No. 9 “Sacrificio y Supervivencia: El Costo de un Futuro Incierto”

En la Vereda Pedernales, los días se deslizaban hacia el olvido, envueltos en una neblina de incertidumbre y desasosiego, donde las horas, fugaces y etéreas, se descomponían en minutos, y estos en efímeros segundos.
La noticia del adiós de Don Delio, aunque anticipada, se erigió como un hito sombrío, un cisma en nuestro devenir. Gilberto, en un esfuerzo sobrehumano, procuraba sostener la hacienda contra la corriente del destino, sabedor de que libraba una batalla con un final ya escrito. Los rumores sobre la inminente sucesión y posible repartición de la hacienda entre sus herederos, un presagio que se tejía en las sombras, ya circulaban tras su fallecimiento.

En el corazón de nuestra familia, las vicisitudes resonaban con eco profundo. Judith,
primogénita de la primera unión de mi padre, era el principal ayuda de nuestra madre, Otilia. Su dedicación trascendía más allá del simple acto de nutrir a los miembros de la familia; también se ocupaba de alimentar a los trabajadores que quedaban. Sin embargo, el destino la arrancó de nuestro lado cuando, sin buscarlo, encontró al hombre que cambiaría su destino, seducida por promesas de un futuro diferente, y decidió iniciar una nueva vida en San Carlos. Su partida nos dejó un vacío  de ausencia y necesidad.

Mis hermanas mayores, Leticia y Rocío, en la flor de la adolescencia, trataban de tejer de nuevo el tapiz familiar deshilachado por la partida de Judith. Leticia, con su sapiencia  y el coraje de quien conoce su destino, asumió su papel. Rocío, en cambio, se perdía en el laberinto de su rebelión, desoyendo el llamado de la responsabilidad, buscando refugio en la cima de los árboles o en el silencio de su propio mundo. Un día, mi madre la encontró, vencida no por la voluntad de un tabaco, sino por la ingenua curiosidad que la llevó a experimentar con él, una prueba de su juventud temeraria. Ante este desafío, Otilia, con la firmeza de quien ha enfrentado tempestades, optó por una resolución drástica: enviar a Rocío a Medellín a un convento, esperando que el rigor y la disciplina moldearian su espíritu indómito.

Mi hermano menor Francisco y yo, aún en los albores de nuestra juventud, fuimos obligados a abandonar los senderos escolares para abrazar el yugo de nuestro hogar desgastado. Esta decisión, lejos de ser un simple cambio de circunstancias, marcó profundamente nuestras vidas, dejando una cicatriz que el tiempo no logró borrar. Las tareas se acumulaban, desde despulpar el café con una máquina que desafiaba nuestra fortaleza y experiencia, hasta cuidar las escasas vacas lecheras que nos quedaban, eco de una abundancia ya marchita. Nuestro padre, reducido a la sombra de sí mismo por una enfermedad implacable, se convertía en un testigo mudo de su propio ocaso, cada suceso  era una pincelada más en el cuadro de su desesperanza.

Dejar las aulas escolares fue un golpe que posteriormente,  nunca me recuperé por completo. Las consecuencias de esa forzada decisión me acompañaron el resto de mi vida, recordándome constantemente lo que se pierde cuando se desaprovechan esos preciosos momentos de aprendizaje y crecimiento. La educación, más que un derecho, es un pilar fundamental para el desarrollo personal y profesional; sin ella, muchas puertas se cierran y el camino se hace cuesta arriba.

Reflexionando sobre esto, me doy cuenta de la importancia de valorar cada oportunidad de educación que se nos brinda. Hay niños y jóvenes que, por diversas razones, desaprovechan el tiempo en las aulas, sin darse cuenta de que están renunciando a una herramienta poderosa para su futuro. La educación abre mentes y caminos, y cada momento perdido es una oportunidad que no vuelve. Este recuerdo amargo de mi juventud se convierte así en un mensaje para las nuevas generaciones: aprovechen cada momento de aprendizaje, pues una vez que se va, sus ecos resuenan por siempre en lo que pudo haber sido y no fue.

El tiempo, indiferente a nuestra lucha, continuaba su marcha implacable. Don Juan, atrapado en el torbellino de sus pensamientos, solo podía meditar sobre lo perdido. Sus reiterativos viajes al pueblo, en busca de alivio en los brebajes del boticario del pueblo, eran odiseas en busca de un faro de esperanza en un mar de incertidumbre. En ese entorno, donde la línea entre perseverar y rendirse se desvanecía, cada día se convertía en un poema de desesperanza, una oda al inquebrantable espíritu humano frente a la inmensidad de su fragilidad.

“La educación no es preparación para la vida; la educación es la vida en sí misma”. –John Dewey.

El que se niega a aprender en su juventud se pierde en el pasado y está muerto para el futuro”.-Eurípides.

Por Abelardo Salazar   
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Comments

    • Helen
    • febrero 11, 2024
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    Este libro es de una gran riqueza sin lugar a dudas. La superación va más allá de cualquier título logrado en los años mozos. Te felicito!

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