No. 3 “El Encanto y Sabiduría de Leticia: Entre Nubes y Lecciones de Vida”

En el jardín de mi infancia, donde las creencias se tejían con la inocencia, Leticia, mi hermana, era la flor más brillante. Mientras yo, en mi eterna rivalidad con Francisco, luchaba por brillar en un universo donde él era el sol, Leticia era la luna que calmaba las mareas de nuestra familia.

Recuerdo un día, bajo el cielo de nuestra infancia, cuando las nubes jugaban a ser formas y sueños. Apunté a una nube oscura y proclamé su sombrío color. Leticia, con una sonrisa que desafiaba cualquier melancolía, me corrigió: “No, no digas eso. Las nubes son divinas. Te arriesgas a que la nube se abra y te reprenda: ‘Más negra está tu alma'”. En ese momento, comprendí que Leticia no solo veía el mundo, sino que lo pintaba con los colores de su espíritu.

Leticia era un ser de paz. Nunca la vi enojarse ni actuar de forma indebida. En mis días de adolescente problemático, cuando conseguí sacarla de sus casillas, me enfrenté a su sabiduría inigualable. En medio de una acalorada discusión, puso fin al conflicto con palabras que aún resuenan en mi memoria: “Hay dos cosas inútiles en esta vida: un bombillo prendido al sol y discutir con un ignorante”. Ahí estaba yo, desarmado ante la maestría de sus palabras.

Otra joya de sabiduría que heredé de Leticia era la santificación de los domingos. Según ella, era un día de descanso y reflexión, no para el trabajo mundano. Cada vez que, por error o necesidad, rompía este mandamiento, la culpa me envolvía como una sombra, recordándome la pureza de sus convicciones.

Nuestra madre, Otilia, era una fuente de creencias y tradiciones. Pregonaba que los niños sin bautizar y sin primera comunión eran como animalitos todavía, inacabados en su camino espiritual. Yo, ansiando completar mi travesía, esperaba con impaciencia el día de mi primera comunión. Pero, como siempre, mi hermano Francisco se me adelantó. Su ceremonia fue un evento de ensueño: regalos, aplausos, y una iglesia llena celebrando su paso. Ocho días después, cuando llegó mi turno, la magia parecía haberse esfumado. Solo unos pocos estaban allí, y la diferencia entre su día y el mío era un abismo que se reflejaba en mi corazón infantil, lleno de celos y sombras.

Sin embargo, en aquel jardín de recuerdos, donde las sombras de Francisco se alargaban y las mías parecían desvanecerse, Leticia era mi luz. Con su calma, su sabiduría, y su habilidad para encontrar belleza y lecciones incluso en las nubes más oscuras, me enseñó que cada uno de nosotros brilla con una luz única, y que la verdadera sabiduría reside en saber ver esa luz, tanto en uno mismo como en los demás.

El Misterioso Caso de los Dientes de Leticia

En medio de las historias de nuestra infancia, marcadas por lecciones de vida y nubes conversadoras, surge un episodio particularmente peculiar y humorístico: el enigma de los dientes de Leticia. Al cumplir los 15 años, mi hermana se transformó, no por la magia de la adolescencia, sino por la curiosa decisión de dejarla como un pajarito… ¡sin dientes!

Resulta que, por razones que aún me cuesta descifrar, a Leticia le extrajeron todos sus dientes. Desde ese momento, su sonrisa se convirtió en una desfile constante de dentaduras postizas. En nuestra época, tener dientes postizos era un lujo, una especie de declaración de moda y estatus. Si uno tenía la suerte de poseer una corona de oro, era considerado “la creme de la creme” de la sociedad. Pero Leticia, con su carácter sereno y sabio, llevaba su situación dental con una elegancia y gracia que desafiaba cualquier norma social.

Yo, en mi eterna confusión infantil, nunca entendí por qué mi hermana, que era tan sensata en todo, no conservaba sus dientes naturales. Era un misterio que añadía un toque cómico a nuestra ya colorida vida familiar. Imaginaba que tal vez había un mercado negro de dientes, donde Leticia, con su habitual tranquilidad, negociaba por las mejores dentaduras, o quizás había un hada de los dientes extremadamente generosa que prefería visitar a los adolescentes en lugar de a los niños pequeños.

A pesar de este curioso giro en su apariencia, Leticia seguía siendo nuestra fuente de sabiduría y serenidad. Incluso con su colección de dentaduras, que cambiaba con la misma frecuencia con la que un mago saca conejos de su sombrero, Leticia nos enseñaba que la verdadera belleza y elegancia vienen de dentro. En su sonrisa, con o sin sus dientes postizos, siempre brillaba la luz de su espíritu, recordándonos que lo que realmente importa es la bondad y la sabiduría que llevamos en el corazón.

Así, entre risas y dentaduras, la vida de Leticia se convirtió en otra de nuestras queridas anécdotas familiares, una historia que contamos con humor y cariño, celebrando su singularidad y la alegría que siempre ha aportado a nuestras vidas.

Por Abelardo Salazar   
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