No.1 ” De la cuna al mundo: ” Curiosidad familiar, travesuras y una Pizca de Caos”

Nacer en un día de fiesta: Una llegada al mundo con humor y tradición
Nací un 19 de marzo de 1952, bajo un sol radiante que celebraba no sólo la primavera, sino también el Día de San José, patrono de los carpinteros y, por azares del destino, también de los recién nacidos.  Al menos en mi caso, porque en esa época, la tradición dictaba que el santo del día se convertía en el nombre del nuevo ser que llegaba al mundo. ¡Menos mal que no nací en el día de Santa Apolonia, patrona de los dentistas! Me habría tocado un nombre un poco más… ¿doloroso?

Mi llegada al mundo tuvo lugar en la apacible vereda de Dinamarca, en San Carlos, un lugar mágico escondido en las montañas del oriente de Antioquia. Un pueblo idílico, conocido hoy como “la costica dulce del oriente antioqueño”, que para mí siempre será mi “macondiano terruño”, un lugar donde la realidad se mezclaba con la fantasía y donde las historias extraordinarias brotaban como flores silvestres.

Mi madre, una mujer de carácter fuerte y espíritu libre, me trajo al mundo en una humilde casa de campo. Una casa llena de magia, aromas a café recién hecho y el sonido de las herramientas de mi padre, un curtido  agricultor que, sin saberlo, me transmitió su pasión por la naturaleza.

Mi nacimiento, sin duda, fue un acontecimiento memorable. No solo por la fecha tan especial, sino también porque, según las comadronas, entré al mundo con un ímpetu y una energía que presagiaban una vida llena de aventuras. Y vaya que tenían razón…

Aquel día soleado de 1952, no solo nació un niño, sino también una historia llena de humor, tradición y amor por la vida. Una historia que apenas comenzaba a escribirse en las verdes montañas de Antioquia.

En el corazón de mi memoria, la Hacienda Dinamarca se erige, un santuario forjado en los sueños de la niñez, donde la realidad se entreteje con la magia en un recuerdo etéreo. Este rincón de Antioquia, más que un mero espacio, era una evocación viviente, donde cada elemento resonaba con el pulso vibrante de la vida misma. La huerta familiar, un tapiz de luz y sombra, se vestía con los colores del arcoíris: naranjos y mandarinos destellando como soles en miniatura, plátanos meciéndose en una danza suave al compás del viento, y papayos, altivos bajo el manto del sol tropical, se erigían como columnas de un templo natural.

El aire, cargado de una sinfonía de aromas, era el aliento mismo de la hacienda. Fragancias de la huerta se entrelazaron con los efluvios de la cocina, tejiendo un velo olfativo que cubría cada rincón, invitando a todos a participar en este festín sensorial. En esos momentos, los árboles, en sus susurros, parecían revelar secretos ancestrales, compartiendo con las ollas humeantes recetas olvidadas por el tiempo.

Los pájaros, maestros de ceremonias de este edén, con sus trinos y melodías, tejían cuentos al aire, historias que solo el corazón podía descifrar. Se movían entre las ramas, guardianes alados del vergel, esparciendo magia, adornando aún más el ya encantador paisaje de la hacienda.

Cada amanecer en la Hacienda Dinamarca era una promesa de renacimiento, un espectáculo de luz y color que pintaba el cielo con pinceladas de esperanza. Cada atardecer, una invitación a soñar, a sumergirse en la inmensidad de la noche bajo un manto estrellado. Aquí, donde mi infancia echó raíces, la magia no era una mera ilusión, sino la trama misma de nuestra existencia, un lazo inquebrantable que nos unía a la tierra, los árboles, y el cielo sin fin.

Y era en esta hacienda, en la casa de mi infancia, donde un oasis de paz florecía en medio del tumulto del mundo exterior. Sus paredes, blancas como la nieve, capturaban y reflejaban la luz del sol, creando un refugio de calidez y acogida. Rodeada por una huerta exuberante, la casa estaba bañada en una fragancia dulce y embriagadora de frutas maduras, un testimonio de los ciclos de la vida y la generosidad de la naturaleza.

Dentro de sus muros, el aroma de las arepas recién horneadas, obra de mi madre Otilia, se elevaba como un himno matutino, anunciando el inicio de cada nuevo día. Este lugar no solo marcó el capítulo inicial de mi vida, sino que también se convirtió en el custodio de los valores más sagrados: la familia, el amor, y la belleza de lo simple.

