# 2 “San Carlos: Crónicas y Risas Bajo el Palo de Mangos”

San Carlos, mi pequeño pueblo en el Oriente Antioqueño, era un tapiz de realismo mágico, coloreado por personajes únicos y eventos cotidianos teñidos de humor. Entre ellos, destacaban los Totos, cuyas ocurrencias y personalidades como Catapolo, Hortensia, Arcadio, Carranchil y Pastorcito, ponían una sonrisa en el rostro de todos. Pero otro personaje central en mis recuerdos era mi hermano Gonzalo, quien trabajó un tiempo en la famosa cantina de “Culetarro”.

Esta cantina era mucho más que un simple punto de encuentro. Era allí donde Gonzalo, en su generosidad, nos regalaba paletas de piña y avena helada, verdaderas novedades para nosotros en una época donde las neveras y refrigeradores eran casi desconocidos. Cada vez que pasábamos por “Culetarro” camino a la escuela, esas paletas y avenas eran como un tesoro, un lujo dulce y refrescante que sólo podíamos disfrutar gracias a él.

“Culetarro” no era solo un lugar para beber y escuchar música que invitaba a la melancolía. También era el hogar de los billares, donde los vagos del pueblo se reunían para pasar el tiempo. El ambiente de la cantina era una mezcla de diversión y desenfreno, donde el sonido de las bolas de billar chocando se mezclaba con las melodías de Tony Aguilar y Jorge Alfredo Jiménez, y las risas y charlas de los parroquianos.

Los Totos, con sus ocurrencias, a menudo se convertían en parte de la escena de “Culetarro”, sumándose al colorido mosaico de personajes que daban vida al pueblo. Mi padre, con su afición al alcohol, era también un asiduo de este lugar, y nuestras visitas vespertinas con mi madre para buscarlo se convertían en una especie de aventura familiar, en la que nos cruzábamos con estos personajes tan característicos de San Carlos.

San Carlos, con sus calles estrechas y pedregosas, su iglesia, el legendario palo de mangos, y la cantina de “Culetarro”, era un lugar donde cada día era una historia, cada rincón un escenario. Era un lugar donde la realidad y la fantasía se entrelazaban, donde las paletas de piña y la avena helada eran tan mágicas como las historias de los Totos y los juegos de billar en la cantina. Este era mi San Carlos: un pueblo de crónicas, risas y recuerdos bajo el palo de mangos.

“De Tronos y Petunias: Las Segundas Vidas de las Bacinillas de San Carlos”
San Carlos, con sus calles y su gente, era un lugar donde incluso las estructuras más humildes tenían su propia historia que contar. En nuestra casa, que tenía el rústico encanto de la época, había un “lujo” que sobresalía entre lo ordinario: un excusado. Ah, pero no cualquier inodoro, sino uno construido con la misma rusticidad que el pueblo mismo, y con una puerta que parecía tener vida propia, pues estaba casi siempre averiada.

Este retrete, situado en medio del solar y a prudente distancia de la casa para evitar la invasión de olores pestilentes, era más que un simple lugar de alivio. Se podría decir que era un trono de madera sobre un abismo que emitía efluvios de “diablo molido”. Y allí, sobre un imponente atenor de cemento que para un niño era casi como un gigante, uno se sentaba a cumplir con aquellos deberes que son tan personales que nadie más podría hacer por uno.

La experiencia en el excusado era breve, marcada por la necesidad y la aversión al lugar. Las paredes, adornadas con recortes de periódicos como ‘El Campesino’ o ‘El Colombiano’, ofrecían una distracción visual que raramente se podía disfrutar, pues la urgencia del momento no permitía detenerse a leer una noticia interesante. Y en un rincón, las tusas, esas compañeras multifacéticas del aseo personal, que servían tanto para limpiar como para rascar, en un acto de higiene práctica y algo primitiva.

Pero el humor de mi madre nunca dejaba de sorprendernos. Al preguntarle sobre un palo que reposaba en una esquina de ese lugar de tortura, ella respondía con una sonrisa traviesa: “Es pa’ que espante los gallinazos, mijo”. Y así, incluso en el acto más mundano, había espacio para la risa.

La existencia de este excusado contrastaba con la realidad de nuestra finca en Dinamarca, donde la idea de un sanitario era tan ajena como la de un automóvil volador. Allí, cuando la naturaleza llamaba, la respuesta era un paseo al campo, que bien podría haber sido un campo minado por las sorpresas que uno podía encontrar. Era vital verificar que hubiera hojas adecuadas para la higiene final, a menos que uno prefiriera llevar una tusa, en un gesto de refinamiento rústico que nos hacía sentir casi aristocráticos entre la simplicidad de la vida campesina.

