# 16 “Guaduas y Recuerdos: Vacaciones en La Vereda Los Planes”

En las vacaciones escolares, cuando el aire vibraba con la promesa de aventura y el sol jugueteaba con nuestras sombras, mi hermano Francisco y yo emprendíamos el viaje anual hacia “La vereda Los Planes”. Este rincón de la geografía, situado antes de llegar a Cocorná, en la subregión Oriente del departamento de Antioquia, guardaba los secretos de nuestra madre Otilia en su infancia. Allí, entre los susurros del viento entre los árboles y el murmullo constante del arroyo cercano, se erguía la modesta morada de nuestra entrañable abuela Julita.

Nuestras rutinas eran la antesala de un día lleno de aventuras en el campo, explorando los senderos que serpentean entre verdes praderas, trepando árboles centenarios y nadando en las cristalinas aguas del río. La complicidad de nuestros primos Ramon, Custodio y mi hermano era nuestro mayor tesoro, una amistad forjada a golpe de risas, fútbol, juegos y travesuras.

El rancho donde habitaba nuestra abuela, a simple vista, podía parecer apenas un refugio humilde, tejido con la simpleza del bahareque y la fortaleza del alma del barro y la guadua. Sin embargo, para nosotros, criados en la austeridad, aquel hogar representaba la esencia misma de la calidez y la hospitalidad. Cada rincón emanaba historias y recuerdos, envueltos en el aroma a tierra mojada y en el eco de risas y canciones que resonaban entre sus paredes. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, permitiéndonos sumergirnos en la magia de la infancia y en el amor incondicional de una familia unida por lazos de sangre y de corazón.

Era un santuario forjado por la nostalgia y revestido de memorias que se entrelazan como enredaderas en los muros de barro. Allí aprendimos a leer los relatos que las paredes contaban, grabados por el tiempo y matizados por el sol matutino que se colaba, travieso, a través de las rendijas, iluminando las partículas de polvo que danzaban al compás de la escoba de nuestra abuela.

Este hogar nos recibía con la familiaridad de los dulces sabores de la infancia. La cocina, en especial, emanaba un aura acogedora con su fogón de piedras siempre encendido, donde el aroma a comida casera flotaba en el aire, envolviéndonos a todos con una cálida bienvenida. Utensilios y ollas, testigos silenciosos, conservaban el eco de momentos compartidos.

Vivíamos ajenos al frenesí de la modernidad, en un equilibrio armónico con la naturaleza y sus ciclos. La ausencia de neveras o frigoríficos no era una carencia, sino una elección consciente, un pacto tácito con el entorno que nos rodeaba, donde cada alimento, cada recurso, era un regalo a ser recibido con gratitud y respeto.

El fogón, construido con piedras y barro, palpitaba como el corazón de este espacio. La leña crepitaba y las llamas danzaban, creando un ambiente cálido y acogedor. El humo, en lugar de ascender por una chimenea, se liberaba libremente, impregnando la casa con un aroma familiar y reconfortante. Era como si el mismo hogar exhalara suspiros de bienestar, envolviéndonos en un abrazo de calor y seguridad.

En las brasas vivas del fogón, mazorcas de maíz se doraban lentamente, plátanos maduros se tostaban a la perfección, y arepas se cocinaban sobre el tiesto caliente. Cada elemento, cada sabor, tejía la historia de una vida compartida en este hogar donde la tradición y la calidez se fundían en un abrazo familiar. Otros recuerdos bonitos eran el bañarse en el río, pescar en sus aguas cristalinas, montar a caballo entre los verdes prados, y aventurarnos a la montaña cercana en busca de leña para el hogar.

“El Ritual de la Panela: Entre Trapiches y Montañas”
En el corazón de la vereda Los Planes, el trapiche se erige como el corazón palpitante de la dulzura, maestro de ceremonias en el ancestral rito de la panela. Esta venerable máquina, más que un simple artilugio, es el nexo entre la tierra y el sabor, convocando al jugo de la caña de azúcar a manifestarse bajo el sol y la sombra.