Recordar la Hacienda Dinamarca es un viaje al corazón de mi infancia, un tiempo marcado por la inocencia, seguridad, y amor incondicional. Estos valores, aunque la hacienda físicamente ya no exista, continúan guiándome como faros en la noche, subrayando la importancia de la familia, la amistad, y la capacidad de maravillarse ante el mundo.

La hacienda era un altar de memorias, donde cada elemento narraba historias de afecto y sueños compartidos. Aquí, la libertad de ser niño se entrelazan con la maravilla de las pequeñas cosas, desde las luciérnagas que danzaban en la noche hasta el canto de las aves al amanecer.

Mi nacimiento en la hacienda fue recibido por Doña Genoveva, la matrona, una figura de carácter fuerte y gran corazón, quien, a pesar de sus métodos disciplinarios poco ortodoxos, encarnaba el amor y la severidad necesarios para criarnos. Su presencia y enseñanzas fueron fundamentales en mi formación, inculcando el valor de la familia, la amistad, y el trabajo.

Crecer en la Hacienda Dinamarca me enseñó a apreciar lo simple, a disfrutar de los placeres de la vida, y a encontrar magia en lo cotidiano. Fue más que un hogar; fue una escuela de vida cuyas lecciones me acompañan e inspiran a ser mejor cada día.

La hacienda, ahora un símbolo de mi origen, forjó los valores que me definen. Aunque sus paredes ya no estén, su esencia perdura en mi corazón, un recordatorio perpetuo de las lecciones aprendidas. La Hacienda Dinamarca es un refugio eterno en mi alma, donde los pilares de mi infancia —inocencia, seguridad y amor incondicional— permanecen intactos, orientando mi camino a través de la vida.

“Nuestra familia, un verdadero tapiz de personalidades y anécdotas, estaba encabezada por Leticia, la mayor, seguida por Rocío, Abelardo, Francisco, Martha, María Edilma, Nohemy, y el benjamín, Fabio. ‘Don Juan Salazar’, nuestro padre, era un personaje que no pasaba desapercibido en los alrededores de la vereda, especialmente después de su segundo matrimonio con ‘Doña Otilia’, la hermana de su primera esposa.

“Entre las curiosidades de nuestra familia, no podemos pasar por alto un detalle que, dicho con un guiño cómplice, ilustra el afán de mi padre por no permanecer soltero. Resulta que la última hija de Tulia Rosa, Rosalba, y Leticia, mi hermana mayor, apenas se diferenciaban en un año de edad. Esto no sería más que una trivialidad en cualquier otra familia, pero adquiere un toque de novela cuando recordamos que Otilia, más conocida como ‘Doña Otilia’, no tardó en ocupar el vacío dejado por la recién fallecida  hermana.

La rapidez de estos eventos causaba cierta vergüenza y sonrojo en ‘Doña Otilia’, quien no esperaba convertirse en madrastra tan pronto y, menos aún, en esposa de su cuñado. En nuestra familia, los límites entre tío, suegro, cuñado y padrastro se difuminan en una danza de relaciones que, si no fuera por el amor y el buen humor, habrían necesitado un diagrama para entenderse.”

Según Leticia y Rocío, nuestras más informadas  cronistas familiares, la saga de nuestro padre comenzó cuando, tras quedarse solo para criar a los niños, decidió casarse con Bárbara Otilia, aconsejado por la abuela “Mama Julita”. La escena de la boda, como la relataba Leticia con su característico tono dramático, era digna de una pintura.

En el corazón de Antioquia, donde las montañas susurran historias de antaño y el sol besa la tierra con promesas de esplendor, se erige la Hacienda Dinamarca, un bastión de tradiciones, sueños, y memorias tejidas en el alma de quienes han sido parte de su historia. Este relato comienza con la llegada de un niño un 19 de marzo de 1952, día radiante que no sólo celebraba la llegada de la primavera sino también el Día de San José, marcando el inicio de una vida entretejida con el destino de la hacienda y sus habitantes.

Don Delio Yepes, gran capataz y propietario de la extensa Hacienda Dinamarca, era un hombre de fortuna, cuya procedencia de Granada Antioquia se reflejaba en su porte y visión. Bajo su mando, la hacienda prosperaba, siendo un reflejo de su dedicación y del arduo trabajo de su mayordomo de toda la vida, mi padre Juan. Este último, un pilar de lealtad y compromiso, había visto crecer la hacienda a la par de sus propios hijos, frutos de un primer matrimonio lleno de amor y desafíos.

