataba de decidir lo que debía hacer... ¡Robar!
¡No! No. No debo robar para esto. Mi hija espera que la muñeca
provenga de Dios y no está bien que venga del diablo. ¡Hoy
no robo! Se decía en voz alta. Mientras caminaba hacia el centro
de la ciudad en busca de los almacenes que vendían e importaban
juguetes, se retorcía como ya era frecuente con los dolores en
su estómago que le visitaban cotidianamente. Ni siquiera usaría
parte de los treinta centavos para un pasaje en bus. Prefería
caminar más de una hora y mientras tanto pensar. Se sentía
indigno de pedirle a Dios que le iluminara. Caminaba como dirigiéndose
a su propio funeral.
Faltando pocas cuadras para llegar a su destino, brilló
su rostro. Tomó la decisión que daría fin a su
amargura y que le permitiría el milagro de comprarle la muñeca
gringa a su hija. El mandato de los médicos de caridad era muy
claro: "Nunca podría actuar de nuevo como faquir a no ser
que quisiera suicidarse". Con los treinta centavos compró
clavos, puntillas y petróleo. En la tienda le encimaron vasos
a medio romper y unos frascos que al destrozarlos con una piedra servirían
su propósito.
Eran casi las cinco de la tarde. Antes de que cerraran
el almacén de las muñecas tendría como tres horas
para hacer la función de su vida. Como en los mejores tiempos
se quitó su saco, y lo puso en el suelo, a pocos metros del almacén.
La muñeca costaba treinta pesos y eso era bastante para conseguirlos
en tan poco tiempo, pero el tráfico de gente era más abundante
que cualquier otro día del año. Era la navidad y esta
sería la más feliz de todas las navidades para su hijita
que sólo conocía la peor forma de violencia: la pobreza
absoluta.
Martín encendió sus mechones repletos
de petróleo. Éstos olían a alegría en el
campo. Recordaba los muchachos en Sonsón cuando corrían
desesperadamente persiguiendo globos de papel de seda en forma de estrella.
Estaba feliz tragando clavos y vidrios como ofreciéndole a la
vida y a su amor fraterno un digno sacrificio que se gozaba en la flagelación.
Le invadía un profundo deseo de morir para no afrontar más
la miseria de si existencia y este sentimiento contrastaba y se contradecía
con querer vivir intensamente para su niña, para verla felíz
concediéndole el deseo de estrechar su muñeca. Mientras
tanto el ardor y la candela entre su boca le forzaban a recordar en
forma extraña y misteriosa la sonrisa de su niña y sus
ojitos dulces.
Ya era tarde. Casi a las ocho de la noche había
ya muy poca gente. El dolor en su estómago era excruciante. –Lo
peor que me puede pasar es que me tengan que operar otra vez...- Pensaba.
– Seguro que ya debí recoger con qué comprar la
muñeca-, concluyó a la vez que empezó a contar
las monedas cuando se escuchaban algunos almacenes cerrando sus puertas
corredizas de metal y cuando ya sólo uno que otro borracho continuaba
pasando. Tenía que apurarse.
Al terminar el conteo de las monedas experimentó
una sensación que se le pareció a la muerte que secretamente
anhelaba. Sólo tenía veintinueve pesos. Pronto recapacitó
y tuvo la certeza de que no lo rechazaría en el almacén.
Ya habían vendido bastante. Les explicaría todo y finalmente
podría llevarse la muñeca.
La tendera al verlo entrar le guiñó el
ojo al celador en forma nerviosa. La apariencia demacrada, sucia y semidesnuda
de Martín no inspiraba ninguna confianza. Su explicación
y su insistencia en tono suplicante fue en vano y la respuesta de la
tendera fue siempre tajante: - La muñeca cuesta treinta pesos,
ni un peso menos-. Las súplicas cesaron y luego de unos instantes
que parecían eternos Martín recurrió a la poca
agilidad que sus fuerzas permitían. Colocó velozmente
sobre la vitrina la bolsita con los veintinueve pesos en monedas. Agarró
la muñeca de uno de los estantes y salió tan rápido
como le era posible...
Algunos gritos se escucharon... Cójanlo! decían
unos. Otros: un ladrón!, atájenlo!... confundiéndose
con las explosiones producidas por los voladores y la pólvora
que a lo lejos se escuchaba, se oyó un disparo seco como el estruendo
fatídico y fastidioso de una papeleta. Martín fue cayendo
en forma lenta apretando la muñeca a sus brazos simulando abrazar
por última vez a su hijita.
El celador que disparó le arrancó la
muñeca gringa y ya ensangrentada a Martín estando él
todavía de rodillas. El hálito débil y con olor
a petróleo que expedía Martín, no le permitió
emitir quejidos, mucho menos palabras aunque trataba infructuosamente
de pronunciar el nombre de su hija. En segundos el sabor a petróleo
se convirtió en sabor a sangre.
Mientras que Martín agonizaba en el suelo, la
muñeca plástica, de mirada inexpresiva, de sonrisa postiza,
de apariencia costosa y superficial decía incesantemente y en
forma mecánica: "MOMMY, MOMMY... I LOVE YOU..."