Un par de bestias, en un giro eterno, dan vueltas alrededor del trapiche. Estos nobles animales, con la paciencia de los antiguos guardianes, arrastran las pesadas ruedas de madera, que se abrazan a la caña en un crujir melódico, liberando el preciado néctar. El sonido del trapiche, ese crujido constante, compone una sinfonía rústica, un canto a la vida que se filtra por cada rincón de la vereda.

Este jugo, luego sería transformado en esa dulzura sólida que tantas mañanas endulzaba. Los fondos de cobre del lugar humeaban sin cesar, enviando al aire olores que se mezclaban con el vapor dulzón, creando un halo casi místico alrededor de la labor. La alquimia de convertir el jugo en panela era un arte transmitido de generación en generación, con cada paso meticulosamente ejecutado para preservar la pureza y el sabor característico.

El ritual de la panela es una coreografía de esfuerzo y armonía. Los campesinos, en una cadena de solidaridad, desde el corte de la caña hasta su transformación final, narran historias sin palabras. El jugo, al ser recibido por los fondos hambrientos, es sometido a una lenta ebullición, donde cada burbuja cuenta una historia, cada vapor lleva un suspiro de la tierra hasta condensarse en el dulce cristal de la panela.

Este dulce, finalmente, reposa en moldes de madera, como el sueño de un gigante satisfecho, esperando despertar en la mesa de algún afortunado, para contarle, bocado a bocado, la historia de la tierra, el esfuerzo y la tradición. Es más que un proceso; es una celebración de la vida, un homenaje a las manos que la trabajan y a los espíritus que la guardan.

En estas veredas, donde el tiempo parece danzar al ritmo del trapiche y la vida se condensa en el dulzor de la panela, cada día es un testimonio de que la verdadera magia reside en la sencillez de lo auténtico, en el sabor puro de lo que se hace con amor y dedicación. Este es el verdadero sabor de Antioquia, un sabor tejido de humo, sol y sueños.
Germán, el hermano de Julita, ya se encontraba perdido en las sombrías tinieblas de la demencia senil. En la casa de mi abuela hallaba no sólo un refugio sino también el sustento que su delicada condición demandaba, una realidad que contrastaba profundamente con la vida de Jaime Ramirez, rebautizado por nuestro tio Felipe como el “Mister”, quien provenía de una familia inmersa en una extrema pobreza que la desnutrición había marcado su cuerpo al punto de hacerlo parecer un niño, a pesar de ser un adulto. Junto a él, su hermano Alonso “el Rengo”, su hermana “Chula” y su madre vivían un día a día definido por una severa carestía, de esas pobres almas en pena que olvida Dios.
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En la morada de Julita, estas dos realidades convergen de manera impactante. Mientras Germán encontraba consuelo y cuidado en el seno de la familia, el “Mister” y los suyos luchan cada día contra la adversidad y la escasez. Dos mundos colisionan en aquel rincón de la vereda Los Planes, recordándonos la fragilidad de la existencia y la importancia de la solidaridad.

A pesar de las diferencias marcadas por el destino, la compasión era el hilo que los unía. En un acto de pura humanidad, compartimos con ellos no solo lo material, sino también nuestro tiempo y nuestro afecto. En aquellos días donde el alma se revelaba en su desnudez más sincera, comprendemos que la verdadera riqueza reside en el acto desinteresado de dar y recibir amor.

En medio de la humildad y la adversidad, Germán y el “Mister” nos enseñaban lecciones valiosas sobre la fuerza del espíritu humano y la importancia de la empatía. En su lucha diaria por sobrevivir, encontrábamos inspiración para ser mejores, para tender una mano amiga y para nunca olvidar que, en la oscuridad más profunda, siempre puede brillar una luz de esperanza.

A pesar de las dificultades que enfrentaban Germán, el míster y sus familias, encontraban en nuestra abuela Julita no solo un refugio físico, sino también un faro de esperanza y compasión. Su generosidad y su capacidad para ver la belleza y el valor en cada ser humano nos inspiran a ser mejores, a ser más comprensivos y a nunca perder de vista la humanidad que nos une a todos.

En nuestra cotidianidad en la vereda Los Planes, jamás dejábamos de lado nuestro compromiso con actos de bondad y asistencia ante personas tan desvalidas como Germán y el “Mister”. Entre nuestras acciones más recurrentes estaba llevarlos a una quebrada cercana, donde les ayudamos a proporcionarse un baño, permitiéndoles disfrutar de un momento de frescura en una necesidad tan elemental.