Así, en San Carlos, entre las andanzas de los Totos, las melodías de “Culetarro” y las visitas al dentista de “Carepalo”, el excusado de nuestra casa era otro de los personajes de nuestra comedia humana, un lugar que, a pesar de sus defectos, era parte integral del encanto y los recuerdos de aquellos días dorados.

En San Carlos, hasta los objetos más humildes tenían la oportunidad de reinventarse y jubilarse con dignidad. Las bacinillas y beques, tras años de fiel servicio en las noches frías y resonantes de nuestros hogares, no se despedían con una ceremonia de retiro, sino con una segunda vida mucho más colorida y fragante.

Una vez que estos recipientes cumplían su ciclo vital como facilitadores de necesidades nocturnas, se transformaban en pintorescos materos. Los veías, entonces, colgados alrededor de la casa campesina, rebosantes no de reminiscencias de orines pasados, sino de floridas matas que parecían celebrar su nueva función. La metamorfosis era tanto un alivio para los usuarios como una bendición para las plantas, que encontraban hogar en los curvos vientres de lo que una vez fue un utensilio de uso íntimo.

Era común escuchar comentarios jocosos cuando un visitante reconocía en el matero la bacinilla que una vez sonó en la noche, ahora adornada con petunias o geranios. “Mira esa bacinilla, antes nos acompañaba en las madrugadas y ahora nos alegra la vista con sus flores”, dirían entre risas, mientras la bacinilla, colgando orgullosa y llena de tierra y vida, parecía disfrutar su retiro lejos de los fríos y sonoros encuentros de antaño.

Y así, en un giro inesperado del destino, estos objetos se sumaban a la galería de personajes y elementos que componían el peculiar y entrañable realismo mágico de San Carlos. Los Totos, el excusado de madera, los beques y bacinillas jubiladas, y las melodías de “Culetarro”, todos formaban parte de la orquesta que tocaba la sinfonía de la vida cotidiana, una melodía que siempre tenía espacio para una nueva estrofa o un nuevo coro, siempre con un toque de humor y calidez humana.

En en nuestro amado San Carlos, donde los excusados se convierten en tronos y las bacinillas en materos floridos, hay figuras legendarias que tejen con sus relatos la historia viva del pueblo. Una de ellas es la venerable María Rivera, abuela del célebre Mono Iván, cuyos recuerdos son como los hilos de oro que le dan brillo a nuestro tapiz comunal.

María Rivera, con sus respetables 103 años, es el emblema de la sabiduría y la persistencia. Su mente, todavía lúcida y su conversación, siempre animada, son testimonios vivientes de un siglo bien vivido. A pesar de los achaques que naturalmente acompañan a su centenaria existencia, ella se considera una bendecida por Dios nuestro señor. Y no es para menos, pues llegar a tal edad es como cruzar a pie un puente colgante que se extiende sobre el abismo del tiempo, llegando al otro lado con el tesoro de las experiencias vividas.

El humor y la gracia con la que María Rivera relata sus historias son un recordatorio de que la vida, con todos sus inodoros rústicos y materos reconvertidos, está llena de alegría y belleza. Ella ha visto transformarse las bacinillas y ha oído los cuentos de los Totos, ha sentido el retumbar del piano de “Culetarro” y ha sido testigo de los cambios que han ido moldeando nuestro terruño.

Al reflexionar sobre la posibilidad de llegar a una edad tan prodigiosa, uno no puede evitar pensar en el mosaico de recuerdos que María Rivera debe atesorar. Cada año, una pincelada más en el cuadro de su vida, cada década, un nuevo capítulo en su novela personal. Llegar a los 103 años es como tener una biblioteca de vivencias donde cada libro está escrito con la tinta indeleble del tiempo. Es un viaje que muchos desearían emprender, un camino adornado con las flores de la experiencia y la sabiduría.

Así que alzamos nuestras copas (o beques, para ser más auténticos) en honor a María Rivera, que con su centenaria presencia nos enseña que la vida, no importa cuán larga sea, siempre puede ser un relato lleno de humor, resiliencia y, sobre todo, amor por el terruño que llevamos en el corazón.

Por Abelardo Salazar
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