Mi llegada a este mundo, en la idílica vereda de Dinamarca, fue recibida con júbilo y humor, un reflejo de la alegría y la tradición que me nombraría bajo el patronazgo de San José. Nacido en una humilde casa de campo, el amor por la naturaleza y la vida sencilla me fue heredado por mi padre, un agricultor de manos curtidas y corazón puro, y mi madre, una mujer de espíritu indomable y carácter resoluto.

La Hacienda Dinamarca, más que un simple lugar, era un universo en sí mismo, donde cada amanecer prometía nuevas historias y cada atardecer cerraba capítulos de un día lleno de aprendizajes y maravillas. Los naranjos, plátanos, y papayos, no eran meros árboles, sino custodios de nuestras vivencias, testigos de la magia cotidiana que enriquecía nuestra existencia.

La relación entre Don Delio y mi hermano Gilberto, destacada por una amistad fundamentada en el respeto mutuo y la admiración por las habilidades de este último en la gestión de la finca, era emblemática de la sinergia entre la hacienda y nuestra familia. Esta conexión no sólo fortalecía los lazos familiares sino también cimentaba un legado de dedicación y pasión por la tierra.

En este tapis familiar, tejido con anécdotas y personalidades únicas, emergen figuras clave como ‘Don Juan Salazar’, mi padre, cuya vida tomaba giros novelescos, especialmente tras su segundo matrimonio con ‘Doña Otilia’. Este enlace, marcado por la rapidez y las circunstancias peculiares, añadía capas de complejidad y riqueza a nuestra historia familiar, donde los roles se entrelazan en un baile de identidades y relaciones.

La Hacienda Dinamarca, con sus amaneceres de esperanza y atardeceres de ensueño, se convirtió en el escenario de mi formación, un lugar donde aprendí el valor de la simplicidad, el amor por la vida, y la importancia de las raíces. Aunque los años han transformado el paisaje físico de la hacienda, su esencia perdura en mi corazón, un santuario interno de valores inquebrantables y recuerdos imperecederos.

La vida en la hacienda, marcada por la influencia de figuras como Doña Genoveva, la matrona de carácter firme pero corazón grande, fue una constante lección de amor, trabajo, y comunidad. Crecer entre los muros de Dinamarca, bajo la tutela de seres extraordinarios y en comunión con la naturaleza, me ha enseñado a apreciar cada momento, a encontrar la magia en lo cotidiano, y a llevar siempre conmigo las lecciones de mi tierra y mi gente.

La historia de la Hacienda Dinamarca y sus protagonistas es un relato de conexión, resiliencia y amor profundo por las raíces y la tierra que nos vio crecer. Es un testimonio de cómo, a través de la alegría, la tradición, y el compromiso, se puede tejer una vida rica en experiencias y significado, perpetuando un legado que trasciende el tiempo y el espacio.

“Nupcias Campesinas; El Encanto de una Boda Rústica”

En la Hacienda Dinamarca, donde el sol nacía al son del canto de los gallos y el viento susurraba entre cafetales, se tejía una historia que aún hoy, entre risas y suspiros, se recuerda al calor del fogón. La vida en la hacienda era un baile constante entre la naturaleza y el trabajo, pero también un escenario de momentos únicos que se grababan a fuego en el corazón de cada miembro de la familia.

En ese escenario idílico, donde los prados danzaban al ritmo del viento y los ríos murmuraban historias ancestrales, se celebró la singular boda de Otilia Suárez con Juan Salazar, conocido cariñosamente como “Don Juano”. Si alguna vez un día encapsuló la esencia de la vida en la hacienda, con sus contrastes y colores vivos, fue sin duda el día de su boda.

Don Juano, mayordomo de la hacienda, era un hombre de campo más familiarizado con el ganado y la tierra que con los protocolos nupciales. Su figura, imponente entre sembrados y corrales, se transformó en la de un novio, aunque de una manera peculiar. Vestido de “cachaco”, lucía un sombrero prestado y, como si quisiera mantener sus raíces bien plantadas en la tierra, optó por no usar zapatos. Esta imagen, un tanto cómica, reflejaba la genuina sencillez y la autenticidad de la vida rural. Otilia, por su parte, había elegido un vestido que hablaba de tradiciones y legado familiar.

Era el mismo vestido negro con mantilla que Tulia Rosa, su antecesora, había usado en su propio matrimonio con Don Juano. Aquel detalle, lejos de ser una simple coincidencia, era un reflejo de cómo en la hacienda, las historias, las prendas y los recuerdos se transmitían de generación en generación, tejiendo una red de memorias compartidas. Sin embargo, este detalle, tan lleno de significado, también fue fuente de una coqueta vergüenza para Otilia, que durante años recordaría con una sonrisa cómplice aquel día en que, siguiendo la tradición, compartió más que un marido con Tulia Rosa.

La ceremonia, con todos sus detalles pintorescos, fue el retrato perfecto de la vida en la Hacienda Dinamarca: llena de carácter, envuelta en la belleza de lo simple y adornada con el humor genuino de quienes saben que la vida, con sus altibajos, siempre merece ser celebrada. Y así, entre risas y bailes, la historia de Otilia y Don Juano se entrelazó con la de la hacienda, dejando para la posteridad un relato lleno de amor, naturaleza y, por supuesto, un buen toque de humor campesino.

Crecimos en una armonía única, sin distinción entre primos y hermanos, todos mezclados en un caldo familiar que desafiaba las convenciones. Los secretos y anécdotas que guardaba nuestra madre sobre estos eventos añadían un sabor especial a nuestras reuniones. A veces bromeábamos sobre cómo nuestro padre, con su encanto, podría haber seguido expandiendo la familia por toda la vereda si no lo hubieran “frenado” a tiempo.

Así, nuestra historia familiar, tejida con amor, resiliencia y una pizca de comedia, ha prosperado durante ocho décadas. Esta saga, llena de giros y vueltas, no solo nos define, sino que también refuerza la fortaleza de los lazos que nos unen. En nuestra familia, el amor y la unidad siempre han sido los ingredientes esenciales, manteniendo nuestra historia viva, vibrante y, sobre todo, entretenida.

En aquellos tiempos de antaño, las mujeres de apenas 12 o 13 años ya comenzaban a poblar el mundo con su descendencia. Las familias numerosas eran la norma, y un guiño del marido a su esposa podría resultar en un embarazo, si le guiñaba ambos ojos salían mellizos!. Los padres pregonaban: “Cada hijo trae su pan bajo  el brazo”, “Donde comen dos comen tres”.  Era como una moda: “El papá necesita peones para trabajar en la finca”, solían decir. De hecho, las señoras agitaban sus cobijas por las mañanas, y como por arte de magia, aparecía otro muchachito para completar la recua, todos escalonados con una diferencia de 12 meses.

Al recordar mi infancia en la Hacienda Dinamarca, me invade una profunda nostalgia. Un sentimiento de agradecimiento por la riqueza de experiencias y el amor incondicional que me rodeó en esos años formativos. La magia de ese lugar, la calidez de mi familia y la alegría de la vida sencilla impregnaron mi ser y me siguen acompañando hasta el día de hoy.

La Hacienda Dinamarca es más que un lugar físico, es un universo de historias, emociones y personajes que esperan ser revelados. Te invito a seguir leyendo para descubrir los secretos, las alegrías y los desafíos que marcaron la vida de una familia en un lugar mágico donde la tradición, el humor y el amor se entretejen en una danza única.

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En la verde  Dinamarca,
un remanso de paz y alegría,
transcurrió mi infancia dichosa,
envuelta en la magia del día a día.

El canto de los pájaros al alba,
el aroma del café recién hecho
el calor del sol sobre mi piel,
recuerdos grabados a fuego en mi pecho.

Correr por los prados floridos,
trepar árboles frondosos y altos,
bañarme en el río cristalino,
aventuras que me llenaban de encanto.

Las historias infantiles,
cuentos de hadas y duendes traviesos,
me transportaban a mundos lejanos,
llenos de sueños y misterios.

Las noches de luna llena,
en el prado bajo el cielo estrellado,
sintiendo la paz de la noche serena,
me sentía protegido y amado.

La Hacienda Dinamarca, mi refugio,
un lugar de juegos y risas compartidas,
donde la amistad y el amor florecían,
dejando huellas imborrables en mi vida.

Aquellos años de infancia dorada,
un tesoro que guardo en mi corazón,
me acompañan en cada paso que doy,
brindándome fuerza e inspiración.

Hoy, al recordar aquellos tiempos,
una sonrisa se dibuja en mi rostro,
agradecido por la dicha vivida,
en ese oasis, edén de mi infancia.

 

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