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Cuento de Navidad
EL FAQUIR Y LA MUÑECA QUE HABLABA INGLES
POR: Jorge Marín Vieco y Jorge Marín Restrepo
Flaco, cadavérico y noble, Martín Albanza nos recordaba a don Quijote. Su nobleza no tenía nada que ver con títulos, herencias o hidalguía. Ésta se originaba en la dedicación honrada y en la extraordinaria vocación por un oficio poco común. Martín era un faquir nacido en Sonsón, pequeño pueblo colombiano en el departamento de Antioquia.

Desde joven se atravesaba agujas en sus brazos, espalda y abdomen. Lo hacía después de misa junto al atrio principal de su pueblo y en su sombrero recogía con qué llevarle comida a sus hermanos y a su mamá viuda. Aprendió a casi no sentir el dolor físico y el orgullo por su oficio, único medio de sustento. Heredó la profesión de su abuelo materno Ramón Elías, hombre de sobresalientes dotes artísticas, asceta y pensador criollo. Ramón Elías se fue alguna vez a recorrer el mundo y nunca regresó. Lo último que se supo es que estaba en la India donde probablemente murió.

Ramón Elías le regaló a Martín una pequeña Biblia maltrecha que llevaba consigo a todas partes. En su Biblia Martín nunca leyó el pasaje que manda a los cristianos a cuidar de su cuerpo, describiéndolo como el templo del espíritu. Justamente al Espíritu Santo es que se encomendaba antes de cada función de martirio.

Pasaron los años y Martín, como su abuelo, viajó incansablemente. Se perfeccionó en su oficio. Aprendió a comer clavos y vidrios. Desde la boca y a través de su esófago hasta el estómago, se introducía un palo con una mecha encendida. Caminaba sobre carbón en brasas, brincaba y se revolcaba sobre vidrios y puntillas filosas. Luego de cada función parecía sentirse más cerca de Dios. Los ayunos constantes lo conectaban con el infinito y en los momentos solitarios que cada vez eran más prolongados y que lo alejaban más de sus compañeros de circo, Martín pensaba en su madrecita ya muy anciana. Leía lentamente su Biblia con su ritmo semi-analfabeta y reflexionaba ante su soledad.

Dios quiera que mi madre me dure, pensaba Martín, pero si faltara quisiera que la vida me bendijera con un hijo. Mientras dilucidaba se decía: "Es cierto que con mi feura ninguna mujer me miró cuando joven y yo parezco tener el don del celibato. Hasta para cura habría servido... Pero por otro lado ¿cómo podría mantener una familia si con mi pobreza apenas me alcanza para mandarle a mi viejita?" Recordaba a su abuelo diciendo: "Pobre no es el que tiene poco sino el que desea mucho." Y en esto Martín era rico. Nunca en sus viajes codició nada de lo de lo que la gente rica exhibía. Nada que implicara lujos artificiales.

No pasó mucho tiempo para que el día más extraño de su vida llegara a colmarlo de alegría y desdicha. Encontró en el cuartucho del hospedaje de turno un telegrama que le informaba la muerte de su madre. Éste estaba al lado de una canastica en la que yacía envuelta una niña recién nacida y que lloriqueaba pidiendo atención y alimento.

Al abrir las cobijas que abrigaban la criatura encontró una nota manuscrita que indicaba el tipo de leche en polvo que acostumbraba darle su misteriosa y anónima madre y donde también se pedía que la niña nunca supiera que había sido abandonada...

El dolor de Martín por la pérdida de su madre se volvió también físico. Éste se agudizó con frecuentes dolores en el estómago conseguidos en los años de práctica de su profesión. Eventualmente el hospital de caridad San Vicente de Paúl de Medellín atendió a Martín con una cirugía que sería la primera de una serie de seis en menos de cinco años.

La niña no pudo ser criada con más amor y dedicación por un padre pero también en medio de la más infinita pobreza. Al no poder trabajar, Martín empezó a pedir. El tiempo que dedicaba a sus oraciones años atrás y sus lecturas de la Biblia y que según él lo conectaban con el infinito, ya no formaban parte de su rutina. A veces la humillación de pedir y su desespero por no dejar aguantar hambre a su niña lo forzaron a robar. Nunca lastimó a nadie, pero a Martín ya lo empezaron a conocer en las panaderías y mercados callejeros como el viejito de barbas largas y rostro amargado que se metía panes y pandequesos debajo de la camisa y salía dando zancadas con sus delgadas piernas. Nunca tomó un trago pero su aspecto era totalmente enfermizo, parecía alcoholizado, decían algunos.

