No. 5 “Entre Héroes y Risas: El Legado de Mis Hermanos”

En los albores  de mi infancia, mis hermanos brillaban con luces propias, cada uno un universo en sí mismo, tejiendo con sus peculiaridades una constelación familiar que aún ilumina mis recuerdos.

Gonzalo, el mayor, era nuestro oráculo personal, el intelectual sin aulas, cuya sabiduría fluía más de las páginas de los libros que de las aulas de clase. Sabía “dónde ponen las garzas” con la misma certeza con que pronunciaba verdades sobre la vida. Poseía y posee la “salud del burro y la fe de carbonero”, inquebrantable ante el desgaste del tiempo. Decía que a él “Ni la bala ni el machete” le entraban,  viéndolo siempre apuntalado en su herramienta de trabajo, pelando un palito de mortiño y pensando la vida, un filósofo en el cuerpo de un campesino. Sus sueños lo llevaron primero a Medellín y luego, en su mente, a las vastas tierras de Montreal Canadá,  persiguiendo ese sueño americano que muchos anhelaban.

Gilberto, por otro lado, era el bromista, el artista del humor que encontraba en mi apodo “Peluza” una fuente inagotable de chanzas. Él veía en mi piel pecosa y en mi cabello claro “ flechudo” la imagen del carnicero albino del pueblo y no perdía oportunidad para recordármelo.

Alfonso, la oveja negra, vivía a su manera, vagando por las veredas, donde le dieran  posada, casi siempre en la generosa casa  de don Juencio Loaiza. padre de Enrique Loaiza, quien años más tarde se uniría en santo matrimonio con mi hermana Leticia. La muerte de nuestro padre lo traería de vuelta al redil familiar. De forma inesperada, asumió el manto del liderazgo, trabajando incansablemente y tomando decisiones cruciales, como la de movernos a Medellín, un giro inesperado nuestro camino.

Manuel, serio y callado, encontró su camino en el Quindío, entre cafetales y cartas esporádicas que nos enviaba. Sobrevivió a la violencia y a un ataque guerrillero que le dejó una cicatriz en la espalda, un recordatorio constante de su fortuna y su fortaleza.

En nuestra casa, Rocio y yo éramos como dos polos opuestos, chocando  y reconciliándonos en un ciclo sin fin. Leticia, con su sabiduría, era la mediadora, suavizando los encontrones y diferencias. Las quejas de Rocío a menudo se traducian en correazos para mí, pero incluso esos momentos formaban parte del tejido complejo de nuestra relación fraterna.

¡Ah, la historia de la tortuga! Esa es una de esas anécdotas familiares que, a pesar de los años, sigue provocando carcajadas cada vez que nos reunimos. Todo comenzó con la idea, un tanto descabellada, de que la carne de tortuga curaría la asfixia crónica de nuestro padre. Y así, mi hermano Gilberto y yo, convertidos en improvisados cazadores, nos lanzamos a la misión con un entusiasmo digno de mejores causas.

La pobre tortuguita, objeto de nuestra cacería, debió haber sentido el peligro porque decidió que lo mejor era mantenerse a salvo en su caparazón. Allí estaba yo, el fiel ayudante, armado con una cabuya, esperando el momento propicio para actuar. ¡Pero esa tortuguita era más astuta de lo que pensábamos! Pasaron las horas, y nada, ni un atisbo de su cabeza. Parecía que tenía un sexto sentido, sabiendo exactamente cuándo esconderse.

Cuando Gilberto regresó del trabajo y se encontró con la escena -yo todavía al acecho de nuestra escurridiza presa- no pudo evitar soltar una carcajada. Pero el tiempo apremiaba y, como último recurso, sacó unas tenazas. Yo, con mi corazón de niño y mis ojos llenos de lástima por la tortuga, decidí que no quería ser testigo de ese acto y me refugié en un rincón, cubriéndose los oídos.

La noche llegó, y con ella, el momento de la verdad. Mi madre, con la seriedad de un alquimista, preparó el “remedio milagroso” y se lo administró a mi padre. Lo que siguió fue una sinfonía de ruidos desagradables que resonaron por toda la casa. El pobre hombre, víctima de nuestras buenas intenciones pero terribles métodos, pasó la noche lidiando con los efectos del “tratamiento”.

Al día siguiente, mientras recordábamos los eventos de la noche anterior entre risas y gestos de arrepentimiento, prometimos solemnemente dejar el arte de la medicina a los expertos. Esta aventura, aunque desafortunada para la tortuguita y nuestro padre, se convirtió en una de esas historias familiares que se cuentan una y otra vez, recordándonos la importancia de la unión, el humor y, sobre todo, la increíble capacidad de nuestra familia para meterse en las situaciones más extrañas y salir de ellas con una buena historia que contar. Estos fragmentos de vida, hilvanados con humor y ternura, son los pilares de mi memoria, construyendo la historia de una familia unida no solo por la sangre, sino también por los sueños, las travesuras y la inquebrantable resiliencia frente a las adversidades de la vida.

