No. 7 “Leyendas al Caer la Noche: Relatos de Terror y Humor en la Vereda”

La vasta hacienda de Dinamarca, con sus extensos pastizales, cafetales y árboles frutales, era un microcosmos de vida y abundancia. Entre sus dominios, tres casonas se alzaban orgullosas, pero la última construida en –“Pedernales”– era especial. Situada al lado de la carretera, fue edificada por Don Delio Yepes, pensada como un refugio vacacional para su familia. Dotada de todas las comodidades de la época, incluyendo el lujo de un inodoro, representaba un avance significativo para nosotros, los Salazar, que habíamos vivido siempre en una falsa opulencia. Sin embargo, pese a esta aparente mejora en nuestro estatus, se venían  tiempos difíciles.

Mi padre, cuya salud comenzaba a flaquear debido a su asfixia crónica, persistía en sus hábitos de fumar incansablemente y frecuentar las cantinas los fines de semana. Mientras tanto, Don Delio, el gran patrón de Dinamarca, luchaba con  una grave enfermedad en la garganta, sumiendo la hacienda en una atmósfera de incertidumbre.

La casa de “Pedernales”, una hermosa estructura blanca con barandales rojos, un lavadero espacioso y un amplio secadero para el café, era un símbolo de dicha y simplicidad. Recuerdo con especial cariño la gran palma de corozos que se erguía a un lado de la casa, conservada cuidadosamente en su lugar de origen, un gran barranco. Era motivo de regocijo cuando era el momento de bajar  su gran racimo rojo con muchos corozos. labor que hacía con complacencia mi padre.

A una cuadra, un pequeño puente sobre la carretera, era el cómplice silencioso de nuestras travesuras juveniles. Junto a la casa, la huerta se extendía, limitada por una quebrada y repleta de cafetales y plátanos, protegidos por la sombra de inmensos –guamos–.

Más arriba, cerca del puente, vivían los Santillana, nuestros vecinos más cercanos. Eran una familia disfuncional y sumida en la pobreza, su padre – Don Jesús–, la familia la formaban cuatro hijos y dos mujeres . Entre ellos estaba Juan, o –”Juancho Carrancho”–, como lo apodaba nuestro hermano Gilberto. Juan era el “bobo” de la familia, cuya presencia, de alguna manera, siempre lograba arrancarnos una risa.
Gilberto cada vez que lo veía bromeaba y le decía con gracia –”Juancho carrancho, se tiro un pedo tan ancho que destrozó el rancho”–

En la casona de “Pedernales”, al caer la tarde, se tejían historias y leyendas que resonaban entre las paredes y el corazón de los que allí vivíamos. Don Jesús Santillana, nuestro peculiar vecino, y mi padre Juan, compartían un amor por las historias de terror y leyendas campesinas que cautivaba y aterraba por partes iguales.

Mi padre, con su –”lámpara de caperuza”–  iluminando el crepúsculo, creaba un ambiente perfecto para estas narraciones. Nosotros, los más pequeños, jugábamos en el corredor de la gran casona, a la vez temerosos y fascinados por las historias que íbamos a escuchar

Entre las sombras y la luz parpadeante, de nuestra –lampara de caperuza– Don Jesús comenzaba con su historia favorita.

—Los poderes del hueso del gato negro—

Se susurraba en los rincones más sombríos de Dinamarca, entre carcajadas nerviosas y miradas cómplices, la historia de un ritual tan macabro como fascinante. La leyenda afirmaba que el hueso de un gato negro, no cualquier felino, sino uno tan oscuro como la noche sin luna, poseía el enigmático poder de blindar a su dueño contra las desventuras y terrores de este mundo. Pero la forma de adquirir tal objeto no era para los débiles de corazón, teñida de un humor negro tan profundo como el pelaje del protagonista de esta historia.

La aventura comenzaba con la captura de un gato completamente negro, una tarea ya de por sí cargada de presagios y supersticiones. La noche elegida para el ritual debía ser la más oscura, preferiblemente cuando la luna se escondía, avergonzada de ser testigo de tales actos. El aspirante a protector debía entonces dirigirse a la montaña más cercana, donde levantaría una fogata bajo el manto estrellado, no sin antes asegurarse de que el escenario estuviera digno de una leyenda.

Con el escenario montado, el acto central del ritual era tan horripilante como humorísticamente grotesco: hervir al pobre felino hasta que se despojara de su carne y solo quedasen sus huesos, bajo el supuesto de que el caldero era una puerta a lo desconocido. Mientras las llamas danzaban, el participante, sin osar mirar directamente a su caldero de brujería, sumergía su mano en busca del talismán. “¿Este es?”, preguntaría a la oscuridad, esperando la respuesta. Y, como en los cuentos más absurdos y fantásticos, una voz siniestra, quizás con un deje de sarcasmo, confirmaría la elección con un retumbante “¡Sí!”.