El tiempo con su miseria siguió pasando. Cuando la niña ya tenía siete años, en un diciembre que prometía ser tan pobre como el anterior, la niña estaba empeñada con su inocente fe en la creencia de que el día veinticuatro, el niño Dios le cumpliría regalándole la muñeca que hablaba inglés. Le decía a Martín: "Este año no va a ser como el pasado cuando me trajo una cajita de fósforos. Yo le he pedido al niño Jesús que me regale esa muñeca". ¿Dónde viste esa muñeca hijita? Preguntó Martín reflejando en su cara una profunda decepción en su corazón.

Debía haberme ido para Sonsón y criar a mi hija en mi pueblo, se decía. No debí quedarme en este mugre humano de las comunas de Medellín. Martín reforzón esta convicción cuando la niña le respondió: "¿Te acordás papacito el día que fuimos donde ese señor rico en el centro a pedirle ayudita? Antes de que me regañara, -continuó relatando la niña- al frente de su casa estuve jugando con su hija que me mostró una muñeca igualita a la que ahora le pido al niño Jesús. Esta amiguita me dijo que el niño Jesús se la había traído de Estados Unidos y que allá todo el mundo hablaba inglés".

Martín repasaba mentalmente su niñez en su pueblo. Nunca vio allí muñecas gringas. Sólo tenía recuerdos felices. Nunca se había preguntado por qué el niño Jesús era injusto con los niños pobres pues no había tenido cómo comparar su pobreza con la de sus vecinos.

Eran felices dentro de la sencillez que les tocó vivir y en medio del esplendor y la dignidad de los valores del alma. Nunca se había contaminado con los juguetes importados de sabor imperialista. En su pueblo la niña habría estado contenta con una muñeca de trapo y que no tenía que hablar inglés. ¡Qué remordimiento el no haberme llevado antes mi niña a Sonsón! - decía Martín entrecortadamente y luego seguía dilucidando- Puede que no sea tarde, puede que hasta me den un trabajo a pesar de lo enfermo que me mantengo. En enero me rebusco los pasajes y me devuelvo a mi terruño. Es lo mejor que puedo hacer por mi hijita.

Mientras continuaba elaborando pensamientos y planes, Martín se dio cuenta que la niña estaba buscando algo debajo de la estera. "Papacito: dijo ella, en un acto que Martín interpretó como el gesto de mayor ternura jamás visto. Como el año pasado el niño Jesús estaba tan pobre y había tantos niños para traerles regalo yo empecé a recoger moneditas en esta alcancía para ayudarle a completar con qué me traiga una muñeca igual a la que ya te conté que habla inglés." Martín sobrecogido con el gesto, con esa inocencia huracanada, y recibiendo la alcancía que tenía forma de marranito precolombino de manos de la niña la abrió. Martín no tuvo alientos ni argumentos para convencer a su hija de que no debía antojarse con los juguetes de los ricos. Decidió enmudecer y recoger lentamente los treinta centavos que encontró en el marranito y pretendió obedecer en todo detalle la petición de su hija de ir a llevárselos al niño Jesús para ayudarle a completar con qué comprarla.

Martín se puso un saco ya raído por el uso y el tiempo. Salió de su tugurio queriendo encontrarse con el Dios que amó y obedeció y del que ahora sólo invocaba distantemente. Buscaba más la paz de su alma que un milagro. Trataba de decidir lo que debía hacer... ¡Robar! ¡No! No. No debo robar para esto. Mi hija espera que la muñeca provenga de Dios y no está bien que venga del diablo. ¡Hoy no robo! Se decía en voz alta. Mientras caminaba hacia el centro de la ciudad en busca de los almacenes que vendían e importaban juguetes, se retorcía como ya era frecuente con los dolores en su estómago que le visitaban cotidianamente. Ni siquiera usaría parte de los treinta centavos para un pasaje en bus. Prefería caminar más de una hora y mientras tanto pensar. Se sentía indigno de pedirle a Dios que le iluminara. Caminaba como dirigiéndose a su propio funeral.

Faltando pocas cuadras para llegar a su destino, brilló su rostro. Tomó la decisión que daría fin a su amargura y que le permitiría el milagro de comprarle la muñeca gringa a su hija. El mandato de los médicos de caridad era muy claro: "Nunca podría actuar de nuevo como faquir a no ser que quisiera suicidarse". Con los treinta centavos compró clavos, puntillas y petróleo. En la tienda le encimaron vasos a medio romper y unos frascos que al destrozarlos con una piedra servirían su propósito.

Eran casi las cinco de la tarde. Antes de que cerraran el almacén de las muñecas tendría como tres horas para hacer la función de su vida. Como en los mejores tiempos se quitó su saco, y lo puso en el suelo, a pocos metros del almacén. La muñeca costaba treinta pesos y eso era bastante para conseguirlos en tan poco tiempo, pero el tráfico de gente era más abundante que cualquier otro día del año. Era la navidad y esta sería la más feliz de todas las navidades para su hijita que sólo conocía la peor forma de violencia: la pobreza absoluta.

Martín encendió sus mechones repletos de petróleo. Éstos olían a alegría en el campo. Recordaba los muchachos en Sonsón cuando corrían desesperadamente persiguiendo globos de papel de seda en forma de estrella. Estaba feliz tragando clavos y vidrios como ofreciéndole a la vida y a su amor fraterno un digno sacrificio que se gozaba en la flagelación. Le invadía un profundo deseo de morir para no afrontar más la miseria de si existencia y este sentimiento contrastaba y se contradecía con querer vivir intensamente para su niña, para verla felíz concediéndole el deseo de estrechar su muñeca. Mientras tanto el ardor y la candela entre su boca le forzaban a recordar en forma extraña y misteriosa la sonrisa de su niña y sus ojitos dulces.

Ya era tarde. Casi a las ocho de la noche había ya muy poca gente. El dolor en su estómago era excruciante. –Lo peor que me puede pasar es que me tengan que operar otra vez...- Pensaba. – Seguro que ya debí recoger con qué comprar la muñeca-, concluyó a la vez que empezó a contar las monedas cuando se escuchaban algunos almacenes cerrando sus puertas corredizas de metal y cuando ya sólo uno que otro borracho continuaba pasando. Tenía que apurarse.

Al terminar el conteo de las monedas experimentó una sensación que se le pareció a la muerte que secretamente anhelaba. Sólo tenía veintinueve pesos. Pronto recapacitó y tuvo la certeza de que no lo rechazaría en el almacén. Ya habían vendido bastante. Les explicaría todo y finalmente podría llevarse la muñeca.

La tendera al verlo entrar le guiñó el ojo al celador en forma nerviosa. La apariencia demacrada, sucia y semidesnuda de Martín no inspiraba ninguna confianza. Su explicación y su insistencia en tono suplicante fue en vano y la respuesta de la tendera fue siempre tajante: - La muñeca cuesta treinta pesos, ni un peso menos-. Las súplicas cesaron y luego de unos instantes que parecían eternos Martín recurrió a la poca agilidad que sus fuerzas permitían. Colocó velozmente sobre la vitrina la bolsita con los veintinueve pesos en monedas. Agarró la muñeca de uno de los estantes y salió tan rápido como le era posible...

Algunos gritos se escucharon... Cójanlo! decían unos. Otros: un ladrón!, atájenlo!... confundiéndose con las explosiones producidas por los voladores y la pólvora que a lo lejos se escuchaba, se oyó un disparo seco como el estruendo fatídico y fastidioso de una papeleta. Martín fue cayendo en forma lenta apretando la muñeca a sus brazos simulando abrazar por última vez a su hijita.

El celador que disparó le arrancó la muñeca gringa y ya ensangrentada a Martín estando él todavía de rodillas. El hálito débil y con olor a petróleo que expedía Martín, no le permitió emitir quejidos, mucho menos palabras aunque trataba infructuosamente de pronunciar el nombre de su hija. En segundos el sabor a petróleo se convirtió en sabor a sangre.

Mientras que Martín agonizaba en el suelo, la muñeca plástica, de mirada inexpresiva, de sonrisa postiza, de apariencia costosa y superficial decía incesantemente y en forma mecánica: "MOMMY, MOMMY... I LOVE YOU..."


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