A pesar de la dureza de sus realidades y las carencias que enfrentan, estos dos seres acogían a regañadientes nuestra ayuda —un simple acto de limpieza y compañía— como un alivio significativo, un pequeño pero poderoso consuelo para sus espíritus marcados por la adversidad.
Esta intersección de vidas, entre la asistencia que ofrecemos y la resiliente dignidad con la que enfrentaban su día a día, tejía una red de humanidad y solidaridad que enriquece nuestra existencia, recordándonos el incalculable valor de la compasión en medio de la dificultad.
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Cada día que llegaba estaba lleno de aventuras en el campo, explorando los senderos que serpentean entre verdes praderas, trepando árboles centenarios y nadando en las cristalinas aguas del río. La complicidad con Ramon, Custodio y mi hermano era nuestro mayor tesoro, una amistad forjada a golpe de risas, juegos y travesuras.

El cuarto principal del hogar de la abuela Julita respiraba una austera sencillez, más dentro de sus paredes desnudas anidaba un calor reconfortante. Allí se erigía el lecho que compartían Julita y Rosalba, recias compañeras de fatigadas jornadas y plácido reposo nocturno. En el ala opuesta, un rústico cambuche acogía al eterno solterón Felipe, alma apacible que transitó su existencia sin la inquietud de compartirla con mujer alguna.

La paz le bastaba como único arrimo en esa morada donde supo anclar sus raíces. Mientras, Francisco y yo tendíamos nuestros improvisados lechos sobre el mismo suelo de rústico pavimento. Una estera elaborada con tiras de corteza de plátano, secas e intrincadamente trenzadas con fibras de cabuya, oficiaba de colchón para nuestros cuerpos juveniles.

Recuerdo cómo en el recoveco donde colocábamos aquel rústico lecho, el piso se inclinaba con leve pendiente, poniendo a prueba el equilibrio de nuestras formas al mecer el sueño. Una incomodidad que, no obstante, hoy remoza la nostalgia de aquellos días donde la sencillez era nuestro más preciado lujo.

*Tan desbordante era la hospitalidad que manaba de aquel hogar, que sus paredes siempre albergaban presencias adicionales que se sumaban al hervidero de risas y camaradería. Mis primos se entretejían en ese tapiz de memorias imborrables. Custodio Suárez, al que cariñosamente apodábamos “Augustodio”, y Ramón Suárez, mejor conocido como “el frente de queso” por la blancura inmaculada que su frente semejaba cuando se descubría de su sombrero, eran compañeros inseparables de nuestras vacaciones.
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Pero entre esas presencias amistosas, quizá la más memorable era Carlitos, un campesino de alma diáfana en quien la paciencia parecía personificarse. Un ávido lector y trabajador incansable, cuya existencia discurre plácida sin la inquietud de conquistar corazones femeninos. Un alma de Dios que nos enseñaba con su ejemplo la belleza de una vida sencilla y sin mayores ambiciones terrenales.

En aquella modesta morada, las risas resonaban con fuerza de campana, derramándose en cálidos arroyos de alegría compartida. Un remanso de bienvenida donde los rostros familiares y las voces queridas se entretejían en una atmósfera cálida de hermandad inquebrantable. Un refugio donde el afecto palpitaba con latidos eternos.

La morada de Julita era más que un hogar; era un refugio donde los lazos familiares se entrelazaban con lazos de amistad, donde las puertas siempre estaban abiertas para recibir a aquellos que llegaban con el corazón dispuesto a compartir risas y anécdotas.

En aquellos momentos en que aquel hogar rebosaba de vida y el espacio comenzaba a escasear, el zarzo se convertía en nuestro refugio alternativo, en un rincón suspendido entre el cielo y la tierra, donde las historias y los sueños encontraban un nuevo hogar. Era un espacio donde la rusticidad se entrelazan con la calidez, y la proximidad al techo nos hacía sentir más cerca de las estrellas, convirtiéndo cada noche en una aventura, en un viaje sin salir de casa.