En el corazón de San Carlos, donde las calles respiran historias y los árboles susurran leyendas, se erigía como un templo de alegrías y penas la famosa cantina de “Culetarro”. Pero antes de hablar de sus paredes impregnadas de historias y sus melodías, hagamos una parada en nuestro ritual dominguero, protagonizado por la inigualable Doña Barbarita, o como la conocíamos todos, Doña Otilia.

Cada domingo, nuestra excursión familiar al pueblo comenzaba con una caminata de cinco kilómetros, una odisea que nos convertía en pequeños exploradores ansiosos por descubrir los secretos de San Carlos. Antes de entrar al pueblo, Doña Barbarita, con el pragmatismo de una madre que sabe de tierras y sudores, nos preparaba para la civilización. Sacaba su pañuelo, lo empapaba en saliva – el elixir de la maternidad – y frotaba con vigor nuestros rostros, borrando huellas de nuestras aventuras rurales. Luego, en la orilla del río, nos lavamos los pies y nos calzábamos aquellos zapatos que reservábamos para ocasiones especiales, ya que andar descalzos era la norma y no la excepción.

Al llegar a la plaza del pueblo, el espectáculo era digno de una pintura: un mosaico de colores, olores y sonidos. Campesinos intercambian productos, perros que miraban con ojos golosos la carne en los toldos. Nuestro destino final era sentarnos  al frente de la cantina de “Culetarro”, ese lugar mítico donde se mezclaban el humo, el alcohol y las historias de los campesinos sedientos. “Culetarro”, con su vetusto piano , era un maestro en el arte de moler música que nos hacía vibrar el alma: “Sonaron cuatro balazos”, “Rama Seca”, “La Enorme Distancia”, “El Puente Roto”… cada canción era una historia, y cada historia, un pedazo de vida.

La cantina, junto con el legendario palo de mangos y la iglesia, formaba el trípode sagrado de nuestro pintoresco pueblo. En ese lugar, entre risas y cantos, yo y mi hermano aprendimos sobre la vida, sobre sus alegrías y sus penas. “Culetarro” no era solo un lugar para beber; era una escuela de humanidad, un espacio donde las historias se entrelazan con la música, y donde cada domingo se tejían recuerdos que perdurarán toda la vida.

Y así, en la cantina de “Culetarro”, con la guía espiritual de Doña Barbarita, mi hermano y yo vivíamos nuestras pequeñas grandes aventuras, sumergiéndonos en el realismo mágico de un pueblo que era, en sí mismo, un personaje más de nuestras historias familiares.

En nuestra familia, la música era un hilo que tejía nuestras vidas con armonías y recuerdos. Esta pasión musical se extendía también a mi padre, quien, en los días de prosperidad, se dio  el lujo de comprar un radio transistor. A pesar de su sonido gangoso y caprichoso, ese radio se convertía en el centro de nuestro universo, brindándonos momentos gratos. Éramos felices y no lo sabíamos,

En la finca de Dinamarca, era toda una ceremonia cuando mi padre se sentaba afuera en el corredor a comer al son de la música que emanaba del radio, colgado estratégicamente en el centro y exterior de nuestra casa campesina. En esos momentos, nuestro hogar se iluminaba no solo con velas  ya después más moderna  la “lámpara de caperuza” colgada con orgullo, sino también con las melodías que flotaban en el aire. Dicha lámpara maravillosa para nosotros, era un lujo y un tremendo adelanto tecnológico, eran los únicos del vecindario en poseerla.

Mi padre tenía sus rituales y costumbres, entre ellos, el de compartir generosamente su comida. Con cada cucharada de arroz, huevo y frijoles que nos ofrecía, nos transmitía no solo alimento, sino también su amor y su manera de cuidarnos. Aunque a veces los recursos eran escasos, siempre había algo para compartir en nuestra mesa.

Durante nuestras reuniones musicales familiares, nos juntábamos alrededor del radio, expectantes, jugando a adivinar cuál sería la siguiente canción. “Las horas negras”, “La consentida”, “El buque de más potencia” de Tony Aguilar, y los temas del Dúo América eran algunos de nuestros favoritos. A pesar de la calidad gangosa y el sonido que a veces desaparecía, cada nota era una invitación a un mundo de alegría y unión.

Esa radio, con todas sus imperfecciones, era el corazón musical de nuestra familia. Las canciones que escuchábamos, aunque distorsionadas, eran la banda sonora de nuestra vida en el campo. En esos momentos, no importaba la pobreza del sonido, porque lo que realmente resonaba era la riqueza de estar juntos, compartiendo nuestras comidas, nuestras risas y nuestro amor por la música.

Así, bajo el resplandor de la lámpara de caperuza y el sonido intermitente del radio, crecimos empapados de melodías y unidos por un amor profundo que iba más allá de las necesidades materiales. La música era nuestro refugio, nuestro punto de encuentro, y el lenguaje con el que expresamos nuestra alegría de vivir juntos, en la sencillez y la belleza de nuestra vida familiar en Dinamarca.

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