Desde la remota Hacienda Dinamarca hasta el colegio, se extendía un sendero de cinco kilómetros de carretera destapada que, descalzo y con la determinación de un pequeño héroe, recorría junto a mi hermano Francisco.
Éramos los habitantes más alejados de la civilización escolar, pioneros de una odisea matutina. En nuestro viaje, se nos unían otros niños – los Santillanas, los Buriticá, los Jaramillos, y los Loaisas, entre otros. Mis fieles compañeros de aventuras, Suso Loaiza y Parmenio Rios, siempre estuvieron a mi lado.
Pero no todo era paz en estos viajes. Como si fuéramos pequeños piratas de tierra, nuestras travesías estaban plagadas de peleas y disputas. Nos convertimos en fugitivos expertos en el arte de robar frutas y corozos, a menudo sorprendidos por aguaceros repentinos. Las pilatunas eran tan comunes que las quejas de los residentes a lo largo de la carretera llegaban como ecos constantes al colegio. En respuesta, los maestros, con un afán casi teatral, nos sometían a un rito de humillación y escarnio público: nos hacían pasar al frente de la multitud, exhibiéndonos como ejemplos vivientes de las travesuras infantiles. “¡Miren a estos pequeños pillos, ladrones de naranjas, miren las bellezas!”bandiditos en potencia! , exclamaban, mientras nosotros soportábamos la vergüenza con rostros colorados y miradas rebeldes. Yo, lamentablemente, era el líder no oficial de este grupo de pequeños rebeldes.
En nuestros trayectos, cuando algún vehículo de época pasaba y nos veía descalzos, como que inspiramos lástima, a menudo se ofrecían a llevarnos. Pero nosotros, alimentados por historias de “chupasangres” y temores infantiles, nunca aceptamos viajar con desconocidos.
Hubo un tiempo maravilloso en el que fuimos acogidos por una familia generosa del pueblo. Don Julio Loaiza, un zapatero remendón, y su esposa Carmelita Loaiza, nos trataban con gran cariño. “Mis bellas flores del campo”, nos llamaban. Carmelita solía enviarme a llevarle el almuerzo a la zapatería de Don Julio, donde a veces intercambiaba la carne curada que llevábamos por carne fresca sin decirnos nada, un pequeño acto de bondad que aún recuerdo con cariño.
Mis años escolares, sin embargo, transcurrieron entre desaprovechamientos y desconciertos, quizás debido a mi incontrolable energía o a un entorno que no comprendía. Desarrollé una aversión a ciertas prácticas escolares, especialmente aquellas relacionadas con la religión. Recuerdo cómo nos obligaban a memorizar el Credo en latín, un desafío titánico para unos niños de nuestra edad. El examen final era como un tribunal inquisitorial, con la presencia del cura, el alcalde y el rector, un evento que marcó profundamente mi visión de la educación y la religión.
Así, entre pizarrones y pillerías, transcurrieron mis primeros años de escuela, llenos de aventuras, desafíos y pequeñas rebeliones contra un mundo que apenas comenzaba a entender.
Por Abelardo Salazar
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