El zarzo, con su estructura sencilla pero firme, nos acogía en su seno, ofreciendo no solo un lugar para descansar, sino también un escenario para la imaginación. Con el gallinero como peculiar vecindario y el canto del gallo anunciando el amanecer, la vida en el zarzo era un recordatorio constante de la simplicidad y la belleza de existir en armonía con la naturaleza.

*Esta forma de vivir, ajena a los artificios y a la complejidad de la vida moderna, tejía entre nosotros una red de conexiones profundas y significativas. En el zarzo, compartimos más que un espacio físico; compartíamos risas, secretos, esperanzas y, a veces, hasta olores y flatulencias matinales. Era allí donde las diferencias se diluían, y lo único importante era el vínculo que se fortalecía con cada palabra, con cada historia contada bajo la luz tenue de las estrellas o el primer rayo de sol que se colaba al amanecer.

El zarzo, entonces, se transformaba en un santuario de la simplicidad, un lugar donde lo esencial cobraba protagonismo. La vida, vista desde esa altura modesta pero privilegiada, adquiría una perspectiva diferente, una donde los lazos humanos y la conexión con nuestro entorno eran los verdaderos tesoros a preservar. Así, en la intimidad de nuestro zarzo, cada noche se convertía en una celebración de la existencia, una invitación a vivir plenamente, sin pretensiones.

En aquel humilde desván, bajo la caricia de las brisas nocturnas y el arrullo de los grillos, las almas se desnudaban de convencionalismos. Se respiraba el aliento de una vida esencial, sin alardes ni florituras, pero colmada de una dicha pura como el trino de los pájaros al amanecer. Algunos de los recuerdos más hermosos que guardo son de las tardes de fútbol. Teníamos un balón Adidas número 5 muy especial, con mucha historia detrás, que nos unía y nos divertía en esas tardes.

La familia de nuestros primos Lizandro Suárez y Lola Amaya era muy numerosa, tenían muchos hijos: Ramón, Custodio, Balvanera, Socorro, Argiro “el chontas”, Jairo, Alba, Nicolás, Genaro, Hernán e incluso uno que se llamaba igual que yo, Abelardo.

En esas tardes armábamos una cancha improvisada y nos reuníamos todos para jugar grandes partidos de fútbol. Eran momentos llenos de risas y diversión sin parar. Jugaba quien quisiera, porque lo más importante era la camaradería y pasarla bien juntos. Corríamos descalzos detrás del balón, que iba por todos lados en el campo verde. No importaba quién ganara o perdiera, lo único que valía era disfrutar al máximo jugando con los primos y amigos.

Era un ambiente de total hermandad, donde nos divertíamos sin preocupaciones. Las risas y los gritos de emoción llenaban el aire. Por esas tardes, el tiempo parecía detenerse, dejándonos vivir plenamente nuestra infancia y creando recuerdos inolvidables jugando al fútbol juntos.

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“El Refugio de la Compasión:
Historias de Abnegación”
Bajo el manto oscuro de la noche eterna,
Germán, alma errante en la bruma de olvido,
Hallaba en el regazo de una casa, un edén terrenal,
Donde el amor de una abuela era pan y abrigo.

No muy lejos, Jaime  el “Mister” conocido,
Llevaba en su cuerpo la marca de una vida de carencias,
Niño en la forma, hombre en el tiempo ido,
Junto a “el Rengo”, “Chula”, y su madre, esencias
De una vida batallando contra un destino no elegido.

En la vereda Los Planes, corazón de nuestra tierra,
Nunca olvidábamos el deber que el alma encierra.
Germán y “Mister”, en aguas cristalinas renacían,
Y en cada gota, un poco de su dolor desvanecían.

Este ritual de pura humanidad y cariño compartido,
Era un bálsamo para sus corazones heridos.
Un simple gesto, una compañía verdadera,
Se convertía en una luz en su noche oscura y sincera.

Así, en la intersección de caminos y vidas,
Tejíamos lazos más fuertes que las despedidas.
Recordatorio viviente del valor incalculable,
De la compasión, en un mundo a veces inestable.

Este poema es un viaje por las almas gemelas,
Unidas en la lucha, bajo las estrellas.
Es un canto a la esperanza, a la fraternidad,
donde nos damos cuenta  que en la oscuridad, siempre habrá claridad.

* La vereda Los Planes es hoy la que llaman “Vereda La Playa”

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