Este hueso, escogido entre  un escalofrío que recorría la espina dorsal, se erigiría como un amuleto de protección eterna, convirtiendo a su portador en el personaje principal de una de las muchas leyendas que pululaban por Dinamarca. Cada vez que la historia era contada, se adornaba con nuevos detalles fantásticos, alimentando el ciclo interminable de cuentos que tejían la rica tapicería de mitos y humor negro que definía nuestra comunidad. Así, lo que comenzaba como un acto macabro se transformaba en una leyenda popular.

“Entre Árboles Fantasmas y Guacas Perdidas: Una Noche de Misterio y Embriaguez en Dinamarca”

Mi padre, siempre dispuesto a enriquecer nuestras veladas con un toque personal, se deleitaba narrando sus propias aventuras, en las que la línea entre realidad y ficción se volvía tan difusa como la visión de un borracho. Recordaba con especial cariño una noche, después de haberse excedido en la celebración con amigos, cuando el camino a casa se convirtió en un escenario sacado de una novela de misterio. La lluvia caía torrencialmente, como si el cielo mismo se desgarrara, y los relámpagos rasgaban la oscuridad con una luz cegadora, cada destello revelando un mundo distinto al que se escondía en la penumbra.

En un tramo particularmente solitario del camino, con la mente nublada por el alcohol y el corazón apretado por un miedo irracional, creyó ver lo imposible: dos árboles que parecían cobrar vida propia. Pero no eran cualquier tipo de árboles; en su estado alterado, los veía como guardianes espectrales de la noche, sus ramas retorcidas formando figuras amenazantes que se movían al compás de los truenos. La visión era tan vívida que por un momento, nuestro héroe ebrio se convenció de que no eran simples árboles, sino entidades sobrenaturales que habían decidido revelarse a un mortal indigno.

Este episodio cobraba aún más misterio al recordar que aquellos tiempos eran célebres por las historias de entierros y guacas, tesoros inimaginables de oro enterrado por antiguos moradores, que según las leyendas, eran custodiados por luces misteriosas que aparecían en las noches. En Dinamarca, mi padre había encontrado en varias ocasiones excavaciones nocturnas, huellas de búsquedas desesperadas por riquezas escondidas, realizadas por manos desconocidas que dejaban la tierra revuelta en su afán de descubrir los secretos sepultados.

Con cada paso que daba entre aquellos “árboles fantasmas”, no solo temía por las figuras amenazantes sino también por la posibilidad de estar caminando sobre una guaca maldita, cuya luz fantasmal quizás había guiado a otros en la oscuridad. Las supersticiones y relatos de tesoros enterrados se mezclaban con su ebriedad, creando una atmósfera donde la realidad superaba a la ficción, y donde cada sombra escondía un enigma.

A la mañana siguiente, con la resaca como única compañía, decidió investigar aquel tramo del camino bajo la luz del día. Lo que encontró fueron dos inofensivos árboles, tan normales y terrenales como cualquier otro, y ninguna señal de las misteriosas luces o las guacas legendarias. Pero eso no disminuyó la riqueza de su relato; al contrario, cada vez que lo contaba, los árboles fantasmas, las guacas escondidas y su noche de misterio y embriaguez se volvían más legendarios. Y así, en nuestra familia, aquel episodio se convirtió en una historia favorita, un recordatorio jocoso de que, bajo la influencia adecuada, incluso lo más mundano puede transformarse en una aventura sobrenatural, entrelazando humor, misterio y un poco de codicia por los tesoros escondidos del pasado.

“Piedra de Pedernal: Firmeza en la Adversidad”
En el camino de la vida, como pedernal,
resistimos las embestidas del tiempo y el azar
nuestras almas endurecidas por la adversidad,
forjadas en el fragor de la experiencia.

Somos pedernales, rudos y fuertes,
en nuestro interior arde la llama de la voluntad,
como la chispa que enciende la hoguera del alma,
iluminando los senderos oscuros que hemos de recorrer.

Cada golpe del destino, cada piedra en el sendero,
moldea nuestra esencia, afilando nuestros bordes,
pero también avivando la llama de nuestra resistencia,
haciéndonos más fuertes, más resilientes.

Como pedernales, enfrentamos las vicisitudes del camino,
con la firmeza de quien sabe que su voluntad es indestructible,
y aunque las heridas del alma duelen y nos marcan,
nos mantenemos firmes, imperturbables ante la adversidad.

Así somos, pedernales en el torrente de la existencia,
resplandeciendo en la oscuridad con la luz de nuestra fortaleza,
forjando nuestro destino con cada paso firme,
hasta convertirnos en la voluntad de pedernal que trasciende el tiempo.

Por Abelardo Salazar   
Sus comentarios seran apreciados, hagalos en Lopaisa.com

Etiquetas:
Previous Post

No. 8 “Entre Sombras y Esperanzas: La Transformación de Dinamarca”

Next Post

# 6 “Los Salazar: Crónicas de una Familia ‘Rica de Mentiras'”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *